Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—¿Podemos matarlo ya? —preguntó Truckle.

Una docena de hombres musculosos habían dejado de aporrear troncos y montones de ladrillos y los estaban observando con recelo.

—¿Tienes alguna idea? —le dijo Cohen al señor Saveloy.

—Oh, dioses. Parecen unos tipos muy, muy duros, ¿verdad?

—¿No se te ocurre nada civilizado?

—No, me temo que lo dejo en vuestras manos.

—¡Ja, ja! ¡He estado esperando esto! —dijo Caleb, adelantándose—. He estado practicando todos los días, ¿a que sí? Con mi trozo de teca.

—Estos son ninjas —dijo Seis Vientos Benéficos con orgullo, mientras un par de aquellos hombres iban tranquilamente hasta la puerta y la cerraban—. ¡Los mejores luchadores del mundo! ¡Rendíos ahora!

—Interesante —dijo Cohen—. Que estéis aquí con esos pijamas negros… Os acabáis de levantar de la cama, ¿no? ¿Quién es el mejor de todos vosotros?

Uno de los hombres se quedó mirando fijamente a Cohen y dio un golpe con la mano en la pared más cercana. Dejó una muesca.

Luego miró al recaudador de impuestos.

—¿Quiénes son estos viejos chiflados que nos has traído?

—Creo que son invasores bárbaros —dijo el recaudador.

—¿Cómo…? ¿Cómo se ha dado cuenta? —preguntó Willie el Chaval—. Pero si llevamos pantalones que pican y comemos con tenedor y todo…

El ninja jefe adoptó una pose despectiva.

—¿Unos eunucos heroicos? —dijo—. ¿Unos viejos?

—¿A quién llamas eunuco? —preguntó Cohen.

—¿Puedo enseñarle lo que he estado practicando con mi trozo de teca? —pidió Caleb, dando saltitos artríticos de un pie al otro.

El ninja echó un vistazo al trozo de madera.

—No podrías ni hacer una muesca en eso, viejo —dijo.

—Tú, mira —dijo Caleb. Aguantó la madera con el brazo extendido. Luego levantó la otra mano, gruñendo un poco al hacerla subir más arriba del hombro—. ¿Ves esta mano? ¿Ves esta mano? —preguntó.

—La veo —dijo el ninja, aguantando la risa.

—Bien —dijo Caleb. Le dio una patada al tipo directamente en la entrepierna y, cuando se dobló hacia delante, le arreó en la cabeza con la teca—. Porque tendrías que haber estado mirando este pie.

Y eso habría sido todo si solamente hubiera habido un ninja. Pero hubo un tintineo de nunchakus y un ruido de espadas largas y curvadas saliendo de sus vainas.

La Horda se reagrupó. Hamish apartó su manta para dejar al descubierto su arsenal, aunque la colección de espadas melladas tenía un aspecto más bien tosco en comparación con los juguetes relucientes que se alineaban en su contra.

—Profe, ¿por qué no llevas al señor Recaudador allí al rincón donde no se haga daño? —sugirió Gengis.

—¡Esto es una locura! —dijo Seis Vientos Benéficos—, los mejores luchadores del mundo y vosotros no sois mas que unos viejos! ¡Rendíos ahora y veré si puedo conseguiros un indulto!

—Tranquilo, tranquilo —dijo el señor Saveloy—. Nadie va a salir herido. Por lo menos metafóricamente.

Gengis Cohen agitó su espada en el aire varias veces.

—Muy bien, muchachos —dijo—. Dadnos todo el ninje que sepáis.

Seis Vientos Benéficos observó horrorizado cómo la Horda se ponía en guardia.

—¡Pero va a ser una matanza, terrible! —dijo.

—Me temo que sí —repuso el señor Saveloy. Se hurgó los bolsillos en busca de una bolsita de caramelos de menta.

—¿Quién son estos viejos locos? ¿A qué se dedican?

—Al heroísmo bárbaro en general —dijo el señor Saveloy—. A rescatar princesas, asaltar templos, luchar contra monstruos, explorar ruinas antiguas y llenas de horrores… esas cosas.

—¡Pero si parece que tengan un pie en la tumba! ¿Por qué lo hacen?

Saveloy se encogió de hombros.

—Es lo que han hecho toda la vida.

Un ninja avanzó dando volteretas por la sala y gritando con una espada en cada mano. Cohen lo esperaba en una actitud bastante similar a la de un bateador de béisbol.

—Me pregunto —dijo el señor Saveloy— si ha oído hablar alguna vez del término «evolución».

Los dos luchadores se encontraron. El aire se volvió borroso.

—O «supervivencia del más apto» —dijo el señor Saveloy.

El grito del ninja continuó pero ahora considerablemente más angustiado.

—¡Ni siquiera le he visto mover la espada! —susurró Seis Vientos Benéficos.

—Sí. Casi nadie la ve —dijo el señor Saveloy.

—Pero… ¡son tan viejos

—Ciertamente —dijo el maestro, levantando la voz por encima de los gritos— y está muy claro todo. Son unos héroes bárbaros muy, muy viejos.

El recaudador se quedó mirando.

—¿Quiere usted un caramelo de menta? —ofreció el señor Saveloy, mientras la silla de ruedas de Hamish pasaba a toda velocidad en persecución de un hombre con una espada rota y un deseo acuciante de conservar la vida—. Tal vez descubra que son de utilidad cuando se pasa cierto tiempo con la Horda.

El aroma de la bolsa de papel que le ofrecían golpeó a Seis Vientos Benéficos como si fuera un lanzallamas.

—¿Cómo puede usted oler algo después de comer eso?

—No se puede —dijo alegremente el señor Saveloy.

El recaudador continuó mirando. La lucha era rápida y furiosa, pero de alguna forma solamente lo era por parte de uno de los bandos. La Horda luchaba como se podría esperar que lucharan unos ancianos: despacio y con cuidado. Toda la actividad la llevaban a cabo los ninjas, pero no importaba lo bien que lanzaran sus estrellas arrojadizas o lo deprisa que dieran sus patadas: el enemigo, sin llevar a cabo ningún esfuerzo visible, nunca estaba allí.

—Como tenemos este momento para charlar —dijo el señor Saveloy, mientras algo con muchos filos daba en la pared justo encima de la cabeza del recaudador—, me pregunto: ¿podría usted hablarme de la colina que hay en las afueras de la ciudad? Es un elemento notable.

—¿Qué? —dijo Seis Vientos Benéficos, distraído.

—Esa colina grande.

—¿Quiere que le hable de eso? ¿Justo ahora?

—La geografía es un hobby que tengo.

La oreja de alguien dio a Seis Vientos Benéficos en la oreja.

—Esto… ¿Cómo? La llamamos la Gran Colina… Eh, mire lo que está haciendo con su…

—Muestra una regularidad notable. ¿Es de origen natural?

—¿Cómo? ¿Eh? Oh… no lo sé. Dicen que apareció hace miles de años. Durante una tormenta terrible. Al morir el primer emperador. ¡Lo… lo van a matar! ¡Lo van a matar! ¡Lo van a…! ¿Cómo ha hecho eso?

Seis Vientos Benéficos se acordó de repente de cuando jugaba a Shibo Yangcong-san con su abuelo. El viejo siempre ganaba. No importaba lo cuidadosamente que él planeara su estrategia, se encontraba con que el abuelo colocaba una ficha con aire inocente justo en el sitio crucial antes de que él llevara a cabo su gran maniobra. Aquella pelea era justamente lo mismo.

—Oh, cielos —dijo.

—Eso es —dijo el señor Saveloy—. Tienen toda una vida de experiencia en no morir. Así que va se les da muy bien.

—Pero… ¿por qué aquí? ¿Por qué han venido aquí?

—Vamos a llevar a cabo un robo —dijo el señor Saveloy.

Seis Vientos Benéficos asintió sabiamente. La riqueza de la Ciudad Prohibida era legendaria. Era probable que incluso los fantasmas chupasangre hubieran oído hablar de ella.

—¿El Jarrón Parlante del emperador P’gi Su? —preguntó.

—No.

—¿La Cabeza de Jade de Sung Du’l Ce?

—No. Me temo que no va por ahí la cosa.

—¿No es el secreto de cómo se hace la seda?

—Por todos los dioses. Sale del culo de los gusanos de seda. Lo sabe todo el mundo. No. Algo bastante más preciado que eso.

A su pesar, Seis Vientos Benéficos estaba impresionado. En aquel momento solamente quedaban siete ninjas de pie y Cohen estaba haciendo esgrima con uno mientras se liaba un cigarrillo con la otra mano.

Y el señor Saveloy pudo ver en los ojos del gordo que acababa de darse cuenta de eso.

Lo mismo le había pasado a él tiempo atrás.

Cohen entraba en las vidas de la gente como un planeta descarriado en un sistema solar en calma, y uno se sentía arrastrado por él simplemente porque nunca más podía volver a pasarle nada parecido.

A él le había ocurrido que estaba tranquilamente recogiendo fósiles durante las vacaciones escolares cuando se topó más o menos con el campamento de aquellos fósiles en concreto llamados la Horda. Se habían mostrado bastante amistosos con él porque no tenía armas ni dinero. Y les cayó bien porque sabía cosas que ellos no sabían. Y ya está.

Se había decidido en aquel mismo momento. Debía haber sido algo que había en el aire. Su vida pasada se había desplegado de repente tras él y no recordaba ni un solo día de la misma que hubiera sido divertido. Y se le había ocurrido que podía unirse a la Horda o bien regresar a la escuela y, al cabo de poco, recibir un apretón de manos desganado, una ronda de aplausos y su pensión.

Tenía que ver con Cohen. Tal vez fuera lo que llamaban carisma. Era todavía más fuerte que su olor normal a cabra que ha comido espárragos al curry. Lo hacía todo mal. Maldecía a la gente y usaba lo que el señor Saveloy consideraba un lenguaje muy ofensivo sobre los extranjeros. Gritaba términos que a cualquier otro le habrían reportado una sección gratuita de garganta por parte de una variedad de interesantes armas étnicas. Y se salía con la suya en parte porque estaba claro que lo hacía sin malicia, pero sobre todo porque era, en fin, Cohen, una especie de fuerza natural básica con piernas.

Su carisma funcionaba con todo. Cuando no estaba luchando con ellos, se llevaba mucho mejor con los trolls que la gente que simplemente creía que los trolls tenían los mismos derechos que todo el mundo. Incluso la Horda, compuesta hasta el último hombre por individualistas recalcitrantes, estaba bajo su influjo.

Pero el señor Saveloy también había visto la falta de dirección de sus vidas y, una noche, había llevado la conversación hacia las oportunidades que se abrían en Auriente…

En la expresión de Seis Vientos Benéficos se encendió una luz.

—¿Tienen ustedes contable? —preguntó.

—Pues la verdad es que no.

—¿Y este robo lo van a tratar como ingreso o como capital?

—Pues no lo había pensado en esos términos. La Horda no paga impuestos.

—¿Cómo? ¿A nadie?

—No. Es curioso, pero nunca les he visto conservar su dinero durante mucho tiempo. Parece desaparecer todo en bebida y mujeres y en vivir por todo lo alto. Supongo que desde un punto de vista heroico eso cuenta como impuestos.

Se oyó un «pop» cuando Seis Vientos Benéficos descorchó un botellín de tinta y lamió su pincel de escribir.

—Pero esa clase de cosas probablemente cuenten como gastos deducibles para un héroe bárbaro —dijo—. Son parte de las características del trabajo. Y luego está por supuesto el uso y desgaste diario de armamento, ropa protectora… Está claro que podrían pedir por lo menos un taparrabos nuevo cada año…

—No creo que hayan pedido ni uno por siglo.

—Y están las pensiones, claro.

—Ah. No use nunca esa palabra. A ellos les parece una palabrota. Pero en cierta forma es por eso que han venido. Esta es su última aventura.

—Cuando hayan robado esa cosa tan valiosa de la que no me quiere hablar.

—Eso es. Le invitamos con mucho gusto a unirse a nosotros. Tal vez pueda usted ser un… la cuenta de la vieja… un trozo de cuerda con nudos… ah… contable bárbaro. ¿Ha matado a alguien alguna vez?

—No directamente. Pero siempre he creído que se puede infligir un daño considerable con una Demanda Final bien puesta.

El señor Saveloy sonrió.

—Ah, sí —dijo—. La civilización.

Todavía quedaba un ninja en pie, pero apenas. Hamish le había pasado con la silla de ruedas por encima del pie. El señor Saveloy dio unos golpecitos en el brazo del recaudador.

—Disculpe —dijo—. A menudo me encuentro con que tengo que intervenir en esta fase.

Caminó con paso suave hasta el superviviente, que miraba a su alrededor con aspecto desesperado. Tenía seis espadas entrelazadas en torno al cuello como si acabara de tomar parte en un baile folclórico más bien enérgico.

—Buenos días —dijo el señor Saveloy—. Debería señalar simplemente que Gengis aquí presente es, a pesar de las apariencias, un hombre notablemente honrado. Le cuesta comprender las bravuconadas vacías. Quiero aventurarme por ello a sugerir que se abstenga de frases del tipo «Prefiero morir que traicionar a mi emperador» o «Adelante, no os cortéis» a menos que las diga muy, muy en serio. Si quiere pedir compasión, bastará una simple señal con la mano. Le aconsejo encarecidamente que no intente asentir con la cabeza.

El joven miró de lado a Cohen, que le dedicó una sonrisa alentadora.

Luego hizo una señal a toda prisa con la mano.

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