Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—Además —continuó su hija—, soy yo quien tiene el mapa. Y sería terrible que os perdierais y os alejarais por accidente de la Ciudad Prohibida, ¿verdad?

Rincewind se rindió. Se le ocurrió que la difunta mujer de Dosflores tuvo que haber sido una mujer notablemente inteligente.

—Oh, muy bien —dijo—. Pero no te metas en medio. Y tienes que hacer lo que yo te diga, ¿de acuerdo?

Mariposa hizo una reverencia.

—Id vos delante, oh Gran Hechicero.

—¡Lo sabía! —dijo Truckle—. ¡Veneno!

—No, no. No se come. Se frota en el cuerpo —dijo el señor Saveloy—. Mirad. Y así se consigue lo que en la civilización llamamos «limpieza».

La mayor parte de la Horda estaba sumergida hasta la cintura en agua templada, todos ellos tapándose recatadamente el cuerpo con las manos. Hamish se había negado a renunciar a su silla de ruedas, de forma que solamente le asomaba la cabeza sobre la superficie.

—Pincha —dijo Cohen—. Y la piel se me está despegando y disolviéndose.

—Eso no es piel —dijo el señor Saveloy—. ¿Es que ninguno ha visto nunca un baño?

—Eh, yo vi uno —dijo Willie el Chaval—. Maté en uno al Obispo Loco de Pseudópolis. Hay —frunció el ceño— burbujas y cosas. Y quince doncellas desnudas.

—¿Mande?

—Seguro. Quince. Lo recuerdo bien.

—Eso ya me gusta más —dijo Caleb.

—Y en cambio nosotros solamente podemos frotarnos con el jabón este.

—Al emperador lo bañan ritualmente veintidós mujeres —dijo Seis Vientos Benéficos—. Podría ir a hablar con los eunucos del harén y despertarlas, si quieren. Probablemente se pueda deducir como Entretenimiento.

El recaudador se estaba aclimatando a su nuevo trabajo. Había calculado ya que aunque la Horda, como individuos, había adquirido montañas de dinero a lo largo de sus carreras como héroes bárbaros, lo habían perdido casi todo como resultado del resto de actividades (que catalogó mentalmente como Relaciones Públicas) necesarias para la profesión, y por tanto les correspondía una devolución bastante considerable.

El hecho de que no estuvieran registrados con ninguna agencia de recaudación tributaria de ninguna parte[23] era una cuestión completamente secundaria. Lo importante era el principio fundamental. Y también los intereses, claro.

—No, nada de doncellas, insisto —dijo el señor Saveloy—. Os estáis bañando para limpiaros. Ya habrá tiempo de sobra para jovencitas.

—Tengo una cita cuando todo esto acabe —dijo Caleb, un poco tímidamente, pensando melancólico en una de las pocas mujeres con las que había tenido una conversación en su vida—. Ella me ha dicho que su granja tiene jardín y todo. A lo mejor me espera en el follaje.

—Apuesto a que Profe no quiere que uses esa palabra —dijo Willie el Chaval—. Apuesto a que te haría llamarlo vegetación.

—¡Jo, jo, jo!

—¿Mande?

Seis Vientos Benéficos se acercó con disimulo al maestro mientras la Horda experimentaba con el aceite de baño, al principio bebiéndoselo.

—Ya he descubierto qué es lo que van a robar ustedes

—¿Ah sí? —dijo el señor Saveloy cortésmente. Estaba mirando a Caleb, quien, después de que le hicieran entender que tal vez llevara toda la vida adoptando un enfoque equivocado, estaba intentando cortarse las uñas con la espada.

—¡Es el legendario Ataúd de Diamante de Qui Ti Fulin!—dijo Seis Vientos Benéficos.

—No. Se vuelve usted a equivocar.

—Oh.

—Fuera de los baños, caballeros —dijo el maestro—. Creo… sí… ya dominan el comercio, la interacción social…

—… jo, jo, jo… Lo siento.

—… y los principios de la gravación tributaria —continuó el señor Saveloy.

—¿Eso lo hemos dado? ¿Y cuáles eran?

—Consisten en llevarse casi todo el dinero que tienen los mercaderes —dijo Seis Vientos Benéficos, pasándole una toalla.

—Ah, ¿era eso? Pero si yo llevo años haciéndolo.

—No, lo que hacéis vosotros es coger todo el dinero —dijo el señor Saveloy—. Eso es lo que está mal. Matáis a demasiados y a los que no matáis los dejáis demasiado pobres.

—A mí me suena de pura maravilla —dijo Truckle, hurgándose en los contenidos cretáceos de una oreja—. Mercaderes pobres, nosotros ricos.

—¡No, no, no!

—¿No, no, no?

—¡Sí! ¡Eso no es civilizado!

—Es como con las ovejas —explicó Seis Vientos Benéficos—. No se les arranca la piel de golpe, lo que se hace es esquilarlas todos los años.

La Horda no reaccionó.

—Cazadores-recolectores —dijo el señor Saveloy, con un matiz desconsolado—. Metáfora equivocada.

—Es la maravillosa Espada Cantante de Wong, ¿verdad? —susurró Seis Vientos Benéficos—. ¡Eso es lo que van a robar!

—No. De hecho, «robar» no es la palabra correcta del todo. Bueno, de todos modos, caballeros… Puede que no estén todavía civilizados pero por lo menos están bien limpios, y mucha gente cree que es lo mismo. Es hora, creo yo, de pasar… a la acción.

La Horda se irguió de golpe. Por fin estaban de vuelta en un terreno que entendían.

—¡Al Salón del Trono! —dijo Gengis Cohen.

Seis Vientos Benéficos no era muy bueno en cazarlas al vuelo, pero por lo menos consiguió sumar dos y dos.

—¡Es el emperador! —dijo, y se tapó la boca con la mano con un gesto de horror teñido de placer malvado—. ¡Van a secuestrarlo!

Los diamantes brillaron cuando Cohen sonrió.

Había dos guardias muertos en el pasillo que llevaba a los apartamentos privados imperiales.

—A ver, ¿cómo es que os han capturado vivos? —susurró Rincewind—. Los guardias que yo vi tenían unas espadas enormes. ¿Cómo es que no estáis muertos?

—Supongo que planeaban torturarnos —dijo Mariposa—. La verdad es que herimos a diez de ellos.

—¿Ah, sí? Les pegasteis carteles encima, ¿no? ¿O cantasteis canciones revolucionarias hasta que se rindieron? Escucha, alguien os quería vivos.

Los suelos cantaban en la oscuridad. Cada paso producía un coro de chirridos y gruñidos, igual que en el suelo de la universidad. Pero uno no esperaba encontrarse algo así en un palacio tan resplandeciente y ordenado como aquel.

—Se llaman suelos de ruiseñor —dijo Mariposa—. Los carpinteros ponen pequeñas abrazaderas de metal alrededor de los clavos para que nadie pueda acercarse sin ser oído.

Rincewind miró los cadáveres. Ninguno de ellos tenía la espada desenvainada. Apoyó su peso en el pie izquierdo. El suelo chirrió. Luego lo apoyó en el pie derecho. El suelo gruño.

—Aquí falla algo entonces —susurró—. No hay forma de acercarse con sigilo a nadie en un suelo como este. Así que el que ha matado a estos guardias era conocido suyo. Salgamos de aquí…

—Continuamos —dijo Mariposa con firmeza.

—Es una trampa. Alguien os está usando para hacerle el trabajo sucio.

Ella se encogió de hombros.

—Gira a la izquierda pasada la estatua grande de jade.

Eran las cuatro de la madrugada y faltaba una hora para el amanecer. Había guardias en los salones para recepciones, pero no muchos. Después de todo, aquello era el corazón de la Ciudad Prohibida, con sus paredes altas y sus puertas pequeñas. ¿Qué podía pasar allí dentro?

Hacía falta un tipo de mente especial para montar guardia toda la noche en aquellos salones vacíos. Un Río Grande tenía aquella clase de mente, que orbitaba apaciblemente en el vacío gozoso del resto de su cráneo.

Lo habían llamado felizmente Un Río Grande porque tenía el mismo tamaño y se movía a la misma velocidad que el Hung. Todo el mundo había esperado que se hiciera luchador de tsimo, pero él falló el test de inteligencia por no comerse la mesa.

Le resultaba imposible aburrirse. No tenía la imaginación suficiente. Pero dado que el visor de su casco enorme registraba una expresión permanente de furia metálica, en todo caso había podido cultivar el arte de irse a dormir de pie.

Ahora estaba felizmente adormilado y solamente era consciente de algún que otro chirrido, como el de un ratón muy cauteloso.

El visor del casco se levantó y una voz dijo:

—¿Prefieres morir que traicionar a tu emperador?

Una segunda voz dijo:

—Esto no es una pregunta con trampa.

Un Río Grande parpadeó y luego miró hacia abajo. Una aparición sentada en una silla de ruedas chirriante tenía una espada muy grande apuntándole exactamente a aquel inconveniente lugar donde su armadura superior no acababa de juntarse con su armadura inferior. Una tercera voz dijo:

—Tengo que añadir que las últimas veintinueve personas que no respondieron correctamente están… peces desecados y rayados… perdón, muertas.

Una cuarta voz dijo:

—Y no somos eunucos.

Un Rio Grande gruñó por el esfuerzo de pensar.

—Me pa’ece que p’efiero vivir —dijo.

Un hombre con diamantes en vez de dientes le dio una palmada cómplice en el hombro.

—Buen hombre —dijo—. Únete a la Horda. Nos vendría bien un hombre como tú. Tal vez como arma de asedio.

—¿Quién é u’ted? —preguntó.

—Este es Gengis Cohen —dijo el señor Saveloy—. Hacedor de grandes hazañas. Matador de dragones. Asolador de ciudades. Una vez compró una manzana.

No se rió nadie. El señor Saveloy había descubierto que la Horda carecía por completo de sentido del sarcasmo. Tal vez nadie lo había probado nunca con ellos.

Un Río Grande había sido educado para hacer lo que le decían. Y durante toda su vida todo el mundo le había dicho lo que tenía que hacer. Se puso detrás del hombre con los dientes de diamante porque era la clase de hombre al que uno seguía cuando decía «sígueme».

—Pero, ya lo saben, hay decenas de miles de hombres que de verdad prefieren morir antes que traicionar a su emperador —susurró Seis Vientos Benéficos, mientras desfilaban por los pasillos.

—Eso espero.

—Algunos de ellos estarán de guardia en la Ciudad Prohibida. Los hemos evitado pero siguen ahí. En un momento u otro tendremos que hacerles frente.

—¡Ah, bien! —dijo Cohen.

—Mal —dijo el señor Saveloy—. Ese asunto de los ninjas no fue más que un buen rato…

—… un buen rato… —murmuró Seis Vientos Benéficos.

—… pero no nos conviene una gran lucha al aire libre. Sería aparatoso.

Cohen fue a la pared más cercana, que tenía un diseño encantador a base de pavos reales, y sacó su cuchillo.

—Papel —dijo—. Mierda de papel. Paredes de papel. —Asomó la cabeza por el agujero. Hubo un gemido agudo—. Ups, lo siento señora. Inspección oficial de paredes. —Sacó la cabeza, sonriente.

—¡Pero no se puede atravesar las paredes! —dijo Seis Vientos Benéficos.

—¿Por qué no?

—Porque… bueno, porque son las paredes. ¿Qué pasaría si todo el mundo atravesara las paredes? ¿Para qué cree que sirven las puertas?

—Creo que son para los demás —dijo Cohen—. ¿Por dónde se va a esa sala del trono?

—¿Mande?

—Esto es pensamiento lateral —explicó el señor Saveloy, mientras los demás lo seguían—. A Gengis se le da bastante bien cierto tipo de pensamiento lateral.

—¿Qué e’ eso d’un lateral?

—Esto… Creo que es una especie de músculo.

—Pensar con los músculos… Sí, ya veo —dijo Seis Vientos Benéficos.

Rincewind entró con sigilo en un espacio que había entre la pared y una estatua de un perro bastante contento y con la lengua fuera.

—¿Y ahora? —preguntó Mariposa.

—¿Cómo de grande es el Ejército Rojo?

—Nos contamos a millares —dijo Mariposa, desafiante.

—¿En Hunghung?

—Oh, no. Hay una unidad en cada ciudad.

—¿Estás segura? ¿Los conoces?

—Eso sería peligroso. Solamente Dos Fuego Hierba sabe cómo ponerse en contacto con ellos…

—Mira tú qué cosas. Bueno, ¿sabes qué creo? Creo que hay alguien que quiere una revolución. ¡Y sois todos tan puñeteramente respetuosos y educados que le está costando horrores organizar una! Pero en cuanto uno tiene rebeldes puede hacer cualquier cosa…

—Eso no puede ser verdad…

—Los rebeldes de otras ciudades, ellos hacen grandes gestas revolucionarias, ¿verdad?

—¡Nos llegan informes a todas horas!

—¿De nuestro amigo Hierba?

Mariposa frunció el ceño.

—Sí…

—Estás pensando, ¿verdad? —dijo Rincewind—. Las viejas neuronas están encontrándose por fin, ¿verdad? Bien. ¿Te he convencido?

—No… lo sé.

—Ahora volvámonos.

—No. Ahora tengo que descubrir si lo que estás sugiriendo es cierto.

—Te morirías por saberlo, ¿eh? Dioses del cielo, me ponéis furioso. Mira, fíjate en esto…

Rincewind caminó hasta el final del pasillo. Había un par de puertas amplias, flanqueadas por un par de dragones de jade.

Las abrió de par en par.

La sala que había al otro lado tenía el techo bajo pero era grande. En el centro, debajo de un dosel, había una cama. Era difícil distinguir a la figura acostada, pero la forma en que estaba quieto sugería esa clase de letargo para el que es poco probable que exista un despertar de ninguna clase.

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