Las espadas se apartaron. Truckle golpeó al ninja en la cabeza con una porra.
—Está bien, no hace falta que os quejéis, no lo he matado —dijo en tono huraño.
—¡Au! —Willie el Chaval había estado experimentando con un nunchaku y acababa de darse en la oreja—. ¿Cómo se las apañan para luchar con esta basura?
—¿Mande?
—Esta especie de adornos de la Noche de la Vigilia de los Puercos tienen buena pinta, sin embargo —dijo Vincent, recogiendo una estrella arrojadiza—. ¡Aaaargh! —Se chupó los dedos—. Porquería extranjera inútil.
—Aunque el momento en que aquel chico ha saltado hacia atrás de una punta a otra de la sala con las hachas en las manos ha sido impresionante.
—Sí.
—No tenías que haber sacado la espada de aquella manera, he pensado.
—Ha aprendido una lección importante.
—No le va a servir de mucho donde está ahora.
—¿ Mande?
Seis Vientos Benéficos estaba medio riendo y medio horrorizado.
—Pero… pero… ¡he visto a estos guardias luchar antes! —dijo—. ¡Son invencibles!
—Nadie nos lo dijo.
—¡Pero los habéis derrotado a todos!
—Possí…
—¡Y no sois más que eunucos!
Se oyó un chirrido metálico. Seis Vientos Benéficos cerró los ojos. Notaba metal tocándole el cuello por lo menos en cinco sitios.
—Esa palabra otra vez —dijo la voz de Cohen el Bárbaro.
—Pero… vais… vestidos… de… eunucos… —murmuró Seis Vientos Benéficos, intentando no tragar saliva.
El señor Saveloy retrocedió, con una risita nerviosa.
—Verán —dijo, hablando a toda prisa—, son demasiado viejos para que les tomen por guardias y no parecen ustedes burócratas, así que pensé, esto… que sería buena idea disfrazarse de…
—¿Eunucos? —rugió Truckle—. ¿Quieres decir que la gente me ha estado mirando todo el tiempo y pensado que voy dando saltitos por ahí y diciendo: «Helluo, saltat!».
Como muchos hombres a quienes la testosterona les ha salido siempre de las orejas, la Horda nunca había acabado de afinar su punto de vista acerca de las zonas más complejas de la sexualidad. Y el señor Saveloy, maestro hasta la médula, no pudo evitar corregirlos, aunque estuviera bajo el filo de las espadas.
—Eso quiere decir «el glotón baila», y no, como parece que piensa, «hola, marinero», que se dice heus nauta —dijo—. Y los eunucos no lo dicen. No de forma habitual. Miren, es un honor ser un eunuco en la Ciudad Prohibida. Muchos de ellos ocupan puestos muy elevados en…
—¡Pues prepárate para ser un oficial de alto rango, profesor! —gritó Truckle.
Cohen le hizo soltar la espada de un golpe.
—Muy bien, se acabó. A mí tampoco me gusta —dijo—. Pero no es más que un disfraz. No tendría que importarle a un hombre que una vez le arrancó la cabeza a un oso de un mordisco, ¿verdad?
—Sí, pero… ya sabes… no es… o sea, cuando pasamos junto a aquellas señoritas soltaron todas unas risitas…
—Tal vez más tarde puedas encontrarlas y hacerlas reír de verdad —dijo Cohen—. Pero tendrías que habérnoslo dicho, Profe.
—Lo siento.
—¿Mande? ¿Qué diceee?
—¡Dice que eres un EUNUCO! —le gritó Willie el Chaval a la oreja a Hamish.
—¡Possí! —dijo Hamish en tono feliz.
—¿Qué?
—¡Sí lo soy! ¡Único e irrepetible!
—No, lo que ha dicho…
—¿Mande?
—Oh, no importa. A ti te da lo mismo, Hamish.
El señor Saveloy examinó el gimnasio destrozado.
—Me pregunto qué hora será —dijo.
—Ah —gorgoteó Seis Vientos Benéficos, feliz de poder aligerar un poco la tensión—. Miren, fíjense, tenemos unos artefactos asombrosos alimentados por demonios que dicen qué hora es hasta cuando el sol no…
—Relojes —dijo el señor Saveloy—. También los tenemos en Ankh-Morpork. Solo que los demonios se acaban evaporando así que ahora funcionan con… —Hizo una pausa—. Interesante. No tienen ustedes una palabra equivalente. Esto… ¿Cosas de metal que trabajan? ¿Ruedas con dientes?
El recaudador puso cara de espanto.
—¿Ruedas con dientes?
—¿Cómo llaman a las cosas que muelen el maíz?
—Campesinos.
—Sí, pero ¿con qué muelen ellos el maíz?
—No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber? Solamente los campesinos tienen que saberlo.
—Sí, supongo que eso lo dice todo, la verdad —dijo el señor Saveloy en tono triste.
—Falta mucho para el amanecer —dijo Truckle—. ¿Por qué no vamos y matamos a todo el mundo en sus camas?
—¡No, no y no! —gritó el señor Saveloy—. Cómo se lo tengo que decir, tenemos que hacerlo como es debido.
—Yo podría enseñarles la casa de los tesoros —dijo Seis Vientos Benéficos en tono amable.
—Nunca es buena idea darle a un mono la llave de una plantación de plátanos —dijo el señor Saveloy—. ¿Se le ocurre alguna otra cosa para tenerlos entretenidos durante una hora?
En el sótano había un hombre que hablaba sobre el gobierno. A voz en grito.
—¡No podéis luchar por una causa! ¡Una causa no es más que una cosa!
—Entonces estamos luchando por los campesinos —dijo Mariposa. Había retrocedido. Rincewind rezumaba una ira que parecía vapor candente.
—¿Ah, sí? ¿Los conocéis de algo?
—Los… he visto.
—¡Ah, bien! ¿Y qué es lo que queréis lograr?
—Una vida mejor para el pueblo —dijo Mariposa con frialdad.
—¿Creéis que bastará con hacer un levantamiento y que cuelguen a unos cuantos? Bueno, yo vengo de Ankh-Morpork y allí nos hemos comido más rebeliones y guerras civiles que vosotros… pies tibios de pato, ¿y sabéis qué? ¡Los dirigentes siguen al mando! ¡Siempre lo están!
Ellos le sonrieron con incomprensión educada y nerviosa.
—Mirad —dijo, frotándose la frente—. Toda esa gente que está en los campos, con los búfalos de agua… Si hicierais una revolución todo les iría mejor, ¿verdad?
—Claro —dijo Mariposa—. Ya no estarían sometidos a los vaivenes crueles y caprichosos de la Ciudad Prohibida.
—Vaya, eso está bien —dijo Rincewind—. Así que vendrían a estar a cargo de sí mismos, ¿verdad?
—Pues claro —dijo Flor de Loto.
—Por medio del Comité del Pueblo —dijo Mariposa.
Rincewind se llevó las manos a la cabeza.
—Os lo juro —dijo—. No sé por qué, pero acabo de tener el vislumbre de una premonición.
Los presentes parecieron impresionados.
—De repente tengo la sensación —continuó— de que no habrá mucha gente de los que sujetan búfalos de agua en el Comité del Pueblo. De hecho… hay una especie de… voz que me dice que gran parte del Comité del Pueblo, corregidme si me equivoco, está ahora mismo delante de mí.
—Al principio, por supuesto —dijo Mariposa—. Los campesinos ni siquiera saben leer y escribir.
—Sospecho que ni siquiera saben ser granjeros como es debido —dijo Rincewind en tono lúgubre—. Por mucho que lleven tres o cuatro mil años haciéndolo.
—Ciertamente creemos que se pueden llevar a cabo muchas mejoras, sí —dijo Mariposa—. Si actuamos de forma colectiva.
—Apuesto a que estarán contentos de verdad cuando se las enseñéis —dijo Rincewind.
Se quedó mirando el suelo con expresión sombría. Le gustaba bastante el trabajo de sujetar a un búfalo de agua con una cuerda. Le parecía casi tan bueno como la profesión de náufrago. Echaba de menos la clase de vida que te permite concentrarte de verdad en la cualidad chapoteante del barro bajo tus pies e inventarte imágenes en las nubes. La clase de vida donde uno puede dejar perderse la mente y preguntarse durante horas seguidas cuándo va tu búfalo de agua a enriquecer el mantillo de nuevo. Pero probablemente ya era lo bastante difícil sin gente que viniera a intentar mejorar las cosas…
Quería decir: ¿cómo podéis ser tan amables y al mismo tiempo tan tontos? Lo mejor que se puede hacer con los campesinos es dejarlos en paz. Dejarlos que vayan a la suya. Cuando la gente que sabe leer y escribir empieza a luchar en nombre de gente que no sabe, uno acaba teniendo solo otra clase de estupidez. Si queréis ayudarlos, construid una biblioteca bien grande o algo parecido en alguna parte y dejad la puerta abierta.
Pero aquello era Hunghung. En Hunghung no se podía pensar de aquella manera. Era un sitio donde la gente había aprendido a obedecer. La Horda había sacado aquello en claro.
Era verdad que el Imperio tenía algo peor que látigos. Tenía la obediencia. Los latigazos al alma. Obedecían a cualquiera que les dijera qué hacer. La libertad solamente quería decir que viniera alguien distinto a decirte qué hacer.
Os van a matar a todos.
Yo soy un cobarde, y aun así sé más de peleas que vosotros. He huido de algunas realmente buenas.
—Oh, salgamos de aquí —dijo. Cogió con cuidado la espada de un guardia muerto y consiguió sostenerla del lado bueno al segundo intento. La sopesó un segundo, luego negó con la cabeza y la tiró.
La unidad pareció un poco más feliz.
—Pero no os estoy liderando —dijo Rincewind—. Solamente os estoy enseñando el camino. Y es el camino de la salida, ¿lo entendéis?
Se quedaron vistiendo un aspecto más bien herido, como hace la gente que acaba de recibir una diatriba de varios minutos. Nadie dijo nada hasta que Dosflores susurró:
—Se pone así a menudo, sabéis. Y luego hace algo muy valiente.
Rincewind soltó un bufido.
Había otro guardia muerto en lo alto de las escaleras. Al parecer la muerte repentina se estaba contagiando mucho.
Y había un fardo de espadas apoyado en la pared. Con un pergamino atado.
—El Gran Hechicero nos ha enseñado la salida solamente dos minutos y ya tenemos suerte adicional —dijo Flor de Loto.
—No toquéis las espadas —dijo Rincewind.
—Pero supongamos que vemos a más guardias. ¿No tenemos que resistir frente a ellos hasta la última gota de nuestra sangre? —preguntó Mariposa.
Rincewind se quedó impasible.
—No. Corred.
—Ah, sí —dijo Dosflores—. Y vivid para luchar otro día. Es un dicho de Ankh-Morpork.
Rincewind siempre había dado por hecho que el propósito de huir era ser capaz de huir otro día.
—Sin embargo —dijo—, la gente no suele encontrarse con que les abren misteriosamente la salida de la cárcel dejándoles un montón de armas a mano y con todos los guardias fuera de combate. ¿No se os ha ocurrido?
—¡Y con un mapa! —añadió Mariposa.
Le brillaron los ojos. Mostró el pergamino a los demás.
—¿Es un mapa de cómo salir?
—¡No! ¡De cómo llegar a los aposentos del emperador! ¡Mirad, lo han señalado! ¡A veces Hierba hablaba de esto! ¡Debe de estar en el palacio! ¡Tenemos que asesinar al emperador!
—¡Más suerte! —dijo Dosflores—. Pero un momento, mira, estoy seguro de que si habláramos con él…
—¿Es que no habéis estado escuchando? ¡No vamos a ver al emperador! —siseó Rincewind—. ¿No se os ocurre que los guardias nunca se pasan a sí mismos por la espada? ¿Y que las celdas no se abren de repente? La gente no se encuentra espadas tan a mano cuando las necesita y de verdad, os lo aseguro, no se encuentra mapas que digan: «¡Por aquí, amigos!». Y de todos modos, no se puede hablar con alguien a quien solo le falta el pan de gamba para ser un Menú A para Dos Personas.
—No —dijo Mariposa—. Tenemos que aprovechar esta oportunidad.
—¡Habrá muchos guardias!
—Bueno, Gran Hechicero, vais a tener que formular muchos deseos.
—¿Creéis que puedo chasquear los dedos así y todos los guardias se van a caer muertos? ¡Ja! ¡Ojalá lo hicieran!
—Estos dos de aquí fuera lo han hecho —informó Flor de Loto desde la entrada a las mazmorras. Ya antes había estado sobrecogida ante Rincewind, pero ahora parecía aterrorizada de verdad.
—¡Coincidencia!
—Seamos serios —dijo Mariposa—. Tenemos un simpatizante en el palacio. ¡Tal vez sea gente que está arriesgando sus vidas continuamente! Sabemos que algunos de los eunucos están de nuestro lado.
—Supongo que no les queda nada que perder.
—¿Tenéis una idea mejor, Gran Hechicero?
—Sí. De vuelta a las celdas.
—¿Qué?
—Esto huele a chamusquina. ¿De verdad queréis matar al emperador? O sea, ¿de verdad?
Mariposa vaciló.
—Hemos hablado de ello a menudo. Dos Fuego Hierba dijo que si podíamos asesinar al emperador encenderíamos la antorcha de la libertad…
—Sí. Seríais vosotros, que arderíais. Mirad, volvamos a las celdas. Son el lugar más seguro. Os encerraré y… me pondré a explorar.
—Es una sugerencia muy valiente —dijo Dosflores—. Y típica de este hombre —añadió con orgullo.
Mariposa le dedicó a Rincewind una mirada que él había aprendido a temer.
—Sí que es buena idea —dijo—. Y yo le acompañaré.
—Oh, pero es que seguro que será… muy peligroso —dijo Rincewind a toda prisa.
—Nada malo podrá ocurrirme si estoy con el Gran Hechicero —dijo Mariposa.
—Muy cierto. Muy cierto —dijo Dosflores—. A mí no me pasó nada malo, eso es verdad.