—Veamos, allí hay una ancianita que vende patos —dijo el señor Saveloy—. Creo que la fase siguiente… Señor Willie, yo no estoy allí, estoy seguro de que, sea lo que sea que está mirando, es muy interesante, pero por favor preste atención… La fase siguiente es practicar nuestro dominio de la interacción social.
—Jo, jo, jo —dijo Caleb el Destripador.
—Quiero decir, señor Destripador, que tendría usted que ir y preguntarle cuánto cuesta un pato —dijo el señor Saveloy.
—Jo, jo, jo… ¿qué?
—Y no debe arrancarle toda la ropa. Eso no es civilizado.
Caleb se rascó la cabeza. Cayó una lluvia de escamas.
—Vaya, ¿pues qué hago entonces?
—Esto… darle conversación.
—¿Eh? ¿De qué se puede hablar con una mujer?
El señor Saveloy volvió a dudar. Hasta cierto punto aquello también era territorio desconocido para él. Su experiencia con las mujeres en su última escuela se había limitado a alguna charla ocasional con el ama de llaves, y en una ocasión la matrona le había dejado ponerle la mano sobre la rodilla. Tuvo que cumplir los cuarenta antes de descubrir que el sexo oral no significaba hablar de ello. Las mujeres siempre le habían resultado criaturas extrañas y distantes y maravillosas en lugar de, tal como creían todos y cada uno de los miembros de la Horda, algo que hacer. El asunto le estaba costando un poco.
—¿Del tiempo? —aventuró. Su memoria añadió recuerdos vagos de la conversación básica de la tía soltera que lo había criado—. ¿De la salud de ella? ¿Del problema con los jóvenes de hoy en día?
—¿Y luego le arranco la ropa?
—Es posible. Al cabo de un rato. Si ella quiere. Podría recordarle la discusión que tuvimos el otro día sobre darse baños con regularidad —o por lo menos, bañarse aunque fuera una vez, añadió para sí mismo— y prestar atención a las uñas y el pelo y cambiarse de ropa más a menudo.
—Esto es cuero —dijo Caleb—. No hay que cambiarlo, tarda años en pudrirse.
El señor Saveloy reajustó una vez más su perspectiva. Había pensado que la civilización podía superponerse a la Horda como una capa de barniz. Se había equivocado.
Pero lo más gracioso —meditó, mientras la Horda contemplaba los dolorosos intentos de conversación con una representante de la mitad de la humanidad mundial— era que, a pesar de estar lo más lejos posible de la clase de gente con la que se solía mezclar en las salas de profesores, o tal vez por estar lo más lejos posible de la clase de gente con la que se solían mezclar en las salas de profesores, la verdad era que le caían bien. Todos ellos veían los libros bien como accesorios de retrete o como instrumento portátil para encender fuegos, y creían que la higiene era una parte de la anatomía femenina. Y sin embargo eran honrados (desde su punto de vista especial) y decentes (desde su punto de vista especial) y veían el mundo como algo enormemente simple. Robaban a los mercaderes ricos, en los templos y a los reyes. No robaban a la gente pobre, y no porque hubiera nada virtuoso en la gente pobre, sino porque los pobres no tenían dinero.
Y aunque no se proponían darle el dinero a los pobres, eso era en definitiva lo que hacían (si uno aceptaba que el colectivo de los pobres se componía de posaderos, damas de virtud negociable, raterillos, jugadores y parásitos en general), porque aunque llevaban a cabo grandes gestas para robar el dinero, una vez robado tenían tanto control sobre el cómo un hombre que intentara pastorear gatos. El dinero existía para gastarlo y perderlo. Así que ellos lo mantenían en circulación, algo siempre digno de elogio en cualquier sociedad.
Nunca se preocupaban de lo que pensara el resto de la gente. El señor Saveloy, que se había pasado la vida preocupado por lo que pensaran los demás y a quien como resultado habían dejado siempre de lado en los ascensos y en general lo habían tratado siempre como a un mueble, encontraba aquello extrañamente atractivo. Tampoco se angustiaban por nada ni se preguntaban si estaban haciendo lo correcto. Y se lo pasaban en grande. Tenían honor a su manera. Le gustaba la Horda. No eran su tipo de gente.
Caleb regresó con aspecto inusualmente meditabundo.
—¡Felicidades, señor Destripador! —dijo el señor Saveloy, un gran creyente en la actitud positiva de apoyo—. Parece que ella todavía lleva toda la ropa.
—Sí, ¿qué te ha dicho? —preguntó Willie el Chaval.
—Me ha sonreído —dijo Caleb. Se rascó la barba mugrienta con aire intranquilo—. Bueno, un poco —añadió.
—Bien —dijo el señor Saveloy.
—Me ha… esto… me ha dicho… que… no le importaría verme… más tarde…
—¡Bien!
—Esto… ¿Profe? ¿Qué es un afeitado?
Saveloy se lo explicó.
Caleb escuchó con atención, haciendo una mueca de vez en cuando. En alguna ocasión se volvió para mirar a la vendedora de patos, que lo saludó con la mano.
—¡Coñe! —dijo—. Esto… No sé. —Se volvió a girar—. Nunca había visto a una mujer que no estuviera corriendo.
—Oh, las mujeres son como ciervos —dijo Cohen en tono altanero—. Uno no puede cargar sin más, hay que acecharlas bien…
—Jo, jo, j… Lo siento —dijo Caleb al ver la mirada severa del señor Saveloy.
—Creo que tal vez deberíamos terminar la lección aquí —dijo el señor Saveloy—. Tampoco conviene que los civilicemos a ustedes demasiado, ¿verdad…? Sugiero que demos un paseo alrededor de la Ciudad Prohibida, ¿de acuerdo?
Todos la habían visto. Dominaba el centro de Hunghung. Sus murallas medían doce metros de alto.
—Hay un montón de soldados guardando las puertas —dijo Cohen.
—Y con razón. Dentro hay un gran tesoro —dijo el señor Saveloy. Pero no levantó la vista. Parecía mirar el suelo con atención, como si buscara algo que había perdido.
—¿Por qué no cargamos sin más y matamos a los guardias? —preguntó Caleb. Todavía se sentía un poco agitado.
—¿Mande?
—No seas tonto —dijo Cohen—. Tardaríamos todo el día. Además —añadió, sintiéndose un poco orgulloso a pesar de sí mismo—, Profe nos va a enseñar a entrar subidos a un aguadulto invisible, ¿verdad, Profe?
El señor Saveloy se detuvo.
—Ah. Eureka —dijo.
—Eso es efebio, ya lo creo —le dijo Cohen a la Horda—. Quiere decir «Dame una toalla».
—Sí, sí —dijo Caleb, que había estado intentando disimuladamente desenredarse la barba—. ¿Y cuándo has estado tú en Efebia?
—Fui a cazar recompensas una vez.
—¿La recompensa por quién?
—Creo que la tuya.
—¡Ja! ¿Y me encontraste?
—No sé. Echa la cabeza para adelante a ver si se te cae.
—Ah. Caballeros… Observen…
El señor Saveloy estaba hurgando con su sandalia ortopédica en un cuadrado metálico ornamental del suelo.
—¿Que observemos qué? —preguntó Truckle.
—¿Mande?
—Tendríamos que buscar más cosas como esta —dijo el señor Saveloy—. Pero creo que ya lo tenemos. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que anochezca.
Se estaba librando una discusión. Lo único que Rincewind podía distinguir eran las voces. Le habían tapado otra vez la cabeza con un saco y además estaba atado a una columna.
—¿Acaso os parece un Gran Hechicero?
—Eso dice su sombrero en el idioma de los fantasmas…
—¡Eso dices tú!
—¿Y qué pasa con el testimonio de Cuatro Gran Sandalia?
—Estaba bajo mucha presión. ¡Lo podría haber imaginado!
—¡No lo imaginé! ¡Apareció en medio del aire, volando como un dragón! Derribó a cinco soldados. Y Tres Máxima Suerte también lo vio. Y los demás. ¡Y luego liberó a un hombre anciano y lo convirtió en un gran guerrero!
—Y habla nuestro idioma. Tal como dice en el libro.
—Muy bien. Suponiendo que sea de verdad el Gran Hechicero, ¡entonces tendríamos que matarlo sin demora!
En la oscuridad de su saco, Rincewind negó furiosamente con la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque estará del lado del emperador.
—¡Pero la leyenda dice que el Gran Hechicero lideró al Ejército Rojo!
—Sí, al servicio del emperador Un Espejo de Sol. ¡Aplastó al pueblo!
—¡No, aplastó a todos los jefes de los bandidos! ¡Y luego levantó el Imperio!
—¿Y? ¿Es que el Imperio es tan maravilloso? ¡Desaparición Prematura de las Fuerzas de la Opresión!
—¡Pero ahora el Ejército Rojo está al servicio del pueblo! ¡Avance Máximo con el Gran Hechicero!
—¡El Gran Hechicero es el Enemigo del Pueblo!
—¡Yo lo vi, os lo juro! ¡Una legión de soldados fue derribada por los vientos de su tránsito!
Los vientos de su tránsito estaban empezando a preocupar también a Rincewind. Siempre le pasaba cuando estaba aterrado.
—Si es un hechicero tan grande, ¿por qué sigue atado? ¿Por qué no ha hecho desaparecer sus ataduras en medio de una nube de humo verde?
—Tal vez se está reservando la magia para hazañas todavía más poderosas. No haría trucos con petardos para unas lombrices de tierra.
—¡Ja!
—¡Y tenía el Libro! ¡Nos estaba buscando a nosotros! ¡Es su destino liderar al Ejército Rojo.
Negación, negación, negación.
—¡Podemos liderarnos a nosotros mismos!
Asentimiento, asentimiento, asentimiento.
—¡No necesitamos ningún Gran Hechicero sospechoso de un lugar imaginario!
Asentimiento, asentimiento, asentimiento.
—Así pues, ¡tendríamos que matarlo ahora mismo!
Asentimiento, asen… Negación-negación-negación.
—Ja! ¡Se está mofando de ti! ¡Está esperando para hacerte explotar la cabeza con serpientes de fuego!
Negación, negación, negación.
—¿Sabéis que mientras discutimos aquí están torturando a Tres Bueyes Uncidos?
—¡El Ejército del Pueblo es más importante que sus individuos, Flor de Loto!
Dentro del saco fétido Rincewind hizo una mueca. Ya estaba empezando a sentir antipatía por la primera persona que había hablado, tal como ocurre naturalmente hacia la gente que insiste en que te maten sin demora. Pero cuando esa clase de persona empezaba a decir que las cosas eran más importantes que la gente, uno sabía que estaba metido en graves apuros.
—Estoy segura de que el Gran Hechicero podría rescatar a Tres Bueyes Uncidos —dijo una voz junto a su oído. Era Mariposa.
—¡Sí, podría rescatar con facilidad a Tres Bueyes Uncidos! —dijo Flor de Loto.
—¡Ja! ¿Eso creéis? ¿Que podría entrar en la Ciudad Prohibida? ¡Imposible! ¡Es la muerte segura!
Asentimiento, asentimiento, asentimiento.
—No para el Gran Hechicero —dijo la voz de Mariposa.
—¡Cállate! —musitó Rincewind entre dientes.
—¿ Quieres averiguar cómo de grande es el cuchillo de carnicero que Dos Fuego Hierba lleva en la mano? —susurró Mariposa.
—¡No!
—Es muy grande.
—¡Pero él ha dicho que entrar en la Ciudad Prohibida es la muerte segura!
—No. Es solamente una muerte probable. ¡Te aseguro que si vuelves a intentar escaparte de mí, eso sí que será tu muerte segura!
Le quitaron el saco.
La cara que tenía inmediatamente delante era la de Flor de Loto, y un hombre podría ver cosas mucho peores bajo la luz del sol que aquella cara, que le hacía pensar en crema y mantequilla y la cantidad exacta de sal[21].
Una de las cosas que podría ver, por ejemplo, era la cara de Dos Fuego Hierba. No era una cara agradable. Era rechoncha, tenía unas pupilas minúsculas y parecía un ejemplo viviente del hecho de que aunque solían ser los reyes, los emperadores y los mandarines quienes oprimían a la gente, tu vecino de al lado podía hacerlo igual de bien.
—¿El Gran Hechicero? ¡Ja! —dijo ahora Dos Fuego Hierba.
—¡Puede hacerlo! —dijo Flor de Loto (y queso cremoso, pensó Rincewind, y tal vez ensalada de repollo como guarnición)—. ¡Es el Gran Hechicero que ha vuelto a nosotros! ¿Acaso no guió al Maestro por las tierras de los fantasmas y los vampiros chupasangre?
—Oh, yo no diría… —empezó Rincewind.
—¿Y un mago tan grande te ha dejado que lo trajeras aquí en un saco? —preguntó Dos Fuego Hierba con un soplido de burla—. Veamos cómo hace algún conjuro…
—¡Un mago verdaderamente grande no se rebaja a hacer trucos de feria! —dijo Flor de Loto.
—Es verdad —dijo Rincewind—. No me rebajo.
—¡Debería darle vergüenza a Hierba haber sugerido algo semejante!
—Vergüenza —repitió Rincewind.
—Además, va a necesitar todo su poder para entrar en la Ciudad Prohibida —dijo Mariposa. Rincewind descubrió que odiaba el sonido de su voz.
—La Ciudad Prohibida —murmuró.
—Todo el mundo sabe que allí hay trampas terribles y puertas falsas y muchos, muchos guardias.
—Trampas y puertas falsas…
—Vaya, que si le fallara la magia por hacer trucos para Hierba, acabaría en la mazmorra más profunda, muriendo centímetro a centímetro.
—Centímetros… esto… ¿de qué centímetro en particular…?
—¡Menuda vergüenza, Dos Fuego Hierba!