—Se le extirpan todos los miembros, las orejas y los ojos y se le deja ir libre —dijo lord Hong.
Rincewind levantó la mano.
—¿Y si no tengo antecedentes?
—¡Silencio!
—Por lo general nunca encontramos ningún reincidente —dijo lord Hong—. ¿Qué es esta persona?
—Me cae bien —dijo el emperador—. Creo que me lo voy… a quedar. Me hace… reír.
Rincewind abrió la boca.
—¡Silencio! —gritó el chambelán, tal vez de forma poco sabia en vista de la actual línea de pensamiento.
—Esto… ¿podríais hacer que dejara de gritar «¡Silencio!» cada vez que intento hablar? —aventuró Rincewind.
—Claro… Gran Hechicero —dijo el emperador. Hizo una señal con la cabeza a unos guardias—. Llevaos al chambelán… y cortadle… los labios.
—¡Gran Señor, yo…!
—¡Y también las… orejas!
Se llevaron al pobre desgraciado. Un par de puertas lacadas se cerraron de golpe. Vino una ronda de aplausos de los cortesanos.
—¿Os gustaría… ver cómo se las… come? —preguntó el emperador con una sonrisa feliz—. Es tremenda… mente divertido.
—Jajajaja —dijo Rincewind.
—Buena decisión, señor —dijo lord Hong. Se volvió para mirar a Rincewind.
Para la inmensa sorpresa del mago, y también para su horror, le guiñó el ojo.
—Oh Gran Señor… —dijo un cortesano regordete, cayendo de rodillas, rebotando ligeramente y luego acercándose nerviosamente al emperador—. Me pregunto si tal vez es conveniente del todo ser tan compasivo con este diablo extranj…
El emperador bajó la vista. Rincewind juraría que cayó algo de polvo cuando se movió.
Hubo un movimiento suave entre la multitud. Sin que nadie hiciera al parecer nada tan tosco como mover los pies, se creó sin embargo un espacio cada vez más amplio alrededor del hombre arrodillado.
Luego el emperador sonrió.
—Vuestra preocupación es bien… recibida-dijo. El cortesano aventuró una sonrisa de alivio—. Sin embargo, vuestra presunción no lo es. Matadlo lentamente… durante varios… días.
—¡Aaaargh!
—¡Buena… idea! ¡Con mucho aceite… hirviendo!
—Una idea excelente, oh señor —dijo lord Hong.
El emperador se volvió de nuevo hacia Rincewind.
—Estoy seguro de que el… Gran Hechicero es mi amigo —succionó.
—Jajajajá —dijo Rincewind.
Los dioses sabían que ya había estado otras veces en aquella situación aproximada. Pero siempre había tenido delante a alguien… bueno, normalmente a alguien que se parecía a lord Hong, no a un semicadáver que estaba tan claramente como un cencerro que no podía tocar la cordura ni con una pértiga.
—Nos vamos a divertir… tanto —dijo el emperador—. He leído… mucho sobre ti.
—Jajajajá —dijo Rincewind.
El emperador volvió a hacer un gesto con la mano a su corte.
—Ahora me voy a retirar —anunció. Hubo un movimiento general y muchos bostezos ostensibles. Estaba claro que nadie se iba a dormir más tarde que el emperador.
—Emperador —dijo lord Hong en tono fatigado—, ¿qué queréis que hagamos con este Gran Hechicero vuestro?
El anciano miró a Rincewind con la cara con que se mira un regalo cuando ya se le han gastado las pilas.
—Metedlo en la mazmorra… especial —dijo—. Por… ahora.
—Sí, emperador —dijo lord Hong. Hizo un gesto con la cabeza a un par de guardias.
Rincewind consiguió echar un vistazo rápido hacia atrás mientras lo sacaban a rastras de la sala. El emperador estaba tumbado en su cama móvil y ya se había olvidado por completo de él.
—¿Está chiflado o qué le pasa? —preguntó.
—¡Silencio!
Rincewind miró al guardia que acababa de decir aquello.
—Una lengua así puede meter a un hombre en líos enormes por aquí —murmuró.
Lord Hong siempre se sentía deprimido por el estado general de la humanidad. A menudo le parecía que dejaba mucho que desear. No había concentración. El Ejército Rojo, por ejemplo. Si él fuera un rebelde ya haría meses que el emperador habría sido asesinado y el país entero estaría en llamas, salvo las partes demasiado húmedas para arder. ¿Pero aquellos tipos? Por mucho que él se esforzara, la idea que tenían de las actividades revolucionarías era pegar a escondidas carteles que decían cosas como: «¡Incomodidad para los Opresores Cuando Sea Conveniente!».
Habían intentado pegar fuego a los cuarteles. Aquello estaba bien. Aquello era actividad revolucionaria de la buena, salvo por el intento de concertar una cita previa. A lord Hong le había costado un esfuerzo considerable hacer que pareciera que el Ejército Rojo lograba alguna victoria.
Bueno, les había dado al Gran Hechicero en el que ellos creían con tanta sinceridad. Ya no tenían excusa. Y a juzgar por su aspecto, el desgraciado era tan cobarde y falto de talento como lord Hong había confiado. Cualquier ejército liderado por él huiría o sería aniquilado, dejando el camino abierto a la contrarrevolución.
La contrarrevolución no sería ineficaz. Lord Hong se encargaría de ello.
Pero había que hacer las cosas poco a poco. Había enemigos por todas partes. Enemigos que sospechaban. El camino del hombre ambicioso era un suelo de ruiseñor. Un paso en falso y cantaría. Era una pena que el Gran Hechicero fuera a resultar tan bueno con las cerraduras. Aquella noche vigilaban la prisión los hombres de lord Tang. Por supuesto, si el Ejército Rojo se escapaba, no se podía echar la culpa en absoluto a lord Tang…
Lord Hong dejó escapar una risita por lo bajo mientras regresaba paseando a su suite. Lo importante eran las pruebas. No tenía que haber pruebas nunca. Pero aquello no importaría durante mucho tiempo. No había nada como una guerra temiblemente enorme para unir a la gente, y el hecho de que el Gran Hechicero —es decir, el líder del terrible ejército rebelde— fuera un alborotador maligno y extranjero no era más que la chispa que encendía el petardo.
Y luego… Ankh-Morpork [perro orinando].
Hunghung era una ciudad antigua. Su cultura se basaba en la costumbre, el tracto alimenticio del búfalo de agua común y la traición básica. Lord Hong estaba a favor de las tres cosas, pero entre las tres no llevaban a la dominación del mundo, y lord Hong estaba particularmente a favor de aquel concepto, siempre y cuando fuera lord Hong quien la consiguiera.
Si yo fuera un gran visir de los tradicionales, pensó mientras se sentaba a su mesilla del té, llegado este punto soltaría una risotada.
En cambio, se limitó a sonreír para sus adentros.
¿Hora de volver al baúl? No. Había cosas que mejoraban cuando se hacían esperar.
La silla de ruedas de Hamish el Loco hizo que se giraran varias cabezas, pero nadie hizo ningún comentario. La curiosidad indebida no era un rasgo de la supervivencia en Hunghung. La gente se limitaba a concentrarse en su trabajo, que parecía consistir en transportar interminablemente pilas de papel por los pasillos.
Cohen miró lo que tenía en la mano. A lo largo de las décadas había luchado con muchas armas: espadas, por supuesto, y arcos y lanzas y garrotes y… bueno, ahora que lo pensaba, casi con cualquier cosa.
Excepto aquello…
—Sigue sin gustarme —dijo Truckle—. ¿Por qué llevamos papeles?
—Porque en un sitio como este nadie te mira si llevas papeles —dijo el señor Saveloy.
—¿Por qué?
—¿Mande?
—Es… como magia.
—Yo estaría más contento si tuviera un arma.
—De hecho, puede ser el arma más poderosa de todas.
—Lo sé, me acabo de cortar un poco —dijo Willie el Chaval, chupándose el dedo.
—¿Mande?
—Mírenlo así, caballeros —dijo el señor Saveloy—. ¡Aquí estamos, realmente dentro de la Ciudad Prohibida, y no ha muerto nadie!
—Sí, de eso mismo nos estamos quejando… jo… ¡jopé!-dijo Truckle.
El señor Saveloy suspiró. Truckle usaba las palabras de una forma extraña. No importaba qué palabras concretas dijera, lo que se oía era en cierta manera extraña las palabras que él quería decir. Podía teñir el aire de azul solamente diciendo la palabra «manguera».
La puerta se cerró con un golpe detrás de Rincewind y se oyó el ruido de un cerrojo corriéndose.
Las cárceles del Imperio se parecían bastante a las de casa. Cuando uno quiere encarcelar a una criatura tan ingeniosa como el ser humano común, tiende a confiar en el clásico barrote de hierro y en grandes cantidades de piedra. Parecía que este método tan bien probado llevaba mucho tiempo establecido allí.
Bueno, estaba claro que se había apuntado un tanto con el emperador. Por alguna razón aquello no lo tranquilizaba. El hombre le había transmitido a Rincewind la impresión clara de ser el tipo de persona que es al menos tan peligroso para sus amigos como para sus enemigos.
Se acordó de Fideo Jackson, en la época en que él era un estudiante muy joven. Todo el mundo quería ser amigo de Fideo, pero de alguna forma, si estabas en su pandilla, siempre te encontrabas perseguido o pisoteado por la Guardia o siendo golpeado en peleas que no habías empezado, mientras que Fideo siempre estaba al margen de todo, riendo.
Además, el emperador no estaba simplemente en el umbral de la Muerte sino que ya se había adentrado en el recibidor, estaba admirando la alfombra y haciendo comentarios sobre el perchero. Y no había que ser un genio político para saber que cuando alguien así moría, las cuentas se saldaban antes incluso de que se enfriara su cadáver. Cualquiera a quien hubiera llamado amigo en público tenía unas expectativas de vida asociadas normalmente a cosas que pululan sobre los arroyos de truchas en el crepúsculo.
Rincewind apartó una calavera y se sentó. Existía la posibilidad del rescate, supuso, pero sería complicado que el Ejército Rojo rescatase siquiera a un patito de goma para evitar que se ahogara. Además, aquello lo pondría de nuevo en las garras de Mariposa, que lo aterraba casi tanto como el emperador.
Solamente le quedaba tener fe en que, después de todas sus aventuras, los dioses no querían que se pudriera en una mazmorra.
No, añadió con amargura, es probable que tuvieran algo mucho más imaginativo en mente.
La poca luz que iluminaba la mazmorra entraba por una rejilla muy pequeña y tenía aspecto de ser de segunda mano. El resto del mobiliario era un montón de algo que posiblemente había sido alguna vez paja. Y había…
… alguien dando golpecitos en la pared.
Una vez, dos, tres.
Rincewind cogió la calavera y devolvió la señal.
Un golpecito de respuesta.
Lo repitió.
Luego dos golpecitos.
Los repitió.
Bueno, aquello le resultaba familiar. Comunicación sin sentido… era como estar de vuelta en la Universidad Invisible.
—Bien —dijo, y su voz arrancó ecos en la celda—. Bien. Trés prisionero. Pero ¿qué estamos diciendo?
Hubo un ruido suave de raspado y uno de los bloques de la pared salió muy despacio de su sitio y cayó en el pie de Rincewind.
—¡Aargh!
—¿Quién es un hipopótamo enorme? —preguntó la voz amortiguada de alguien.
—¿Qué?
—¿Perdón?
—¿Qué?
—¿No preguntabas por el código de los golpecitos? Es nuestra forma de comunicación entre celdas, ya ves. Un golpecito quiere decir…
—Perdón, pero ¿no nos estamos comunicando ahora?
—Sí, pero no formalmente. A los prisioneros… no se les permite… hablar… —La voz se ralentizó, como si el que hablaba acabara de recordar algo importante.
—Ah, sí-dijo Rincewind—. Me olvidaba. Esto es… Hunghung. Todo el mundo… obedece… las normas.
La voz de Rincewind se apagó también.
A ambos lados de la pared hubo un silencio largo y meditabundo.
—¿Rincewind?
—¿Dosflores?
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó Rincewind.
—¡Pudriéndome en una mazmorra!
—¡Yo también!
—¡Por todos los dioses! ¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó la voz amortiguada de Dosflores.
—¿Qué? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde cuándo?
—Pero tú… ¿por qué…?
—¡Escribiste ese maldito libro!
—¡Me pareció que sería interesante para la gente!
—¿Interesante? ¿Interesante?
—Pensé que a la gente le parecería un relato interesante de una cultura extranjera. Nunca quise causar problemas con él.
Rincewind se reclinó contra su lado de la pared. No, claro. Dosflores nunca quería causar problemas. Había gente que nunca quería. Probablemente lo último que se oiría antes de que el universo se plegara como un sombrero de papel sería a alguien decir: «¿Qué pasa si hago esto?».
—Debe de ser Sino el que te ha traído aquí —dijo Dosflores.
—Sí, es la clase de cosa que le gusta hacer —dijo Rincewind.
—¿Recuerdas los buenos ratos que pasamos?
—¿Buenos ratos? Yo debía de tener los ojos cerrados.
—¡Qué aventuras!
—Ah, eso. ¿Quieres decir colgar desde lugares elevados, ese tipo de cosas…?