Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Y entonces le llegó el turno a Cohen.

—Documentación, viejo.

Cohen asintió felizmente y le tendió al capitán de la guardia un trozo de papel en el que se leía, con la mejor caligrafía del señor Saveloy:

SOMOS LOCOS ERRANTES Y NO TENEMOS DOCUMENTACIÓN. LO SENTIMOS

El guardia levantó la mirada y vio la sonrisa jovial de Cohen.

—Está claro —dijo en tono desagradable—. ¿No puedes hablar, abuelo?

Sin dejar de sonreír, Cohen miró al señor Saveloy con expresión interrogante. No habían ensayado aquella parte.

—Payaso estúpido —dijo el guardia.

El señor Saveloy puso cara de indignación.

—¡Pensaba que debíais de mostrar una consideración especial hacia los dementes!

—No se puede ser demente sin papeles que digan que eres demente —dijo el guardia.

—Oh, ya estoy harto de esto —dijo Cohen—. Ya te dije que no funcionaría si nos encontrábamos con un guardia corto de entendederas.

—¡Campesino insolente!

—No soy tan insolente como estos amigos míos —dijo Cohen.

La Horda asintió.

—Se refiere a nosotros, pies planos.

—Que te den.

—¿Mande?

—Soldado extremadamente tonto.

—¿Mandeee?

El capitán se quedó perplejo. El hábito de la obediencia estaba profundamente arraigado en la psique agatea. Pero todavía más fuerte era la veneración a los antepasados y el respeto a los ancianos, y el capitán no había visto nunca a nadie tan anciano que permaneciera tan vertical. Prácticamente ya eran antepasados. El de la silla de ruedas olía ciertamente como uno de ellos.

—¡Llevadlos al cuartel! —gritó.

Los miembros de la Horda se dejaron poner los grilletes y lo hicieron bastante bien. El señor Saveloy se había pasado horas entrenándolos para aquello, pues sabía que estaba tratando con hombres cuya respuesta a un golpecito en el hombro era darse la vuelta y cortarle el brazo a alguien.

El cuartelillo estaba abarrotado por culpa de la Horda y los guardias y la silla de ruedas de Hamish el Loco. Uno de los guardias miró a Hamish, que tenía el ceño fruncido debajo de su manta.

—¿Qué tienes ahí abajo, abuelo?

Apareció una espada a través de la tela y se clavó en el muslo del guardia.

—¿Mande? ¿Qué? ¿Cómo dice?

—Ha dicho «¡Aargh!», Hamish —dijo Cohen, y en su mano apareció un cuchillo. Con un movimiento de sus flacos brazos inmovilizó al capitán y le puso el cuchillo en la garganta.

—¿Mande?

—Ha dicho «¡Aargh!».

—¿Cómo? ¡Si ni siquiera estoy casado!

Cohen aumentó un poco la presión en el cuello del capitán.

—Ahora, amigo —dijo—, podemos hacerlo por las buenas, ¿lo ves?, o por las malas. De ti depende.

—¡Cerdo chupasangre! ¿A esto le llamas por las buenas?

—Bueno, yo no estoy sudando.

—¡Ojalá vivas en tiempos interesantes! ¡Prefiero morir que traicionar a mi emperador!

—Me parece bien.

El capitán tardó solamente una fracción de segundo en darse cuenta de que Cohen, que era un hombre de palabra, daba por sentado que los demás también lo eran. De haber tenido más tiempo, podría haber reflexionado sobre el hecho de que el propósito de la civilización era hacer que la violencia fuera el último recurso, mientras que para un bárbaro era la primera opción, la preferida, la única y sobre todo la más placentera. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Se desplomó hacia delante.

—Yo siempre vivo en tiempos interesantes —dijo Cohen, con la voz satisfecha de alguien que hacía lo que podía para que siguieran siendo interesantes.

Señaló al resto de los guardias con el cuchillo. El señor Saveloy estaba boquiabierto de horror.

—Ya sé que me toca limpiar esto —dijo Cohen—. Pero para qué me voy a molestar si se va a ensuciar otra vez. Así pues, si de mí dependiera os mataría en un abrir y cerrar de ojos, pero Profe, que es este, dice que tengo que dejar de hacer esas cosas y volverme respetable.

Uno de los guardias miró de reojo a sus compañeros y cayó de rodillas.

—¿Qué deseáis, oh amo? —preguntó.

—Ah, este tiene madera de oficial —dijo Cohen—. ¿Cómo te llamas, hijo?

—Nueve Árboles Frutales, amo.

Cohen miró al señor Saveloy.

—¿Ahora qué hago?

—Hazlos prisioneros, por favor.

—¿Cómo se hace?

—Bueno, supongo que hay que atarlos, esas cosas.

—Ah. ¿Y luego les rebano el cuello?

—¡No! No. Mira, en cuanto los tienes a tu merced, ya no se te permite matarlos.

La Horda de Plata, hasta el último miembro, se quedó mirando al ex maestro.

—Me temo que la civilización es así —añadió.

—¡Pero si has dicho que los cabrones no tenían ni una jodida arma! —dijo Truckle.

—Sí —dijo el señor Saveloy, temblando un poco—. Es por eso que no se te permite matarlos.

—¿Estás loco? Tienes documentación de loco, ¿no?

Cohen se rascó la barbilla mal afeitada. El resto de la guardia lo miró con inquietud. Estaban acostumbrados a los castigos crueles, pero no estaban acostumbrados a que antes se discutiera.

—No tienes mucha experiencia militar, ¿verdad, Profe? —dijo.

—¿Aparte de los cursos de verano? No mucha. Pero me temo que se tiene que hacer así. Lo siento. Dijisteis que queríais que yo…

—Bueno, yo voto porque les rajemos el cuello pero ya —dijo Willie el Chaval—. Yo paso de todo esto de los prisioneros. Esto, ¿quién les va a dar de comer?

—Me temo que tenéis que hacerlo vosotros.

—¿Quién, yo? ¡Ni de coña! Voto porque les hagamos comerse sus propios ojos. Que levante la mano quien esté a favor.

De la Horda se elevó un coro de asentimiento y, entre las manos alzadas, Cohen vio una que pertenecía a Nueve Árboles Frutales.

—¿Qué estás votando tú, hijo? —preguntó.

—Por favor, señor, me gustaría ir al baño.

—Escuchadme todos —dijo Cohen—. Todo eso de las carnicerías y las matanzas ya no se estila, ¿vale? Lo dice el señor Saveloy y él sabe escribir palabras como «mermelada», cosa que no podéis decir vosotros. Así pues, sabemos a qué hemos venido y mejor será que empecemos porque no queremos perder tiempo.

—Sí, pero tú has matado a ese guardia —dijo Truckle.

—Estoy aprendiendo a controlarme —dijo Cohen—. Hay que ir entrando en la civilización poquito a poquito.

—Sigo diciendo que tenemos que cortarles la cabeza. ¡Es lo que les hice a los Locos Sacerdotes Chupademonios de Ee!

El guardia arrodillado había vuelto a levantar la mano con cautela.

—¿Por favor, amo?

—¿Sí, hijo?

—Podrían encerrarnos en aquella celda de allí. Allí no molestaríamos a nadie.

—Bien pensado —dijo Cohen—. Buen chaval. El chico mantiene la cabeza fría en momentos de crisis. Encerradlos.

Treinta segundos más tarde la Horda se había alejado renqueando por la ciudad.

Los guardias permanecían sentados en la celda diminuta y calurosa.

Al final uno de ellos dijo:

—¿Qué eran?

—Creo que tal vez eran antepasados.

—Yo creía que había que estar muerto para ser un antepasado.

—El de la silla de ruedas parecía bien muerto. Hasta el momento en que le ha clavado la espada a Cuatro Blanco Zorro.

—¿Deberíamos gritar pidiendo ayuda?

—Podrían oírnos.

—Sí, pero si no nos saca alguien nos tendremos que quedar aquí. Y las paredes son muy gruesas y la puerta es muy fuerte.

—Bien.

Rincewind dejó de correr en algún callejón de alguna parte. No se había molestado en mirar si le seguían. Era cierto: en aquel lugar, si daba un salto lo bastante grande, podía ser libre. Solamente hacía falta darse cuenta de que era una de las opciones disponibles.

La libertad, por supuesto, incluía el derecho atávico del hombre a morirse de hambre. Parecía haber pasado mucho tiempo desde su última comida seria.

Una voz irrumpió al fondo del callejón como en respuesta a aquella idea.

—¡Pastelillos de arroz! ¡Pastelillos de arroz! ¡Llévese un rico pastelillo de arroz! ¡Té! ¡Huevos de cien años! ¡Huevos! ¡Aproveche y cómprelos ahora que son añejos! Llévese… Sí, ¿qué se le ofrece?

Un anciano se había acercado al vendedor:

—¡Esculidi-san! Este huevo que me vendiste…

—¿Qué le pasa, venerable señor?

—¿Te importaría olerlo?

El vendedor callejero lo olisqueó.

—Ah, sí, delicioso —dijo.

—¿Delicioso? ¿Delicioso? Este huevo —dijo el cliente—, ¡este huevo es prácticamente fresco!

—Cien años tiene y ni uno menos, shogun —dijo el vendedor en tono feliz—. Mire el color de la cáscara, qué negro tan

bonito…

—¡Al frotar se va!

Rincewind escuchó. Y se le ocurrió que probablemente había algo cierto en la idea de que solo había un puñado de personas en el mundo. Había muchos cuerpos, sí, pero solo un puñado de personas. Era por eso que uno no paraba de encontrarse a la misma gente. Probablemente había algún molde en alguna parte.

—¿Me está diciendo que mis productos son frescos? ¡Al final me haré el hara-kiri! Mire, le diré qué haremos…

Sí, parecía haber algo familiar y mágico en aquel comerciante. Alguien había acudido a quejarse de un huevo fresco y, sin embargo, no habían pasado ni dos minutos y ya se había dejado convencer para olvidar el asunto y comprar dos pastelillos de arroz y algo extraño envuelto en hojas.

Los pastelillos de arroz tenían buen aspecto. Bueno… mejor que el resto de las cosas.

Rincewind se acercó con sigilo. El comerciante estaba apoyándose ociosamente primero en un pie y luego en el otro y silbando por lo bajo, pero se detuvo para dedicarle a Rincewind una sonrisa amplia, honesta y amigable.

—¿Un huevo añejo y rico, shogun?

El cuenco que había en el centro de la bandeja estaba lleno de monedas de oro. A Rincewind le dio un vuelco el corazón. El precio de uno de los huevos en mal estado del señor Esculidi-san podría comprar una calle de Ankh-Morpork.

—Supongo que no… fía, ¿verdad? —sugirió.

Esculidi-san le dedicó una mirada.

—Fingiré que no he oído eso nunca, shogun —dijo.

—Dígame —dijo Rincewind—, ¿sabe si tiene algún pariente en ultramar?

Aquello mereció otra mirada, una mirada de reojo, repentinamente calculadora.

—¿Cómo? Más allá del mar solamente hay malignos fantasmas chupasangre. Lo sabe todo el mundo, shogun. Me sorprende que no lo sepa usted.

—¿Fantasmas? —dijo Rincewind.

—Que intentan llegar aquí y hacernos daño —dijo Al-Final— Me-Haré-El-Hara-Kiri—. Tal vez incluso robar nuestros productos. Habría que tirarles un buen petardo, digo yo siempre. A los fantasmas no les gustan nada las buenas explosiones.

Volvió a mirar a Rincewind, esta vez con mayor detenimiento y de forma más calculadora todavía.

—¿De dónde es usted, shogun? —preguntó, y en su voz afloró de repente el borde erizado de púas de la sospecha.

—De Bes Pelargic —dijo Rincewind a toda prisa—. Eso explica mi acento y mis gestos extraños que de otra forma harían pensar que soy alguna clase de extranjero —añadió.

—Oh, Bes Pelargic —dijo Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri—. Bueno, en ese caso espero que conozca a mi viejo amigo Cinco Tenacillas que vive en la calle de los Cielos, ¿sí?

Rincewind estaba preparado para aquel viejo truco.

—No —dijo—. Nunca he oído hablar de él ni tampoco de la calle.

Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri Esculidi-san sonrió con expresión feliz.

—Si ahora yo gritara «diablo extranjero» lo bastante alto no llegarías ni a dar tres pasos —dijo en tono normal—. Los guardias se te llevarían a la Ciudad Prohibida donde hacen esa cosa especial con un…

—Ya he oído hablar de ello —dijo Rincewind.

—Cinco Tenacillas ha sido inspector de distrito durante los últimos tres años y la calle de los Cielos es la calle principal —dijo Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri—. Siempre he querido conocer a un fantasma extranjero chupasangre. Sírvete un pastelillo de arroz.

Rincewind miró rápidamente a un lado y a otro. Pero por extraño que resultara la situación no parecía peligrosa, o por lo menos no inevitablemente peligrosa. Parecía que el peligro era negociable.

—Pongamos por caso que estuviera dispuesto a admitir que vengo del otro lado de la Muralla… —dijo, en el tono de voz más bajo posible.

Esculidi-san asintió. Se metió una mano bajo la túnica y, con un movimiento rápido, mostró y luego escondió la esquina de algo donde a Rincewind no le sorprendió nada ver que ponía LO QUE HICE…

—Hay gente que dice que más allá de la Muralla no hay más que desiertos y yermos en llamas y fantasmas malignos y monstruos terribles —dijo Esculidi-san—, pero yo digo, ¿qué pasa con las oportunidades de mercado? Un hombre con los contactos adecuados… ¿sabes a qué me refiero, shogun? Podría llegar muy alto en la tierra de los fantasmas chupasangre.

Rincewind asintió. No quería señalar el hecho de que si alguien aparecía en Ankh-Morpork cargado de oro, aparecían trescientas personas cargadas de acero.

—Tal como yo lo veo, con toda esta incertidumbre acerca del emperador y todo lo que se dice sobre los rebeldes y esas cosas, y Larga Vida a Su Excelencia el Hijo del Cielo, por supuesto, podría existir un nicho para el comerciante abierto de miras, ¿no es verdad?

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