Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—¡Sabes que no puedo hacerlo!

—El Maestro dijo que estabas lleno de recursos.

—¡No tengo magia suficiente para hacer un agujero en una pared!

—Estoy segura de que se te ocurrirá algo. Y… ¿Gran Hechicero?

—Sí, ¿qué?

—Perla Favorita, la niña del conejo de juguete…

—¿Sí?

—La unidad es lo único que tiene en el mundo. Lo mismo les pasa a muchos de los demás. Cuando luchan los señores de la guerra, muere mucha gente. Padres y madres. ¿Lo entiendes? Yo fui una de las primeras en leer Lo que hice en mis vacaciones, Gran Hechicero, y lo que yo vi en el libro fue a un tonto de remate que por alguna razón siempre tenía suerte. Gran Hechicero… espero por el bien de todos que tengas muchísima suerte. Sobre todo por el tuyo.

Las fuentes tintineaban en los patios del Emperador del Sol. Los pavos reales titaban su llamada, un ruido que suena como algo que no debería ser tan hermoso. Los árboles ornamentales proyectaban sus sombras como solamente ellos sabían hacerlo: ornamentalmente.

Los jardines ocupaban el corazón de la ciudad y desde ellos alcanzaba a escucharse el ruido del exterior, aunque amortiguado por la paja que echaban a diario en las calles más cercanas y también porque cualquier ruido considerado demasiado fuerte le supondría a su emisor una estancia breve en la cárcel.

De todos los jardines, el más agradable estéticamente era el diseñado por el primer emperador, Un Espejo de Sol. Estaba hecho en su totalidad de grava y piedras, pero todo artísticamente rastrillado y dispuesto como si lo hubiera creado un torrente montañoso con un sentido artístico muy refinado. Era allí donde Un Espejo de Sol, en cuyo reinado se había unificado el Imperio y se había construido la Gran Muralla, iba a refrescarse el alma y a morar en la unidad esencial de todas las cosas, mientras bebía vino usando como copa el cráneo de algún enemigo o posiblemente de algún jardinero demasiado torpe con el rastrillo.

En el momento presente el jardín estaba ocupado por Dos Pequeño Wang, el maestro de protocolo, que iba por allí porque pensaba que le hacía bien a los nervios.

Tal vez fuera el número dos, se decía siempre a sí mismo. Era un número de nacimiento gafado. Llamarse Pequeño Wang no era más que un detalle de falta de cortesía, una especie de cagada menor de gaviota después del gran montón de excremento de búfalo que el Cielo le había pegado a su horóscopo. Aunque tenía que admitir que no había mejorado en nada las cosas al aceptar convertirse en maestro de protocolo.

En su momento había parecido muy buena idea. Había ido ascendiendo gradualmente por el funcionariado agateo dominando las artes esenciales a la práctica del buen gobierno y la buena administración (como por ejemplo la caligrafía, el origami, los arreglos florales y las Cinco Formas Maravillosas de poesía). Había cumplido obedientemente las tareas que se le habían asignado y apenas se había dado cuenta de que ya no había tantos miembros del alto funcionariado como antes, hasta que un día un montón de altos mandarines —la mayoría de ellos mucho más altos que él, se le ocurrió más tarde— habían acudido a él mientras estaba buscando una buena rima para «flor de azahar» y le habían felicitado por ser el nuevo maestro.

De aquello hacía tres meses.

Y de todas las cosas que se le habían ocurrido en aquellos tres meses la más vergonzosa era la siguiente: que había llegado a creer que el Emperador del Sol no era realmente el Señor del Paraíso, el Pilar del Cielo y el Gran Río de las Bendiciones, sino un loco malvado cuya muerte se estaba postergando demasiado tiempo.

Era una idea horrible. Era como odiar la maternidad y el pescado crudo, o plantear objeciones a la luz del sol. La mayoría de la gente desarrollaba su conciencia social de joven, durante ese breve periodo entre dejar de estudiar y decidir que la injusticia no es necesariamente mala siempre, y resultaba más bien un shock descubrírsela de repente a los sesenta años.

No es que estuviera en contra de las Leyes Doradas. Tenía sentido que a un hombre proclive a robar le cortaran las manos. Eso le impedía volver a robar y de esa forma mancharse el alma.

A un campesino que no podía pagar sus impuestos había que ejecutarlo, a fin de evitar que cayera en las tentaciones de la pereza y el desorden público. Y como el Imperio había sido creado por el Cielo como el único mundo verdadero de los seres humanos y todo lo que había fuera del mismo era una tierra de fantasmas, resultaba más que pertinente ejecutar a quienes cuestionaran tal situación.

Y sin embargo le parecía que no estaba bien reírse con alegría al hacerlo. No era agradable que tuvieran que pasar aquellas cosas, solamente era necesario.

De algún sitio lejano llegaron los gritos. El emperador estaba jugando otra vez al ajedrez. Prefería usar piezas vivas.

A Dos Pequeño Wang le pesaba el conocimiento. Había habido tiempos mejores. Ahora lo sabía. Las cosas no habían sido siempre así. Los emperadores del pasado no eran payasos crueles, alrededor de los cuales uno estaba tan seguro como en unas arenas movedizas en temporada de cocodrilos. No siempre había habido una guerra civil cada vez que moría un emperador. Antes los señores de la guerra no gobernaban el país. La gente tenía derechos además de obligaciones.

Y luego un día se había cuestionado la sucesión y se había iniciado una guerra y desde entonces parecía que nada iba bien.

Pronto, si había suerte, el emperador moriría. No había duda de que estaban construyendo un Infierno especial para él. Habría las batallas de costumbre y luego un emperador nuevo y, si tenía mucha suerte, Dos Pequeño Wang sería decapitado, que era lo que solía pasarle a la gente que había ascendido a un alto cargo bajo un gobernante previo. Pero aquello era bastante razonable para los estándares modernos, ya que últimamente era posible que lo decapitaran a uno por interrumpir los pensamientos del emperador o por estar de pie en el sitio equivocado.

Llegado aquel punto, Dos Pequeño Wang oyó fantasmas.

Parecían estar justo debajo de sus pies.

Hablaban en un idioma extraño, de forma que para Dos pequeño Wang su habla no eran más que ruidos, que sonaban así:

¿Dónde demonios estamos?

Debajo del palacio, estoy seguro. Busque otra tapa de alcantarilla en el techo…

¿Mande?

¡Estoy harto de empujar esta maldita silla de ruedas!

Yo después de esto me lavo los pies, os lo digo.

¿Esto te parece manera de entrar en una ciudad? ¿Esto te parece manera de entrar en una ciudad? ¿Con agua hasta la cintura? ¡Nunca entramos así en ninguna… tonta… ciudad, cuando yo cabalgaba con Bruce el Huno! ¡Uno entra en una… amorosa… ciudad arrasándola con un millar de jinetes, así es como se toma una ciudad…!

Sí, pero en esta cañería no cabrían.

Los ruidos tenían una sonoridad hueca y retumbante. Con una especie de fascinación perpleja Dos Pequeño Wang los fue siguiendo, caminando sobre la grava manicurada de una forma irreflexiva que le habría reportado una extracción inmediata de la lengua por parte de su anterior amante de la paz y la tranquilidad.

¿Podemos darnos prisa, por favor? Me gustaría que estuviéramos fuera de aquí cuando estalle el caldero, y la verdad es que no he tenido mucho tiempo para experimentar con las mechas.

Sigo sin entender lo del caldero, Profe.

Confío en que todos esos petardos abran un agujero en la muralla.

¡Bien! ¿Entonces por qué no estamos allí? ¿Por qué estamos en esta tubería?

Porque todos los guardias saldrán corriendo a ver qué ha sido esa explosión.

¡Bien! Entonces deberíamos estar allí.

¡No! Tenemos que estar aquí, Cohen. La palabra clave es señuelo. Es… más civilizado así.

Dos Pequeño Wang pegó la oreja al suelo.

¿ Cuál dijiste que era el castigo por entrar en la Ciudad Prohibida, Profe?

Creo que es algo semejante a colgar, jamerdar y cuartear. Así que, ¿ven ustedes? Sería buena idea que…

Se oyó un chapoteo muy débil.

¿Cómo se jamierda a alguien?

Creo que te sacan las tripas y te las enseñan.

¿Para qué?

Pues no lo sé. Supongo que para ver si las reconoces.

¿Cómo? ¿En plan «sí, esos son mis riñones, sí, ese es mi desayuno»?

¿ Y cómo te cuartean? O sea, ¿te sacan los cuartos?

Creo que no, a juzgar por el contexto.

Durante un momento no se oyó nada más que el chapoteo de seis pares de pies y el chirrido de algo que sonaba como una rueda.

Bueno, ¿y cómo te cuelgan?

¿Perdón?

Jo, jo, jo… Lo siento, lo siento.

Dos Pequeño Wang tropezó con un bonsái de doscientos años y se dio de cabeza contra una rosa elegida por su serenidad fundamental. Cuando recuperó el sentido, unos segundos más tarde, las voces ya no estaban. Si es que habían existido alguna vez.

Fantasmas. Últimamente había muchos fantasmas. A Dos Pequeño Wang le gustaría tener algunos petardos que tirar a su alrededor.

Ser el maestro de protocolo era todavía peor que intentar encontrar una rima para «flor de azahar».

Los callejones de Hunghung estaban iluminados con antorchas. Con el Ejército Rojo charlando y siguiéndolo, Rincewind deambuló hasta la muralla de la Ciudad Prohibida.

Nadie sabía mejor que Rincewind que era totalmente incapaz de hacer magia verdadera. Solo había conseguido hacerla por accidente.

Así que tenía claro que si agitaba una mano y decía unas cuantas palabras mágicas, lo más probable era que la muralla se volviera un poquito menos llena de agujeros que ahora.

Era una lástima decepcionar a Flor de Loto, con aquel cuerpo que hacía pensar a Rincewind en una bandeja de patatas fritas onduladas, pero ya era hora de que la chica aprendiera que no se podía confiar en los magos.

Y luego podría marcharse. ¿Qué podría hacerle Mariposa si lo intentaba y fracasaba? Y para su gran sorpresa, se descubrió a sí mismo confiando en poder meterle de pasada el dedo en el ojo a Hierba al marcharse. Le asombraba que los demás no vieran la clase de persona que era.

Aquella parte de la muralla estaba entre dos puertas. La vida de Hunghung se estrellaba contra ella como un mar fangoso. Estaba abarrotada de puestos de comerciantes y tenderetes. Rincewind siempre había creído que los ciudadanos de Ankh-Morpork pasaban la vida en la calle, pero comparados con los hunghungueses eran agorafóbicos. Los funerales (con sus petardos asociados), las celebraciones de bodas y las ceremonias religiosas pasaban junto a (y se entremezclaban con) las actividades normales del mercado, como la matanza de ganado estilo libre y el campeonato mundial de discusiones.

Hierba señaló un trozo vacío de muralla donde había leña amontonada.

—Allí mismo, Gran Hechicero —dijo en tono de burla—. No os agotéis indebidamente. Con un pequeño agujero será suficiente.

—¡Pero si hay cientos de personas alrededor!

—¿Y eso es un problema para tan grandioso hechicero? ¿O es que no podéis hacerlo si hay gente mirando?

—No me cabe duda de que el Gran Hechicero nos asombrará —dijo Mariposa.

—¡Cuando la gente vea el poder del Gran Hechicero hablarán de él por siempre! —dijo Flor de Loto.

—Es probable —murmuró Rincewind.

La unidad dejó de hablar, aunque solamente era posible darse cuenta viendo que tenían las bocas cerradas. El hueco dejado por su silencio se llenó de inmediato con el barullo del mercado.

Rincewind se remangó la túnica.

Ni siquiera estaba seguro de que hubiera un hechizo para volar cosas…

Hizo un gesto vago con la mano.

—Os aconsejo a todos que os apartéis —dijo Hierba con una sonrisa desagradable.

¿Quanti canicula illa in fenestre? —dijo Rincewind— Esto…

Miró desesperadamente la muralla y, con esa percepción intensificada que sobreviene a quienes están en el límite del terror, vio un caldero medio escondido entre la leña. Parecía llevar un cordelito encendido incorporado al mismo.

—Esto… —dijo—. Creo que hay…

—Algún problema? —preguntó Hierba en tono malvado.

Rincewind cuadró los hombros.

—… —dijo.

Se oyó un ruido como de un merengue aterrizando suavemente en un plato y todo lo que tenía delante se puso blanco.

Luego el blanco se volvió rojo, con vetas negras, y un estruendo terrible le dio sendos bofetones en las orejas.

Un trozo de algo resplandeciente en forma de media luna le segó la punta del sombrero y se incrustó en la casa más cercana, que se incendió.

Hubo un fuerte olor a cejas quemadas.

Cuando los escombros dejaron de moverse Rincewind vio un boquete enorme en la muralla. Alrededor del mismo, el enladrillado, convertido en cerámica al rojo vivo, empezaba a enfriarse con un ruido que sonaba como glinca-glinca.

Autore(a)s: