Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—¿Un nicho?

—Un nicho. Como por ejemplo… tenemos esta cosa —se inclinó hacia su interlocutor— que sale del [pictograma no identificado] de las orugas. Se llama… seda. Es…

—Sí, lo sé. La compramos en Klatch —dijo Rincewind.

—Oh, bueno, por aquí también hay una planta, ¿sabes? Hay que secar las hojas, pero entonces se ponen en agua caliente y se beb…

—El té, sí —dijo Rincewind—. Viene de Howondalandia.

A.F.M.H.E.H.K. Esculidi-san pareció perplejo.

—Bueno… tenemos unos polvos que se meten en tubos…

—¿Fuegos artificiales? Ya tenemos.

—¿Qué hay de porcelana realmente fina? Es tan…

—En Ankh-Morpork tenemos enanos que hacen una porcelana que deja leer libros a través —dijo Rincewind—. Aunque tengan notas al pie diminutas.

Esculidi-san frunció el ceño.

—Da la impresión de que sois unos fantasmas chupasangre muy listos —dijo, apartándose un poco—. Tal vez sea cierto que sois peligrosos.

—¿Nosotros? No os preocupéis por nosotros —dijo Rincewind—. En Ankh-Morpork casi nunca matamos a extranjeros. Después cuesta mucho venderles cosas.

—¿Pero qué tenemos que podáis querer? Venga, toma un pastelillo de arroz. Invita la pagoda. ¿Quieres unas bolitas de cerdo? ¿En palillo?

Rincewind eligió un pastelillo. No quería preguntar sobre las otras cosas.

—Tenéis oro —dijo.

—Ah, oro. Es demasiado blando para hacer nada con él —dijo Esculidi-san—. Aunque va bien para las tuberías y para poner en los tejados.

—Oh… Yo diría que a la gente de Ankh-Morpork le iría bien tener un poco más —dijo Rincewind. Su mirada regresó a las monedas que Esculidi-san tenía en la bandeja.

Una tierra donde el oro era tan barato como el plomo…

—¿Qué es eso? —dijo, señalando un rectángulo arrugado y medio tapado por las monedas.

A.F.M.H.E.H.K. Esculidi-san bajó la vista.

—Es una cosa que tenemos aquí —dijo, hablando despacio—. Por supuesto, probablemente sea nuevo para ti. Se llama di-ne-ro. Es una forma de transportar vuestro…

—Me refiero al trozo de papel —dijo Rincewind.

—Yo también —dijo Esculidi-san—. Es un billete de diez rhinus.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Rincewind.

—Quiere decir lo que dice —respondió Esculidi-san—. Quiere decir que vale diez de estas. —Sostuvo en alto una moneda de oro del tamaño de un pastelillo de arroz.

—¿Por qué iba a querer comprar alguien un trozo de papel?—preguntó Rincewind.

—No se compra, sirve para comprar cosas —dijo Esculidi-san.

Rincewind miró con cara inexpresiva.

—Uno va a un puesto del mer-ca-do —dijo Esculidi-san, recuperando su voz lenta-para-los-cortos-de-entendederas-y dice: «Bue-nos di-as, car-ni-ce-ro, ¿cuán-to va-len los mo-rros de pe-rro?», y él dice: «Tres rhinus, shogun». Y entonces tú dices: «Solamente llevo un pony, ¿vale?» (mira, hay un grabado de un pony en el papel, ¿ves? Viene en todos los billetes de diez rhinus). Y él te da los morros de perro y siete monedas de lo que llamamos «cambio». Ahora bien, si llevaras un mono, que es un billete de cincuenta rhinus, él te diría: «¿No lle-vas na-da más pe-que-ño?», y…

—¡Pero si no es más que un trozo de papel! —gimió Rincewind.

—Puede que sea un trozo de papel para ti, pero para mí son diez pastelillos de arroz —dijo Esculidi-san—. ¿Qué usáis los extranjeros chupasangre? ¿Piedras grandes con un agujero en medio?

Rincewind se quedó mirando el papel moneda.

En Ankh-Morpork había docenas de fábricas de papel, y algunos de los artesanos del Gremio de Grabadores podían grabar sus nombres y direcciones en una cabeza de alfiler.

De pronto se sintió inmensamente orgulloso de sus compatriotas. Puede que fueran corruptos y codiciosos, pero por los cielos que se les daba bien serlo y nunca daban por sentado que no se podía aprender nada más.

—Creo que verás —dijo— que hay muchos edificios en Ankh-Morpork que necesitan tejados nuevos.

—¿De veras? —dijo Esculidi-san.

—Oh, sí. Nos invaden las goteras.

—¿Y la gente puede pagar? Es que he oído…

Rincewind miró otra vez el dinero de papel. Negó con la cabeza. Más valioso que el oro…

—Te pagarán con billetes al menos tan buenos como ese —dijo—. Probablemente incluso mejores. Yo les hablaré bien de ti. Y ahora —añadió a toda prisa—, ¿por dónde se sale?

Esculidi-san se rascó la cabeza.

—Puede ser un poco complicado —dijo—. Fuera hay ejércitos. Con ese sombrero tienes pinta de extranjero. Podría ser complicado…

Hubo un tumulto al otro lado del callejón o, mejor dicho, un aumento general del tumulto. La multitud se abrió para dejar paso de esa forma apresurada con que suelen abrirse las multitudes desarmadas en presencia de armamento, y un grupo de guardias se dirigió a toda prisa hacia Al-Final-Me-Haré-El— Hara-Kiri.

El comerciante dio un paso atrás y les dedicó la sonrisa amigable de alguien que se siente feliz de vender con descuento a cualquiera que lleve un cuchillo.

Dos de los guardias llevaban a rastras a una figura coja. Mientras pasaba a su lado levantó una cabeza un poco manchada de sangre y dijo: «Duración Extendida al…» antes de que un puño enguantado le arreara en la boca.

Después los guardias se alejaron por la calle. La multitud se cerró tras ellos.

—Tch, tch —dijo A.F.M.H.E.H.K.—. Parece ser… ¿Hola? ¿Dónde te has metido?

Rincewind salió de detrás de una esquina. A.F.M.H.E.H.K. parecía impresionado. Había habido incluso un pequeño trueno al moverse Rincewind.

—Mira, ya han pillado a otro —dijo—. Supongo que estaba pegando carteles otra vez.

—¿Otro qué? —preguntó Rincewind.

—Otro del Ejército Rojo. ¡Ja!

—Ah.

—Yo no les presto mucha atención —dijo A.F.M.H.E.H.K.—. Dicen que se va a hacer realidad una vieja leyenda sobre emperadores y cosas de esas. No lo veo nada claro.

—Ese tipo no parecía muy legendario —dijo Rincewind.

—Bah, hay gente que cree en cualquier cosa.

—¿Qué le van a hacer a ese?

—Es difícil saberlo ahora que el emperador está a punto de morir. Probablemente le corten las manos y los pies.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque es joven. Es un atenuante. Un poco más mayor y su cabeza estaría clavada en una estaca sobre las puertas.

—¿Ese es el castigo por pegar un cartel de nada?

—Pues mira, así dejan de hacerlo —dijo A.F.M.H.E.H.K.

Rincewind se apartó.

—Gracias —respondió, y se alejó a toda prisa—. Ah, no —dijo, abriéndose paso entre la multitud—. No pienso involucrarme en nada relacionado con decapitaciones…

Y luego alguien volvió a golpearle. Pero con educación.

Mientras caía de rodillas y luego de barbilla, se preguntó qué había pasado con el viejo y clásico: «¡Eh, tú!».

La Horda de Plata deambulaba por los callejones de Hunghung.

—Yo a esto no lo llamo arrasar una puta ciudad y aniquilar a todos los cabrones que viven en ella —murmuró Truckle—. Cuando yo cabalgaba con Bruce el Huno jamás entramos por la puerta principal como una pandilla de babosos gilip…

—Señor Descortés —se apresuró a decir el señor Saveloy—. Me pregunto si este podría ser un buen momento para remitirlo a esa lista que le dibujé…

—¿Qué lista ni qué coño? —dijo Truckle, marcando mandíbula en gesto beligerante.

—La lista de palabras civilizadas y aceptables, ¿se acuerda? —Se volvió a los demás—. ¿Recuerdan lo que les decía sobre la con-duc-ta ci-vi-li-za-da? La conducta civilizada es vital para nuestra estrategia a largo plazo.

—¿Qué es una estrategia a largo plazo? —preguntó Caleb el Destripador.

—Es lo que vamos a hacer más tarde —dijo Cohen.

—¿Y qué es lo que vamos a hacer?

—Es el Plan —dijo Cohen.

—A tomar por el… —empezó a decir Truckle.

—La lista, señor Descortés, solamente las palabras de la lista —dijo el señor Saveloy en tono cortante—. Escuche, me inclino ante su experiencia cuando se trata de cruzar páramos, pero esto es la civilización y tiene usted que usar las palabras adecuadas. ¿Por favor?

—Mejor será que hagas lo que dice, Truckle —dijo Cohen.

De mala gana, Truckle se sacó del bolsillo un pedazo mugriento de papel y lo desdobló.

—¿«Córcholis»? —dijo—. ¿Qué quiere decir eso? ¿Y qué es esto de «jolines» y «cáspita»?

—Son… palabrotas civilizadas —dijo el señor Saveloy.

—Bueno, pues puedes cogerlas y metértelas por…

—¿Ah? —dijo el señor Saveloy, levantando un dedo en gesto de advertencia.

—E hincártelas por…

—¿Ah?

—Puedes…

—¿Ah?

Truckle cerró los ojos con fuerza y apretó los puños.

—¡Cáspita, a la porra con todo! —chilló.

—Bien —dijo el señor Saveloy—. Mucho mejor.

Se volvió a Cohen, que estaba observando la incomodidad de Truckle con una sonrisa satisfecha.

—Cohen —dijo—, ahí hay un puesto de manzanas. ¿Te apetece una manzana?

—Sí, no me importaría —admitió Cohen, con los modales cautelosos de alguien que le da su reloj a un ilusionista siendo plenamente consciente de que el tipo está sonriendo y tiene un martillo en la mano.

—Bien. Ahora, alum… quiero decir, caballeros. Gengis quiere una manzana. Ahí hay un tenderete que vende fruta y frutos secos. ¿Qué tiene que hacer? —El señor Saveloy miró con cara esperanzada a sus pupilos—. ¿Alguien? ¿Sí?

—Fácil. Hay que matar a ese pequeño… —volvió a oírse un susurro de papel desdoblándose— tipo de ahí y luego…

—No, señor Descortés. ¿Alguien más?

—¿Mande?

—Le pegas fuego…

—No, señor Vincent. ¿Alguien más…?

—Hay que violar a…

—No, no, señor Destripador… —dijo el señor Saveloy—. Sacamos algo de di… ¿di…? —los miró con cara expectante.

—… Dinero… —dijo la Horda a coro.

—… y luego, ¿qué hacemos? Vamos, esto lo hemos ensayado cientos de veces. ¿Le…?

Aquella era la parte difícil. Las caras ajadas de la Horda se fruncieron y se arrugaron más todavía mientras intentaban obligar a sus mentes a salir de las simas de la costumbre.

—¿Da…? —dijo Cohen en tono vacilante.

El señor Saveloy le dedicó una amplia sonrisa y un asentimiento alentador.

—¿Damos? ¿Le da-mos el…? —los labios de Cohen se tensaron alrededor de la palabra— ¿dinero?

—¡Sí! Bien hecho. A cambio de la manzana. Más adelante ya hablaremos de coger el cambio y decir «gracias», cuando estén listos. Ahora, Cohen, aquí tienes una moneda. Vamos, adelante.

Cohen se secó la frente. Estaba empezando a sudar.

—¿Y si le rajo solo un poquito…?

—¡No! Esto es la civilización.

Cohen asintió con expresión incómoda. Echó los hombros hacia atrás y caminó hasta el puesto, donde el mercader de manzanas, que había estado observando al grupo con cara recelosa, lo saludó con la cabeza.

A Cohen se le pusieron los ojos vidriosos y los labios se le movieron en silencio, como si estuviera ensayando un guión. Luego dijo:

—Eh, mercader gordo, dame todo lo que… una manzana… y yo te daré… esta moneda…

Miró hacia atrás. El señor Saveloy tenía el pulgar levantado.

—¿Quiere una manzana y nada más? —preguntó el vendedor de manzanas.

—¡Sí!

El mercader de manzanas eligió una. La espada de Cohen estaba otra vez escondida en la silla de ruedas pero el mercader, en respuesta a cierta intuición soterrada, se aseguró de que fuera una manzana de las buenas. Luego cogió la moneda. Aquello resultó un poco difícil porque su cliente parecía reacio a soltarla.

—Venga, démela, venerable señor —dijo.

Pasaron siete segundos llenos de acontecimientos.

Después, cuando estuvieron a salvo a la vuelta de la esquina, el señor Saveloy dijo:

—Muy bien, todos: ¿quién puede decirme lo que Gengis ha hecho mal?

—¿No ha dicho por favor?

—¿Mande?

—No.

—¿No ha dicho gracias?

—¿Mande?

—No.

—¿Le ha arreado al hombre en la cabeza con un melón y lo ha estampado contra las fresas y le ha dado una patada en las pelotas y le ha pegado fuego a su tenderete y le ha robado todo el dinero?

—¿Mande?

—¡Correcto! —El señor Saveloy suspiró—. Gengis, hasta ese momento lo estabas haciendo de maravilla.

—¡No tendría que haberme llamado lo que me llamó!

—Pero si «venerable» quiere decir viejo y sabio, Gengis.

—Ah, ¿sí?

—Sí.

—Bueeeno… Le he dejado el dinero de la manzana.

—Sí, pero, creo que te has llevado todo el resto de su dinero.

—Pero he pagado la manzana —dijo Cohen, más bien irritado.

El señor Saveloy suspiró.

—Gengis, me da más bien la impresión de que de alguna forma se te han pasado por alto varios milenios de desarrollo paciente de la propiedad fiscal.

—¿Cómo has dicho?

—A veces es posible que el dinero pertenezca legítimamente a otras personas —dijo el señor Saveloy con paciencia.

La Horda se detuvo a darle vueltas a aquella idea. Por supuesto, era algo que sabían que era cierto en teoría. Los mercaderes siempre tenían dinero. Pero parecía incorrecto pensar que les pertenecía. Pertenecía a cualquiera que se lo quitara. Los mercaderes no eran realmente sus propietarios, solamente lo cuidaban hasta que alguien lo necesitaba.

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