Rincewind le dedicó una sonrisa enfermiza.
—La verdad —dijo— es que no soy tan, tan grande. Soy un poquito grande —añadió a toda prisa, mientras Mariposa empezaba a fruncir el ceño—, pero no muy grande…
—Las escrituras del Maestro dicen que derrotaste a muchos encantadores poderosos y que triunfaste lleno de decisión en las situaciones más peligrosas.
Rincewind asintió con expresión fúnebre. Venía a ser verdad. Pero la mayor parte del tiempo no había tenido intención de hacerlo. Y por su parte la Ciudad Prohibida tenía un aspecto… bueno… prohibido. No parecía hospitalaria. No parecía que vendiera postales. El único souvenir que era probable que te dieran serían, tal vez, tus dientes. En una bolsita.
—Esto… Supongo que ese tal Bueyes está en una mazmorra profunda, ¿verdad?
—La más profunda —dijo Dos Fuego Hierba.
—Y… nunca habéis vuelto a ver a nadie que haya caído prisionero, ¿verdad?
—Hemos visto trozos de ellos —dijo Flor de Loto.
—Normalmente sus cabezas —dijo Dos Fuego Hierba—. En las estacas de encima de las puertas.
—Pero no la de Tres Bueyes Uncidos —dijo Flor de Loto en tono firme—. ¡Ha hablado el Gran Hechicero!
—La verdad, no estoy seguro de haber dicho…
—Habéis hablado —dijo Mariposa con firmeza.
A medida que Rincewind se acostumbraba a la oscuridad se fue dando cuenta de que estaba en alguna clase de almacén o bodega. Le llegaban los ruidos de la ciudad, más bien amortiguados, por unas rejillas en las paredes, situadas cerca del techo. El lugar estaba medio lleno de barriles y fardos, y en cada uno de ellos había alguien apoyado. La sala estaba abarrotada.
Todos lo observaban con expresión de atención fascinada, pero eso no era lo único que tenían en común.
Rincewind se dio la vuelta.
—¿Quiénes son todos estos niños? —preguntó.
—Esta —dijo Flor de Loto— es la unidad hunghunguesa del Ejército Rojo.
Dos Fuego Hierba soltó un soplido de burla.
—¿Por qué se lo has dicho? Ahora tendremos que matarlo.
—¡Pero si son muy jóvenes!
—Tal vez carezcan del privilegio de la edad —dijo Dos Fuego Hierba—, pero son ancianos en materia de coraje y honor.
—¿Y expertos en la lucha? —dijo Rincewind, acalorado—. Los guardias que yo he visto no parecen gente maja. Esto… ¿por lo menos tenéis armas de alguna clase?
—¡Arrancaremos las armas que necesitemos de las manos de nuestros enemigos! —dijo Dos Fuego Hierba. Se elevó un clamor.
—¿En serio? ¿Y cómo haréis que las suelten llegado el momento? —preguntó Rincewind. Señaló a una niña muy pequeña, que se apartó de su dedo como si fuera un arma cargada. Aparentaba unos siete años y tenía un conejo de juguete en las manos—. ¿Cómo te llamas?
—¡Una Perla Favorita, Gran Hechicero!
—¿Y qué haces en el Ejército Rojo?
—¡He ganado una medalla por pegar cartelez, Gran Hechicero!
—¿Qué…? ¿Del estilo de «Que Por Favor Les Pasen Cosas Un Poco Malas a Nuestros Enemigos»? ¿Ese tipo de cosas?
—Ezto… —dijo la niña, mirando implorante a Mariposa.
—No nos resulta nada fácil rebelarnos —dijo la chica mayor—. No tenemos… experiencia.
—Bueno, estoy aquí para deciros que la forma de hacerlo no es cantar canciones y pegar carteles y luchar con las manos desnudas das —dijo Rincewind—. No cuando os enfrentáis a gente de verdad con armas de verdad. Vosotros… —Su voz se fue apagando cuando se dio cuenta de que había cien pares de ojos que lo miraban fijamente y doscientas orejas que lo escuchaban con atención.
Repitió sus palabras en la caja de resonancia de su mente. Había dicho: «Estoy aquí para deciros…». Extendió las manos y las agitó con aire frenético.
—… es decir, no me corresponde a mí deciros nada —dijo.
—Correcto —dijo Dos Fuego Hierba—. Venceremos porque tenemos la Historia de nuestro lado.
—Venceremos porque el Gran Hechicero está de nuestro lado —dijo Mariposa en tono cortante.
—¡Os diré una cosa! —gritó Rincewind—. ¡Mejor confiar en mí que en la Historia! ¡Oh, mierda! ¿Acabo de decir eso?
—Entonces ¿ayudaréis a Tres Bueyes Uncidos? —preguntó Mariposa.
—¡Por favor! —suplicó Flor de Loto.
Rincewind se la quedó mirando. Y miró las lágrimas que tenía en los rabillos de los ojos, y a aquel puñado de críos sobrecogidos que creían realmente que se podía vencer a un ejército cantando canciones alentadoras.
Solamente podía hacer una cosa, ahora que lo pensaba bien.
Podía seguirles el juego de momento y poner pies en polvorosa a la primera oportunidad. La cólera de Mariposa era mala, pero una estaca era una estaca. Por supuesto, durante un tiempo se sentiría un poco canalla, pero de eso mismo se trataba. Se sentiría un canalla pero no sentiría la estaca.
El mundo ya tenía héroes de sobra y no necesitaba otro. Sin embargo, en el mundo solamente había un Rincewind y él era responsable ante el mundo de mantenerlo con vida durante todo el tiempo posible.
Había una posada. Había un patio. Había un corral para los Equipajes.
Había baúles de viaje grandes, lo bastante grandes como para transportar las necesidades de una familia entera durante dos semanas. Había estuches para muestrarios de mercaderes, simples cajas cuadradas con piernas toscas. Había bolsas elegantes para viajes de una sola noche.
Se revolvían ociosamente en su corral. De cuando en cuando se oía el traqueteo de un asa o el chirrido de una bisagra, y un par de veces el golpe de una tapa al cerrarse y el bonc-bonc-bonc de otros cofres intentando apartarse del medio.
Había tres baúles grandes y cubiertos de cuero remachado. Parecían de esa clase de accesorios de viaje que pasan el rato delante de los hoteles baratos y hacen comentarios sugerentes a los bolsos de mano.
El objeto de su atención era un baúl más bien pequeño con incrustaciones en la tapa y unos pies delicados. Se había retirado a un rincón, tan a resguardo como podía.
Una tapa grande con pinchos se abrió un par de veces mientras el más grande de los baúles se acercaba.
El baúl más pequeño se había retirado tanto al rincón que sus piernas de atrás estaban intentando trepar la verja del corral.
Se oyó un ruido de pies corriendo al otro lado de la pared del patio. El ruido se acercó y luego se paró de repente.
Entonces se oyó un tañido como el que causaría un objeto al aterrizar en el techo recio de un carruaje.
Por un momento, con la luna naciente de fondo, se vio una figura que daba una lenta voltereta en el aire vespertino.
Aterrizó pesadamente delante de los tres baúles grandes, se irguió con un saltito y cargó.
Al cabo de un rato varios viajeros salieron a la noche, pero para entonces ya había piezas de ropa desperdigadas y pisoteadas por todo el patio. En el tejado descubrieron tres baúles negros, aporreados y llenos de melladuras, los tres escarbando en las tejas y golpeando a los demás en un esfuerzo por subir más arriba que nadie. Otros habían sido presa del pánico, habían echado abajo la pared y se habían marchado campo a través.
Al final los encontraron a todos salvo a uno.
Los miembros de la Horda se sentían bastante orgullosos de sí mismos cuando se sentaron a cenar. Más bien actuaban, pensó el señor Saveloy, como chicos a los que acabaran de darles sus primeros pantalones largos.
Y así era. Cada hombre llevaba unos pantalones anchos e idénticos además de una túnica larga y gris.
—Hemos ido de compras, nada menos —dijo Caleb con orgullo—. Hemos pagado las cosas con dinero. Vamos vestidos como la gente civilizada.
—Ciertamente —dijo el señor Saveloy en tono indulgente. Confiaba en que pudieran pasar por aquello sin que la Horda descubriera de qué clase de gente civilizada iban vestidos. Tal como estaban las cosas, las barbas eran un problema. La clase de gente que llevaba aquella clase de ropa en la Ciudad Prohibida no solía tener barba. Era célebre precisamente por no tenerla. En realidad, era todavía más célebre por no tener otras cosas pero, como una especie de resultado de esa carencia, también por no tener barba.
Cohen cambió de postura.
—Pica —dijo—. ¿Esto son pantalones, entonces? No los había llevado nunca. Ni tampoco la camisa. ¿Para qué sirve una camisa que no sea de cota de malla?
—Pero lo hemos hecho muy bien —dijo Caleb. Incluso se había afeitado, obligando al barbero, por primera vez en su carrera, a usar un cincel. No paraba de frotarse la barbilla desnuda y rosada como la de un bebé.
—Sí, estamos muy civilizados —dijo Vincent.
—Menos en la parte donde le pegaste fuego a aquel tendero —dijo Willie el Chaval.
—Naaa. Solamente le pegué fuego un poquito.
—¿Mande?
—¿Profe?
—¿Sí, Cohen?
—¿Por qué le dijiste a aquel comerciante de fuegos artificiales que toda la gente a la que conocías se había muerto de repente?
El señor Saveloy dio unos golpecitos con el pie al paquete grande que estaba debajo de la mesa, junto a un caldero nuevecito.
—Para que no sospechara de mi compra —dijo.
—¿Cinco mil petardos?
—¿Mande?
—Bueno —dijo el señor Saveloy—. ¿Les he contado alguna vez que después de enseñar geografía en el Gremio de Asesinos y en el Gremio de Fontaneros lo hice durante unos trimestres en el Gremio de Alquimistas?
—¿Alquimistas? Todos unos chiflados —dijo Truckle.
—Pero les gusta la geografía —dijo el señor Saveloy—. Supongo que necesitan saber dónde han aterrizado. Coman bien, caballeros. Puede ser una noche larga.
—¿Qué es esta comida? —preguntó Truckle, pinchando algo con su palillo.
—Esto… Chow —dijo el señor Saveloy.
—Sí, ¿pero qué es eso?
—Chow. Un tipo de… ejem… perro.
La Horda lo miró.
—No tiene nada de malo —dijo a toda prisa, con la sinceridad de un hombre que había pedido brotes de bambú y tofu para él.
—Yo he comido de todo —dijo Truckle—. Pero no voy a comer perro. Tuve un perro una vez. Rover.
—Ah, sí —dijo Cohen—. Aquel que tenía un collar de pinchos, ¿no? ¿El que comía gente?
—Di lo que quieras, para mí era un amigo —dijo Truckle, apartando la carne de delante de él.
—Pues para todos los demás era una muerte rabiosa. Yo me como el tuyo. Pídele un plato de pollo, Profe.
—Una vez me comí a un hombre —murmuró Hamish el Loco—. En un asedio.
—¿Te comiste a una persona? —preguntó el señor Saveloy, haciendo una seña al camarero.
—Una pierna nada más.
—¡Qué horror!
—No si le pones mostaza.
Justo cuando pensaba que empezaba a conocerlos, meditó el señor Saveloy…
Cogió su vaso de vino. Los miembros de la Horda cogieron también sus vasos y lo observaron con atención.
—Un brindis, caballeros —dijo—. Y recordad lo que os dije sobre no beber de golpe. Beber de golpe solamente sirve para mojarse las orejas. Dad un sorbo nada más. ¡Por la Civilización!
Los miembros de la Horda añadieron sus brindis respectivos.
—«¡ Pcharn’kov!»[22]
—«¡Túmbense en el suelo y nadie saldrá herido!»
—«¡Ojalá vivas en pantalones interesantes!»
—¿Cuál es la palabra mágica? ¡Dame!
—«¡Muerte a la mayoría de los tiranos!»
—¿Mande?
—Las paredes de la Ciudad Prohibida tienen doce metros de alto —dijo Mariposa—. Y las puertas son de metal. Hay cientos de guardias. Pero por supuesto, tenemos al Gran Hechicero.
—¿A quién?
—A vos.
—Lo siento, ya me estaba olvidando.
—Sí-dijo Mariposa, mirando lentamente a Rincewind con expresión apreciativa. Rincewind recordaba que sus tutores lo miraban de la misma forma cuando sacaba buenas notas en algún examen tipo test simplemente contestando al azar.
Se apresuró a bajar la vista hacia los garabatos a carboncillo que había hecho Flor de Loto.
Cohen sabría qué hacer, pensó. A él le bastaría con abrirse paso a base de tajos. Nunca se le pasaría por la cabeza tener miedo ni preocuparse. Era la clase de hombre que hacía falta en situaciones como aquella.
—Sin duda tenéis hechizos mágicos que pueden abatir las murallas —dijo Flor de Loto.
Rincewind se preguntó qué le harían cuando resultara que no podía. No mucho, pensó, si ya estoy corriendo. Por supuesto, maldecirían su memoria y lo insultarían, pero a eso ya estaba acostumbrado. «Palos y piedras romperán mis huesos», pensó. Tenía la vaga certeza de que el refrán tenía una segunda parte, pero nunca se había molestado en aprenderla porque la primera siempre ocupaba toda su atención.
Incluso el Equipaje lo había abandonado. Aquella era una ventaja menor, pero echaba de menos aquel ruido de piececillos…
—Antes de empezar —dijo—, creo que deberíais cantar una canción revolucionaria.
A la unidad le gustó la idea. Mientras estaban ocupados cantando, Rincewind fue con sigilo hasta Mariposa, que le dedicó una sonrisa cómplice.