Se miró las manos cubiertas de hollín.
—Caray —dijo.
Y luego anunció:
—¡Pues ya está!
Se dio la vuelta y empezó a decir: «¿Qué os ha parecido?», pero su voz se apagó cuando se hizo patente que todo el mundo estaba tumbado en el suelo.
Un pato lo miraba con recelo desde su jaula. Debido a la protección parcial que le proporcionaban los barrotes, sus plumas tenían un diseño alternativamente natural y chamuscado.
Siempre había anhelado hacer magia como aquella. Siempre había sido capaz de visualizarla perfectamente. Simplemente nunca había podido hacerla…
En el agujero abierto aparecieron varios guardias. Uno de ellos, la ferocidad de cuyo casco sugería que era un oficial, miró con expresión iracunda el boquete calcinado y luego a Rincewind.
—¿Tú has hecho esto? —preguntó.
—¡Atrás! —gritó Rincewind, ebrio de poder—. ¡Yo soy el Gran Hechicero! ¿Veis este dedo? ¡No me obliguéis a usarlo!
El oficial hizo una señal con la cabeza a dos de sus hombres.
—Apresadlo.
Rincewind dio un paso atrás.
—¡Os aviso! ¡Todo el que me ponga una mano encima se pasará el resto de su vida comiendo moscas y dando saltitos!
Los guardias avanzaron con la determinación de quien está preparado para arriesgarse a la incerteza de la magia frente a la perspectiva perfectamente nítida del castigo por desobedecer órdenes.
—¡Atrás! ¡Esto puede estallar! Muy bien, ya que me oblig…
Hizo un gesto con la mano. Chasqueó varias veces los dedos.
—Esto…
Los guardias, después de cerciorarse de que todavía conservaban su propia forma, le agarraron cada uno de un brazo.
—Puede ser de efectos retardados —aventuró, mientras lo sujetaban con más fuerza—. Por otra parte, ¿os interesaría oír un famoso aforismo? —preguntó. Le levantaron los pies del suelo—. ¿O tal vez no?
Mientras corría despistadamente en el aire, a Rincewind lo llevaron ante el oficial.
—¡De rodillas, rebelde! —gritó el oficial.
—Me gustaría, pero…
—¡Vi lo que le hiciste al capitán Cuatro Blanco Zorro!
—¿Qué? ¿A quién?
—Llevadlo… ante… el… emperador.
Mientras se lo llevaban a rastras, Rincewind vio por un breve instante que los guardias se acercaban al Ejército Rojo con las espadas centelleando…
Una placa de metal tembló un momento y luego cayó al suelo.
—¡Con cuidado!
—¡No estoy acostumbrado a tener cuidado! ¡Bruce el Huno nunca tenía cuid…!
—¡Para ya con Bruce el Huno!
—¡Que te den por córcholis a ti también!
—¿Mande?
—¿Hay alguien ahí?
Cohen asomó la cabeza fuera de la tubería. Había una sala oscura, húmeda y llena de tuberías y goteras. El agua circulaba en todas direcciones para alimentar fuentes y cisternas.
—No —dijo con voz decepcionada.
—Muy bien. Todo el mundo fuera de la tubería.
Hubo ecos de palabrotas y chirridos metálicos mientras la silla de ruedas de Hamish era introducida en el sótano largo y de techo bajo.
El señor Saveloy encendió una cerilla mientras la Horda se dispersaba y examinaba su entorno.
—Felicidades, caballeros —dijo—. Creo que estamos en palacio.
—Sí —dijo Truckle—. Hemos conquistado una jod… una amorosa tubería. ¿De qué nos va a servir?
—Podríamos violarla —dijo Caleb, esperanzado.
—Eh, esta cosa en forma de rueda gira.
—¿Qué es una tubería amorosa?
—¿Qué hace esta palanca?
—¿Mande?
—¿Y si encontramos una puerta, salimos en tromba y matamos a todo el mundo?
El señor Saveloy cerró los ojos. Había algo familiar en aquella situación, y ahora se daba cuenta de qué era. Una vez había llevado de excursión a una clase entera a la armería de la ciudad. La pierna derecha todavía le dolía en los días húmedos.
—¡No, no y no! —chilló—. ¿De qué nos serviría eso? Willie el Chaval, por favor, no tire usted de esa palanca.
—Bueno, yo al menos me sentiría mejor, eso seguro —dijo Cohen—. En todo el día no he matado nada más que a un guardia, y apenas cuentan.
—Recuerda que estamos aquí para robar, no para asesinar —dijo el señor Saveloy—. Ahora, por favor, sáquense todos ese cuero mojado y pónganse la ropa nueva.
—Esta parte no me gusta —dijo Cohen, poniéndose una camisa—. Me gusta que la gente se entere de quién era.
—Sí —dijo Willie el Chaval—. Sin nuestro cuero y nuestra cota de malla la gente creerá que somos una panda de viejos cutres.
—Exacto —dijo el señor Saveloy—. Eso es parte del subterfugio.
—¿Es como eso de la táctica? —preguntó Cohen.
—Sí.
—Muy bien, pero a mí no me gusta —dijo Vincent el Viejo—. ¿Y si ganamos? ¿Qué clase de canción van a cantar los trovadores sobre alguien que invadió una ciudad por una tubería?
—Una con mucho eco —dijo Willie el Chaval.
—No van a cantar nada de eso —dijo Cohen en tono firme—. Si le pagas bastante a un trovador, canta lo que le digas.
Un tramo de escalones húmedos daba a una puerta. El señor Saveloy ya estaba en lo alto, escuchando.
—Es verdad —dijo Caleb—. Dicen que quien paga al gaitero pide la canción.
—Pero, caballeros —dijo el señor Saveloy, con la mirada brillante—, quien le pone un cuchillo en la garganta al gaitero escribe la sinfonía.
El asesino se movía lentamente por los aposentos de lord Hong.
Era uno de los mejores del pequeño pero muy selecto gremio de Hunghung, y ciertamente no era un rebelde. No le gustaban los rebeldes. Eran invariablemente gente pobre y por tanto era poco probable que fueran clientes.
Su manera de moverse era cautelosa y poco usual. Evitaba el suelo: se sabía que lord Hong afinaba los tablones. Hacía un uso considerable de los muebles y las mamparas decorativas, y de vez en cuando también del techo.
Y al asesino se le daba muy bien. Cuando un mensajero entró en la sala por una puerta lejana él se quedó congelado un instante y luego empezó a moverse en sincronía perfecta hacia su presa, dejando que los pasos torpes del recién llegado enmascararan los suyos.
Lord Hong estaba fabricando otra espada. El doblegamiento del metal y todos los periodos tediosos pero esenciales de calentamiento y martilleo, descubrió, eran buenos conductores del pensamiento lúcido. Demasiada celebración pura era mala para la mente. A lord Hong le gustaba usar las manos a veces.
Volvió a meter la espada en el horno y accionó unas cuantas veces el fuelle.
—¿Sí? —preguntó. El mensajero, postrado boca abajo muy cerca del suelo, levantó la vista.
—Buenas noticias, señor. ¡Hemos capturado al Ejército Rojo!
—Pues sí que son buenas noticias —dijo lord Hong, observando fijamente la hoja en espera del cambio de color—. ¿Incluyendo al que llaman el Gran Hechicero?
—!Ciertamente!Pero no es tan grande, oh señor! —dijo el mensajero.
Su jovialidad se apagó cuando lord Hong levantó una ceja.
—¿De veras? Al contrario, sospecho que está en posesión de poderes inmensos y muy peligrosos.
—¡Sí, señor! No quería decir…
—Encárgate de que los encierren a todos. Y envía un mensaje al capitán Cinco Hong Hombre para que ejecute las órdenes que le he dado hoy.
—¡Sí, señor!
—¡Y ahora, ponte en pie!
El mensajero se puso de pie, temblando. Lord Hong se puso un guante grueso y cogió la empuñadura de la espada. El horno rugió.
—¡La barbilla alta, hombre!
—¡Mi señor!
—¡Ahora abre mucho los ojos!
Aquella orden era innecesaria. Lord Hong escrutó la máscara de terror, se percató del ligero movimiento, asintió y con un movimiento casi de ballet sacó la hoja chisporroteante del horno, se giró y asestó un golpe…
Hubo un grito muy breve y un siseo más bien largo.
Lord Hong dejó que el asesino cayera. Luego sacó la espada e inspeccionó la hoja humeante.
—Hum —dijo—. Interesante…
Vio al mensajero.
—¿Sigues aquí?
—¡No, mi señor!
—Asegúrate de ello.
Lord Hong dio la vuelta a la espada de forma que la luz se reflejara en ella y examinó el filo.
—Y… esto… ¿queréis que mande a unos sirvientes a recoger el… esto… cuerpo?
—¿Qué? —preguntó lord Hong, perdido en sus pensamientos.
—El cuerpo, lord Hong…
—¿Qué cuerpo? Ah, sí. Encárgate.
Las paredes estaban hermosamente decoradas. Hasta Rincewind se dio cuenta, aunque se veían borrosas de tan rápido que pasaban. Algunas tenían pájaros maravillosos pintados, o escenas de montaña, o ramilletes de follaje, con unas hojas y brotes trazados con exquisito detalle en apenas un par de pinceladas.
Leones de porcelana rugían en los pedestales de mármol. Los pasillos estaban flanqueados por jarrones más grandes que Rincewind.
Delante de los guardias se iban abriendo puertas lacadas. Rincewind era brevemente consciente de las salas enormes, decoradas y vacías a ambos lados.
Por fin cruzaron las últimas puertas y lo arrojaron a un suelo de madera.
En aquellas circunstancias, tenía comprobado, era mejor no levantar la vista.
Al final una voz imperiosa dijo:
—¿Qué tienes que decir en tu defensa, piojo miserable?
—Bueno, yo…
—¡Silencio!
Ah. O sea que iba a ser uno de esos interrogatorios.
Una voz distinta, una voz anciana, cascada y jadeante dijo:
—¿Dónde está el gran… visir?
—Se ha retirado a sus aposentos, Oh Gran Señor. Ha dicho que le dolía la cabeza.
—Hacedlo venir de… inmediato.
—Por supuesto, Oh Gran Señor.
Rincewind, con la nariz apretada contra el suelo, llevó a cabo algunas suposiciones más. Un gran visir siempre era mala señal. Por lo general quería decir que la gente iba a proponer caballos salvajes y cadenas al rojo vivo. Y cuando a la gente la llamaban cosas como «Oh Gran Señor», todo en mayúsculas, estaba bastante claro que no había posibilidad de apelación.
—Este es un… rebelde, ¿no? —La frase no fue tanto pronunciada como jadeada.
—Ciertamente, Oh Gran Señor.
—Creo que me gustaría verlo más… de cerca.
Hubo un murmullo general, que sugería que un buen número de gente se encontraba muy sorprendida, y luego un ruido de movimiento de muebles.
A Rincewind le pareció ver una manta en el borde de su campo de visión. Alguien estaba empujando una cama con ruedas por el suelo…
—Haced que se… ponga de pie. —El gorgoteo que se oyó durante la pausa fue como la última agua del baño yéndose por el desagüe. Era una aspiración tan húmeda como una ola retirándose.
De nuevo alguien dio una patada a Rincewind en los riñones, llevando a cabo la habitual petición explícita en el esperanto de la brutalidad. Se puso de pie.
Era en efecto una cama, y la más grande que Rincewind había visto nunca. En ella, envuelto en brocados y casi perdido entre las almohadas, había un anciano. Rincewind no había visto nunca a nadie con tal aspecto de enfermo. La cara era pálida, de una palidez verdosa. Se le veían las venas por debajo de la piel de las manos como gusanos en un frasco.
El emperador tenía todas las características de un cadáver, salvo, por decirlo de alguna forma, la más vital.
—Así pues… este es el nuevo Gran Hechicero del que… hemos leído tanto… ¿verdad? —preguntó.
Cuando hablaba, la gente aguardaba expectante al gorgoteo final a media frase.
—Bueno, yo… —empezó Rincewind.
—¡Silencio! —gritó un chambelán.
Rincewind se encogió de hombros.
No había sabido qué esperar de un emperador, pero la imagen mental tenía sitio para un hombre muy gordo con muchos anillos. Hablar con aquel estaba a un pelo de la nigromancia.
—¿Podéis mostrarnos algo más de… magia, Gran Hechicero?
Rincewind miró al chambelán.
—Bu…
—¡Silencio!
El emperador hizo un gesto vago con la mano, gorgoteando de esfuerzo, y le dedicó a Rincewind otra mirada inquisitiva. Rincewind decidió arriesgarse.
—Sé uno bueno —dijo—. Es un truco de desaparición.
—¿Podéis hacerlo… ahora?
—Solamente si se dejan abiertas las puertas y todo el mundo se pone de espaldas.
La expresión del emperador no cambió. La corte quedó en silencio. Luego se oyó un ruido como si estuvieran estrangulando a muchos conejitos.
El emperador se estaba riendo. En cuanto aquello quedó claro, todo el mundo empezó a reírse. Nadie consigue risas de los demás como alguien que puede mandarles a la muerte con más facilidad que ir al lavabo.
—¿Qué vamos a hacer… contigo? —preguntó—. ¿Dónde está el… gran… visir?
La multitud se abrió.
Rincewind se arriesgó a mirar de reojo. En cuanto uno estaba en manos de un gran visir, estaba muerto. Los grandes visires siempre eran megalómanos maquinadores. Probablemente estaba en el perfil del trabajo: «¿Es usted un loco traicionero, conspirador y taimado? Ah, bien, entonces puede usted ser mi ministro de más confianza».
—Ah, lord… Hong —dijo el emperador.
—¿Piedad? —sugirió Rincewind.
—¡Silencio! —gritó el chambelán.
—Decidme, lord… Hong —dijo el anciano emperador—, ¿cuál sería el castigo para un… extranjero… que entra en la Ciudad Prohibida?