Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—Entonces el decano no —dijo Ridcully.

Lord Vetinari intentó recordar al profesorado de la Universidad Invisible. La imagen que le vino a la cabeza fue la de una pequeña cordillera de colinas con sombreros puntiagudos.

—Me temo que el contexto sugiere que el decano no —dijo.

—Esto… ¿cuál sería ese contexto? —preguntó Ridcully.

El patricio cogió su bastón.

—Venga por aquí —dijo—. Supongo que será mejor que lo vea usted por sí mismo. Resulta muy engorroso.

Ridcully miró a su alrededor con interés mientras seguía a lord Vetinari. No tenía muchas oportunidades de ver los jardines, que figuraban en la sección «Lo que no hay que hacer» de todos los manuales de jardinería del mundo.

Habían sido ejecutados (y nunca mejor dicho) por el renombrado, o por lo menos notorio, diseñador de jardines e inventor todoterreno «Jodido Estúpido» Johnson, cuya despreocupación y ceguera hacia las matemáticas elementales hacía que cada paso representara un peligro inminente. Su genialidad… bueno, hasta donde sabía Ridcully, su genialidad era exactamente la contraria a la genialidad que una vez construyera terraplenes capaces de aprovechar las fuerzas secretas pero benéficas de las líneas telúricas.

Nadie estaba seguro de qué fuerzas aprovechaban los diseños de Jodido Estúpido, pero el reloj de sol de carillón explotaba con frecuencia, el adoquinado absurdo se había suicidado y se sabía que los muebles de jardín de hierro fundido se habían derretido en tres ocasiones.

El patricio lo llevó a través de una cancela hasta algo parecido a un palomar. Una escalera de madera chirriante ascendía por el interior. Unas cuantas de las palomas asilvestradas e indestructibles de Ankh-Morpork murmuraban y se reían por lo bajo entre las sombras.

—¿Qué sitio es este? —preguntó Ridcully, mientras los peldaños crujían bajo sus pies.

El patricio se sacó una llave del bolsillo.

—Tengo entendido que el señor Johnson planeaba originalmente que esto fuera una colmena —dijo—. Sin embargo, en ausencia de abejas de tres metros le hemos encontrado… otros usos.

Abrió una puerta que daba a una sala amplia y cuadrada con un ventanal sin cristales en cada pared. Cada rectángulo estaba rodeado de un artilugio de madera del que colgaba una campanilla sujeta a un muelle. Era obvio que cualquier cosa lo bastante grande que entrara por una de las ventanas haría sonar la campanilla.

En el centro de la sala, posado en una mesa, estaba el pájaro más grande que Ridcully había visto en su vida. El ave se giró y lo miró fijamente con un ojo amarillo y brillante.

El patricio se metió la mano en el bolsillo y sacó un tarro de anchoas.

—Este nos ha pillado más bien por sorpresa —dijo—. Debe de hacer diez años desde que llegó el último mensaje. Antes solíamos tener listas unas cuantas caballas frescas en hielo.

—¿No es un Albatros Absurdo? —preguntó Ridcully.

—Ciertamente —dijo lord Vetinari—. Uno muy bien entrenado. Regresará esta misma tarde. Diez mil kilómetros con un tarro de anchoas y una botella de paté de pescado que mi ayudante Drumknott ha encontrado en las cocinas. Asombroso.

—¿Perdone? —preguntó Ridcully—. ¿Adónde regresará?

Lord Vetinari se volvió para mirarlo.

No al Continente Contrapeso, quiero dejar esto bien claro —dijo—. Este no es uno de esos pájaros que el Imperio Ágata usa como servicio de mensajería. Es bien sabido que nosotros no tenemos ningún contacto con esa tierra misteriosa. Y este pájaro no es el primero que llega aquí después de muchos años, y no ha traído un mensaje extraño y desconcertante. ¿Ha quedado claro?

—No.

—Bien.

—¿No es un albatros?

El patricio sonrió.

—Ah, veo que ya le está cogiendo el tranquillo.

Mustrum Ridcully, aunque dotado de un cerebro grande y eficaz, no estaba acostumbrado a la ambigüedad. Miró el pico largo y feroz.

—A mí me parece un puñetero albatros —dijo—. Y usted acaba de decir que lo era. Yo le he preguntado: ¿eso no es un…?

El patricio hizo un gesto irritado con la mano.

—Dejando de lado nuestros estudios de ornitología —dijo—, lo importante es que esta ave llevaba en la bolsa de los mensajes el siguiente pedazo de papel…

—¿Quiere usted decir que no llevaba el siguiente pedazo de papel? —preguntó Ridcully, buscando una agarradera.

—Ah, sí. Claro, eso es lo que quiero decir. Y no es este papel. Obsérvelo.

Dio un papelito al archicanciller.

—Parece un cuadro —dijo Ridcully.

—Son pictogramas agateos —dijo el patricio.

—¿Quiere decir que no son pictogramas agateos?

—Sí, sí, ciertamente —suspiró el patricio—. Veo que está usted bien versado en el meollo de la diplomacia. Ahora… su opinión, por favor.

—Parece que pone brochazo, brochazo, brochazo, brochazo, Echicero —dijo Ridcully.

—¿Y de eso deduce usted…?

—¿Que estudió arte porque no se le daba bien la ortografía? O sea, ¿quién ha escrito esto? ¿Quién lo ha pintado, vaya?

—No lo sé. Los grandes visires nos enviaban algún mensaje de vez en cuando, pero tengo entendido que en los últimos años ha habido cierta agitación. No va firmado, fíjese. Sin embargo, no puedo hacer caso omiso.

—Echicero, echicero —dijo Ridcully en tono meditabundo.

—Los pictogramas quieren decir: «Enviad de inmediato al Gran» —dijo lord Vetinari.

—… Echicero… —dijo para sí Ridcully, dando golpecitos en el papel.

El patricio le tiró una anchoa al albatros, que se la tragó con avidez.

—El Imperio tiene un millón de hombres alistados en el ejército —dijo—. Afortunadamente, a sus gobernantes les conviene fingir que el mundo que hay fuera del Imperio no es más que un yermo sin valor, azotado por el viento, donde solo habitan vampiros y fantasmas. Normalmente nuestros asuntos les traen sin cuidado. Y es una suerte para nosotros, porque son una gente tan astuta como rica y poderosa. Con franqueza, yo confiaba en que se hubieran olvidado por completo de nosotros. Y ahora esto. Confiaba en mandarles a quién demonios fuera y olvidarnos del asunto.

—… Echicero… —dijo Ridcully.

—¿Tal vez le apetezcan a usted unas vacaciones? —preguntó el patricio, con una nota de esperanza en la voz.

—¿A mí? No. No soporto la comida extranjera —se apresuró a responder Ridcully. Y repitió, casi para sí mismo—: Echicero…

—La palabra parece fascinarlo —dijo lord Vetinari.

—No es la primera vez que la veo escrita así —dijo Ridcully—. No me acuerdo de dónde.

—Estoy totalmente seguro de que se acordará. Y de que estará preparado para mandar al Imperio al Gran Hechicero, se escriba como se escriba, para la hora del té.

Ridcully se quedó boquiabierto.

—¿A diez mil kilómetros? ¿Usando magia? ¿Sabe lo difícil que es eso?

—Doy gracias por mi ignorancia en esas cuestiones —dijo lord Vetinari.

—Además —continuó Ridcully—. Allí son, bueno… extranjeros. Yo creía que tenían bastantes magos propios.

—La verdad es que no podría decirle.

—¿Y no sabemos por qué quieren a ese mago?

—No. Pero estoy seguro de que tienen ustedes a alguien a quien no necesitan. Parece que son muchos allí abajo.

—O sea, podrían quererlo para algún terrible propósito extranjero —dijo Ridcully. Por alguna razón, pasó bamboleándose por su mente la cara del decano y el archicanciller asumió una expresión jovial—. Podría ser que se contentaran con un gran hechicero, ¿no cree? —murmuró.

—Eso lo dejo enteramente en sus manos. Pero antes de esta noche me gustaría poder enviar un mensaje diciendo que el Gran Echicero ya va de camino. Así podremos olvidarnos de todo esto.

—Por supuesto, será muy difícil traer al pobre tipo de regreso —dijo Ridcully. Volvió a pensar en el decano—. Prácticamente imposible —añadió, en tono inapropiadamente feliz—. Seguro que lo intentaríamos durante meses y meses sin éxito. Seguro que lo intentaríamos todo pero sin suerte. Maldita sea.

—Veo que está usted que se muere por afrontar este reto —dijo el patricio—. No me deje entretenerlo más y vuélvase corriendo a la universidad, a ponerse manos a la obra.

—Pero eso de «echicero»… —murmuró Ridcully—. Me suena un poco. Creo que lo he visto antes en alguna parte.

El tiburón no lo pensó mucho. Los tiburones no suelen hacerlo. Sus procesos intelectuales pueden representarse en su mayoría mediante el signo «=». Lo veo = me lo como.

Pero mientras surcaba como una flecha las aguas de la laguna, su diminuto cerebro empezó a recibir paquetitos de angustia existencial selácea que solamente podían llamarse dudas.

Sabía que era el tiburón más grande del lugar. Todos sus rivales habían huido o se habían topado con el viejo «=». Sin embargo, su cuerpo le decía que algo se estaba acercando a él rápidamente por detrás.

Se giró con elegancia y lo primero que vio fueron cientos de pies y miles de dedos de pies, toda una factoría porcina de cerditos dactilares.

En la Universidad Invisible pasaban muchas cosas y, por desgracia, la enseñanza tenía que ser una de ellas. El profesorado ya había afrontado este hecho hacía mucho tiempo y había perfeccionado varios sistemas para evitarlo. Pero aquello no era ningún problema, porque, para ser justos, los estudiantes también.

El sistema funcionaba bastante bien y, tal como sucede en estos casos, había adquirido el estatus de tradición. Estaba claro que se impartían clases, porque saltaban a los ojos desde el horario. El hecho de que nadie asistiera a ellas era un detalle irrelevante. De vez en cuando alguien afirmaba que esto significaba que en realidad las clases no tenían lugar, pero nadie asistía nunca para comprobar si aquello era cierto. En todo caso, se decía (o al menos lo decía el profesor adjunto de Raciocinio Borroso)[4] que las clases habían tenido lugar en esencia, así que tampoco era ningún problema.

Por tanto, la educación en la universidad funcionaba a grandes rasgos mediante el antiguo método de poner a un montón de jóvenes en las inmediaciones de un montón de libros y confiar en que algo pasara de los unos a los otros, mientras que los jóvenes, por su parte, se ponían en las inmediaciones de cantinas y tabernas exactamente por la misma razón.

Era media tarde. El catedrático de Estudios Indefinidos estaba dando una clase en el aula 3B y por consiguiente su presencia dormido delante del fuego de la sala no-común era un mero tecnicismo sobre el que ningún hombre diplomático haría comentarios.

Ridcully le dio una patada en la espinilla.

—¡Au!

—Siento interrumpirte, catedrático —dijo Ridcully en tono indiferente—. Que los dioses me ayuden, necesito al Consejo de los Magos. ¿Dónde está todo el mundo?

El catedrático de Estudios Indefinidos se frotó la pierna.

—Sé que el conferenciante de Runas Recientes está dando una clase en el aula 3B[5] —dijo—. Pero no sé dónde está. Me ha hecho daño, ¿sabe?

—Reúne a todo el mundo. Mi estudio. Diez minutos —dijo Ridcully. Era un firme creyente en aquel método. Un archicanciller menos directo se habría dedicado a deambular buscando a todo el mundo. Su política consistía en encontrar a una persona y hacerle la vida difícil hasta que todo sucedía como él quería.[6]

Nada en la naturaleza tenía tantos pies. Cierto, había cosas con muchas patas —cosas húmedas y serpenteantes que vivían bajo las rocas—, pero no se trataba de patas con pies sino de simples patas que terminaban sin más ceremonia.

Algo más inteligente que el tiburón se habría andado con cuidado.

Pero el «=» entró traicioneramente en el juego y salió disparado hacia adelante.

Aquel fue su primer error.

Y en aquellas circunstancias, un error = aniquilación.

Ridcully se dedicó a esperar con impaciencia mientras uno a uno los magos superiores fueron entrando procedentes de sus solemnes clases en el aula 3B. Los magos superiores necesitaban dar muchas clases para hacer la digestión.

—¿Ya estamos todos? —preguntó—. Bien. Sentaos. Prestad atención. Veamos… Vetinari no ha recibido un albatros. No ha venido volando desde el Continente Contrapeso y no hay un extraño mensaje que al parecer debemos obedecer. ¿Me seguís por ahora?

Los magos superiores intercambiaron miradas.

—Creo que algunos detalles se nos pueden haber pasado por alto —dijo el decano.

—Estaba usando el lenguaje diplomático.

—¿No podría tal vez intentar ser un poco más indiscreto?

—Tenemos que enviar un mago al Continente Contrapeso —dijo Ridcully—. Y tenemos que hacerlo para la hora del té. Alguien ha pedido un Gran Hechicero y parece que tenemos que enviarles uno. Lo que pasa es que lo escriben sin hache…

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