Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—No, no lo entiendes. Hablo de una cometa especial. El Gran Hechicero la usó para atrapar los relámpagos del cielo y los almacenó en frascos y luego cogió el barro y… lo coció con los rayos y así fabricó un ejército.

—Nunca he oído hablar de conjuros que hagan eso.

—Y también tienen ideas raras sobre la reencarnación…

Rincewind admitió que era normal que las tuvieran. Probablemente les ayudaba a matar el tiempo durante aquellas largas horas con los búfalos de agua: eh, después de morirme confío en regresar como… un hombre sujetando a un búfalo de agua pero mirando a una dirección distinta.

—Esto… no —dijo Dosflores—. No creen que uno vuelva en absoluto. Esto… No estoy usando las palabras adecuadas, ¿verdad? Tengo este idioma un poco oxidado… me refiero a la preencarnación. Es como la reencarnación pero hacia atrás. Creen que uno nace antes de morir.

—¿En serio? —dijo Rincewind, rascando las piedras—. ¡Asombroso! ¿Uno nace antes de morir? ¿Vida antes de la muerte? La gente se va a emocionar a base de bien cuando oiga eso.

—Eso no es exactamente… Esto. Todo tiene que ver con los antepasados. Uno siempre tiene que venerar a los antepasados porque alguna vez puede ser ellos, y… ¿me estás escuchando?

El trocito de mortero se cayó. No estaba mal para diez minutos de trabajo, pensó Rincewind. Para la próxima era glacial ya estaremos fuera de aquí…

Se dio cuenta que estaba trabajando en la pared que llevaba a la celda de Dosflores. Tardar varios miles de años para irrumpir en la celda de al lado podía considerarse con razón una pérdida de tiempo.

Empezó a trabajar en una pared distinta. Ras… ras…

Se oyó un grito terrible.

Rasrasrasrasrasrasrasras…

—Parece que el emperador se ha despertado —dijo la voz de Dosflores desde el agujero de la pared.

—Es un poco temprano para ponerse a torturar gente, ¿no? —dijo Rincewind. Empezó a aporrear los enormes bloques con un trozo de piedra rota.

—No es culpa de él. Es que no entiende a la gente.

—¿Ah, no?

—¿Sabes eso de que los niños normales pasan por una fase de arrancarles las alas a las moscas?

—Yo no lo hice nunca —dijo Rincewind—. No se puede confiar en las moscas. Puede que parezcan pequeñas pero se pueden poner desagradables.

—Hablo de los niños en general.

—¿Sí? ¿Y bien?

—Que él es un emperador. Nadie se atrevió a decirle que estaba mal. Es una pura cuestión de, ya sabes, de pasar a cosas cada vez más grandes. Las cinco familias luchan todas entre ellas por la corona. El mató a su sobrino para ser emperador. Nadie le ha dicho nunca que no está bien matar a gente todo el tiempo para divertirse. Por lo menos nadie que haya conseguido terminar la primera frase. Y los Hong y los Fang y los Tang y los Sung y los McSweeney se han estado matando entre ellos durante miles de años. Todo forma parte de la sucesión real.

—¿Los McSweeney?

—Una familia con mucha solera.

Rincewind asintió con expresión lúgubre. Probablemente era como criar caballos. Si se tiene un sistema donde los asesinos traicioneros tienden a ganar, se acaba criando a asesinos traicioneros de los de verdad. Uno termina con una situación donde es peligroso acercarse a una cuna…

Hubo otro grito.

Rincewind empezó a dar patadas a las piedras.

Una llave giró en la cerradura.

—Oh —dijo Dosflores.

Pero la puerta no se abrió.

Al cabo de un momento Rincewind fue a la puerta y probó a empujar la argolla de hierro.

La puerta se movió hacia fuera, pero no mucho porque el cuerpo recostado de un guardia suele servir de tope, inusual pero eficaz.

Había una anilla llena de llaves colgando de la que estaba en la cerradura…

Un prisionero inexperto habría echado simplemente a correr. Pero Rincewind era un estudiante de posgrado en el arte de sobrevivir y sabía que en circunstancias como aquellas lo mejor que se podía hacer era dejar salir a todos los prisioneros, darle a cada uno un golpecito apresurado en la espalda, decir: «¡Deprisa! ¡Vienen a por ti!» y luego ir a sentarse a algún sitio agradable y tranquilo hasta que la persecución desapareciera a lo lejos.

La primera puerta que abrió fue la de la celda de Dosflores,

El hombrecillo estaba más flaco y mugriento de lo que recordaba y tenía una barba rala, pero en cierto sentido muy significativo seguía teniendo el rasgo que Rincewind recordaba tan bien: la sonrisa enorme, radiante y confiada que sugería que cualquier cosa mala que pudiera estarle ocurriendo no era más que una equivocación risible y estaba destinada a ser resuelta por gente razonable.

—¡Rincewind! ¡Eres tú! ¡Jamás pensé que te volvería a ver!

—Sí, yo pensaba más o menos lo mismo —dijo Rincewind.

Dosflores miró al guardia caído que había detrás de Rincewind.

—¿Está muerto? —preguntó, refiriéndose a un hombre que tenía una espada semienterrada en la espalda.

—Extremadamente probable.

—¿Lo has hecho tú?

—¡Yo estaba dentro de la celda!

—¡Asombroso! ¡Buen truco!

A pesar de varios años de exposición a los detalles del asunto, recordó Rincewind, Dosflores nunca había querido asumir el hecho de que su compañero tenía la misma capacidad mágica que la mosca casera común. De nada servía intentar convencerlo. Únicamente conseguía añadir la modestia a la lista de sus virtudes inexistentes.

Probó algunas de las llaves en otras puertas de celdas. Varias individuos maltrechos emergieron, parpadeando bajo la luz ligeramente mejor. Uno de ellos, que torció un poco el cuerpo a fin de hacerlo pasar por la puerta, era Tres Bueyes Uncidos. A juzgar por su aspecto le habían dado una paliza, pero tal vez fuera solamente un intento de llamar la atención.

—Este es Rincewind —dijo Dosflores con orgullo—. El Gran Hechicero. ¿Sabéis que ha matado al guardia desde dentro de la celda?

Ellos examinaron cortésmente el cadáver.

—No he sido yo —dijo Rincewind.

—¡Y también es modesto!

—¡Larga Vida al Cometido del Pueblo! —dijo Tres Bueyes Uncidos por medio de unos labios más bien hinchados.

—«¡Una Pinta Para Mí!» —dijo Rincewind—. Esto llaves de grandullón, van en puerta, tú abril y dejal salil a la gente chop-chop.

Uno de los prisioneros liberados fue cojeando hasta el final del pasillo.

—Aquí hay un guardia muerto —dijo.

—No he sido yo —dijo Rincewind lastimeramente—. O sea, quizá sí que deseé que se murieran, pero…

La gente se apartó. Nadie quería estar demasiado cerca de alguien que pudiera desear de aquella manera.

Si aquello hubiera sido Ankh-Morpork alguien habría dicho: «Oh, sí, claro, los ha apuñalado mágicamente en la espalda, ¿no?». Pero eso es porque la gente de Ankh-Morpork conocía a Rincewind y sabía que si un mago realmente quería verte muerto, no te quedaba espalda que apuñalar.

Tres Bueyes Uncidos había logrado dominar la cuestión técnica de abrir puertas. Más celdas se iban abriendo…

—¿Flor de Loto? —dijo Rincewind. Ella cogió a Bueyes del brazo y sonrió a Rincewind. Otros miembros de la unidad se alinearon tras ella.

Luego, para asombro de Rincewind, miró a Dosflores, gritó y le dio un abrazo.

—¡Continuación Prolongada al Afecto Filial! —declamó Tres Bueyes Uncidos.

—«¡Agitar Bien Antes de Usar!» —coreó Rincewind—. Esto… ¿qué está pasando exactamente?

Un soldado rojo muy pequeño le tiró de la túnica.

—El ez el papá de ella —dijo la niña.

—¡Nunca dijiste que tuvieras hijos!

—Estoy seguro de que sí. A menudo —dijo Dosflores, separándose de su hija—. En todo caso… está permitido.

—¿Estás casado?

—Lo estaba, sí. Estoy seguro de que debí de decirlo.

—Probablemente debíamos de estar huyendo de algo en aquellos momentos. Entonces, ¿hay una señora Dosflores?

—La hubo durante un tiempo —dijo Dosflores, y por un momento una expresión casi de rabia distorsionó su semblante preternaturalmente benigno—. Pero ay, ya no.

Rincewind apartó la vista, porque era mejor que mirar a la cara de Dosflores.

Mariposa también había salido. Estaba delante de la puerta de la celda, con las manos unidas en el regazo y mirándose recatadamente los pies.

Dosflores se apresuró a ir con ella.

—¡Mariposa!

Rincewind bajó la mirada hacia la figura que agarraba el conejo.

—¿Ella también es hija suya, Perla?

—Zí.

El hombrecillo se acercó a Rincewind, arrastrando a las chicas.

—¿Has conocido a mis hijas? —dijo—. Este es Rincewind, que…

—Hemos tenido el placer —dijo Mariposa en tono grave.

—¿Cómo habéis llegado todos aquí? —preguntó Rincewind.

—Luchamos todo lo que pudimos —dijo Mariposa—. Pero simplemente eran demasiados.

—Confío en que no intentarais arrebatarles las armas de las manos —dijo Rincewind, con todo el sarcasmo que se atrevió a reunir.

Mariposa lo fulminó con la mirada.

—Lo siento —dijo Rincewind.

—Hierba dice que el culpable es el sistema —dijo Flor de Loto.

—Apuesto a que ya tiene ideado un sistema mejor. —Rincewind miró la multitud de prisioneros—. Típico de esa clase de gente. ¿Dónde está, por cierto?

Las chicas miraron a su alrededor.

—No lo veo por aquí —dijo Flor de Loto—. Pero creo que cuando atacaron los guardias ofreció su vida por la causa.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que dijo que teníamos que hacer. Me avergüenza no haberlo hecho. Pero parecía que querían capturarnos, no matarnos.

—No lo veo —dijo Mariposa. Ella y Rincewind intercambiaron una mirada—. Creo que tal vez… no estaba allí.

—¿Quieres decir que ya lo habían capturado? —preguntó Flor de Loto.

Mariposa volvió a mirar a Rincewind. A él se le ocurrió que mientras que Flor de Loto había heredado la visión del mundo de Dosflores, Mariposa debía parecerse a su madre. Pensaba más como Rincewind, es decir, lo peor de todo el mundo.

—Tal vez —dijo.

—Sacrificios Considerables por el Bien Común —dijo Tres Bueyes Uncidos.

—«Los Hay a Carretadas» —dijo Rincewind en tono distraído.

Mariposa pareció recobrar la compostura.

—Sin embargo —dijo—, tenemos que aprovechar esta oportunidad al máximo.

Rincewind, que ya se dirigía a la escalera, se quedó paralizado.

—¿Qué quieres decir exactamente? —pregunto.

—¿No lo veis? ¡Estamos a nuestras anchas en la Ciudad Prohibida!

—¡Yo no! —dijo Rincewind—. Yo nunca he estado a mis anchas. Siempre he preferido acurrucarme.

—El enemigo nos ha traído aquí y ahora somos libres…

—Gracias al Gran Hechicero —dijo Flor de Loto.

—… ¡y tenemos que aprovechar el momento!

Cogió una espada de uno de los guardias abatidos y la giró vistosamente.

—¡Tenemos que asaltar el palacio, tal como sugirió Hierba!

—¡Solamente sois treinta! —dijo Rincewind—. ¡No sois una tropa de asalto! ¡Sois una delegación deportiva!

—Apenas hay guardias en el interior de la ciudad —dijo Mariposa—. Si podemos vencer a los que están cerca de los aposentos del emperador…

—¡Moriréis! —gritó Rincewind.

Ella se volvió hacia él.

—¡Por lo menos moriremos por algo!

—Limpiemos el Estado con la Sangre de los Mártires —gruñó Tres Bueyes Uncidos.

Rincewind se dio la vuelta y esgrimió un dedo debajo de la nariz de Tres Bueyes Uncidos, que era lo más arriba que podía llegar.

—¡Te voy a dar un jodido mamporro si me sueltas otra de esas! —gritó, y luego hizo una mueca al darse cuenta de que acababa de amenazar a un hombre tres veces más corpulento que él—. Escuchadme, ¿queréis? —continuó, tranquilizándose un poco—. Sé algunas cosas de la gente que habla de sufrir por el bien de todos. ¡Nunca son ellos los que sufren, joder! ¡Siempre que oigáis a un hombre gritar: «¡Adelante, valientes camaradas!», veréis que es el que está detrás de la puta roca más grande y lleva el único casco que es realmente a prueba de flechas! ¿Lo entendéis?

Se detuvo. La unidad lo estaba mirando como si estuviera loco. El les miró las caras jóvenes y atentas y se sintió muy, muy viejo.

—Pero hay causas por las que vale la pena morir —dijo Mariposa.

—¡No, no las hay! ¡Porque uno solamente tiene una vida pero puede elegir cinco causas nuevas en cada esquina!

—Por todos los dioses, ¿cómo puedes vivir con una filosofía como esa?

Rincewind tomó aire.

—¡Continuamente!

A Seis Vientos Benéficos le había parecido un plan bastante bueno. Los ancianos horribles estaban perdidos en la Ciudad Prohibida. Aunque tenían un aspecto flaco y enjuto, como bonsáis naturales que hubieran conseguido florecer en un acantilado azotado por el viento, con todo eran muy viejos y no llevaban ninguna clase de armamento pesado.

Así que los llevó en dirección al gimnasio.

Y cuando estuvieron dentro pidió ayuda a gritos con toda la fuerza de sus pulmones. Para su asombro, no echaron a correr.

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