—Lo peor que os habría pasado es una agonía extendida durante varios años —dijo la voz de Mariposa. Apareció desde el otro lado del carro y le dedicó una sonrisa siniestra a Rincewind. Llevaba las manos recatadamente recogidas dentro de su kimono, presumiblemente para esconder los cuchillos.
—Ah, hola —dijo él.
—Gran Hechicero —dijo Mariposa, haciendo una reverencia—. A mí ya me conocéis, pero estos son Flor de Loto y Tres Bueyes Uncidos, otros miembros de nuestra unidad. Hemos tenido que traeros así. Hay espías en todas partes.
—¡Desaparición Oportuna de Todos los Enemigos! —dijo el chico, sonriente.
—Bien, sí, correcto —dijo Rincewind—. De todos los enemigos, sí.
El carro estaba en un patio. El nivel general de ruido al otro lado de unas murallas muy altas sugería una gran ciudad. Cristalizó una desagradable certeza.
—Y me habéis traído a Hunghung, ¿verdad?
Flor de Loto abrió mucho los ojos.
—Entonces es verdad —dijo en el idioma de Rincewind—. ¡Sois realmente el Gran Hechicero!
—Oh, te sorprendería la de cosas que puedo prever —dijo Rincewind con desaliento.
—Vosotros dos, llevad los caballos al establo —dijo Mariposa, sin quitarle la vista de encima a Rincewind. Cuando se hubieron marchado a toda prisa, echando varias miradas atrás, fue hasta donde él estaba—. Ellos creen. Yo personalmente tengo mis dudas. Pero Ly Tin Wheedle dice que un burro puede hacer de buey en las épocas en que no hay caballos. Siempre me ha parecido uno de sus aforismos menos convincentes.
—Gracias. ¿Qué es una unidad?
—¿Has oído hablar del Ejército Rojo?
—No. Bueno… He oído que alguien gritaba algo…
—Según la leyenda, una persona desconocida a la que se conoce solamente como el Gran Hechicero guió al primer Ejército Rojo a una victoria imposible. Por supuesto, eso fue hace miles de años. Pero la gente cree que él (o sea, tú) regresará para hacerlo otra vez. Así pues… tiene que haber un Ejército Rojo esperando y listo.
—Bueno, por supuesto, un hombre puede quedarse un poco entumecido después de varios miles de años…
La cara de ella se puso de repente a la altura de la de él.
—Personalmente sospecho que ha habido un malentendido —dijo ella entre dientes—. Pero ahora que estás aquí, vas a ser un Gran Hechicero. ¡Aunque tenga que hacerte funcionar a palos!
Los otros dos regresaron. Mariposa pasó en un instante de tigresa gruñidora a cierva recatada.
—Y ahora tenéis que venir y conocer al Ejército Rojo —dijo.
—¿No olerán un poco mal…? —empezó Rincewind, pero se detuvo al ver la expresión de ella.
—Está claro que el Ejército Rojo original solamente fue una leyenda —dijo en ankh-morporkiano fluido y perfecto—. Pero las leyendas tienen su utilidad. Te conviene conocer la leyenda… Gran Hechicero. Cuando Un Espejo de Sol estaba combatiendo a todos los ejércitos del mundo, el Gran Hechicero vino en su ayuda y la tierra misma se levantó y luchó por el nuevo Imperio. Y también hubo relámpagos. El ejército estaba hecho de tierra pero de alguna forma estaba animado por los relámpagos. Ahora bien, supongo que los relámpagos pueden matar, pero les falta disciplina. Y la tierra no sabe luchar. Pero sin duda nuestro ejército de tierra y cielo no era nada más ni nada menos que una revuelta de los campesinos. Bueno, ahora tenemos un ejército nuevo y un nombre que dispara la imaginación. Y un Gran Hechicero. Yo no creo en leyendas. Pero sí creo en que los demás crean.
La chica más joven, que había estado intentando seguir aquella conversación, se adelantó un paso y lo cogió del brazo.
—Venid a ver Ejército Rojo ahora —dijo.
—¡Movimiento de Avance con las Masas! —dijo el chico, cogiendo a Rincewind del otro brazo.
—¿Siempre habla así? —preguntó Rincewind, mientras lo empujaban gentilmente hacia una puerta.
—Tres Bueyes Uncidos no estudiar —dijo la chica.
—¡Éxito Extraordinario para Nuestros Líderes!
—«¡A Dos Monedas el Cubo, Bien Apisonada!» —dijo Rincewind en tono entusiasta.
—¡Mucha Apropiación de los Medios de Producción!
—«¡Las Niñas Bonitas No Pagan Dinero!»
Tres Bueyes Uncidos sonrió.
Mariposa abrió la puerta. Aquello dejó a Rincewind fuera con los otros dos.
—Unos eslóganes muy útiles —dijo, moviéndose de lado solamente un poco—. Pero me gustaría llamar vuestra atención hacia el famoso aforismo del Gran Hechicero Rincewind.
—Por supuesto, soy todo oreja —dijo Flor de Loto cortésmente.
—Como dijo Rincewind… ¡Adióóóóóóóóóós…!
Sus sandalias resbalaron en los adoquines pero ya estaba viajando a toda prisa cuando llegó a las puertas, que resultaron estar hechas de bambú y se hicieron trizas con facilidad,
Al otro lado había un mercado callejero. Aquello era algo que Rincewind recordaría más tarde sobre Hunghung. Tan pronto como se abría un espacio, cualquier espacio, incluso el que dejaba un carro o una mula al pasar, la gente lo ocupaba al instante, normalmente discutiendo entre ellos a grito pelado por el precio de un pato que estaba siendo sostenido cabeza abajo y diciendo «cuac, cuac».
Metió el pie en una jaula de mimbre que contenía varios pollos, pero siguió adelante, dispersando gente y alimentos. En un mercado callejero de Ankh-Morpork algo así habría suscitado comentarios, pero como todo el mundo que lo rodeaba ya parecía estar gritándose a la cara Rincewind no era más que una pasajera molestia que nadie veía y que se dedicaba medio a correr y medio a cojear con un pie que graznaba por entre los tenderetes.
Detrás de él, la gente se dedicaba a rellenar el espacio que dejaba. Puede que hubiera algunos gritos de persecución, pero se perdieron en el bullicio.
No se detuvo hasta encontrar un hueco desapercibido entre un tenderete que vendía pájaros cantores y otro que suministraba algo que burbujeaba en cuencos. Su pie no paraba de cloquear.
Se dedicó a dar patadas a los adoquines hasta que rompió la jaula. El gallo, enloquecido por el aire mareante de libertad, le dio un picotazo en la rodilla y se alejó batiendo las alas.
No había ruidos de persecución. Sin embargo, un batallón de trolls con botas de hojalata habría tenido problemas para hacerse oír por encima del ruido de un mercado callejero normal de Hunghung.
Se dio un momento para recuperar el aliento.
Bueno, ya estaba por su cuenta otra vez. Que se fastidiara el Ejército Rojo. Estaba claro que se encontraba en la capital, donde no quería estar, y solamente era cuestión de tiempo que le sucediera alguna otra cosa desagradable, pero de momento no le estaba sucediendo. Que le dejaran orientarse y sacarles cinco minutos de ventaja y ya podían despedirse de volverlo a ver. O a oler. No faltaban olores para camuflar su rastro.
Así pues… aquello era Hunghung…
No parecía haber calles en el sentido en que Rincewind entendía el término. Los callejones daban a otros callejones, todos angostos de por sí y más angostos si cabe por los tenderetes que los flanqueaban. El mercado tenía una numerosa población animal. La mayoría de los tenderetes andaban bien surtidos de pollos en jaulas, patos en sacos y extrañas cosas que se retorcían en cuencos. Desde uno de los tenderetes, una tortuga que estaba encima de un montón de tortugas forcejeando y debajo de un letrero que decía «A 3 r. cada una, buenas para el ying» le dedicó a Rincewind una mirada lenta que decía: «¿Y tú crees que tienes problemas?».
Pero en todo caso era difícil decir dónde terminaban los tenderetes y dónde empezaban los edificios. Las cosas resecas que colgaban de cuerdas podían ser productos en venta o bien la colada de alguien o muy posiblemente la cena de la semana siguiente.
Los hunghungueses eran gente a quien le gustaba estar en la calle. Por lo que parecía, se pasaban la mayor parte de sus vidas en las calles y gritando a viva voz.
Uno avanzaba repartiendo codazos salvajes y empujando a la gente para que se apartara de en medio. Quedarse de pie y decir: «Esto… perdone…» era la mejor receta para la inmovilidad.
La multitud se apartó al instante, sin embargo, cuando oyeron un gong y una sucesión de pequeños estallidos. Un grupo de gente con túnicas blancas pasó bailando, lanzando petardos a su alrededor y golpeando gongs, sartenes y trozos viejos de metal. El estruendo conseguía ser más fuerte que el ruido de la calle, pero solamente con mucho esfuerzo.
Rincewind había estado recibiendo alguna que otra mirada perpleja de gente que dejaba de gritar el tiempo suficiente como para verlo. Tal vez fuera el momento adecuado para actuar como un nativo.
Se volvió hacia la persona más cercana y gritó:
—Bastante buenos, ¿no?
La persona, una ancianita con un sombrero de paja, lo miró con cara de asco:
—Es el funeral del señor Whu —dijo en tono cortante, y se alejó.
Había una pareja de soldados cerca. Si aquello hubiera sido Ankh-Morpork, habrían estado compartiendo un cigarrillo y tratando de no ver nada que pudiera preocuparlos. Pero aquellos dos tenían una mirada alerta.
Rincewind se coló en otro callejón. Estaba claro que allí un visitante sin tutela se podía meter en problemas graves.
El callejón era menos ruidoso y por el otro extremo daba a algo de aspecto mucho más amplio y vacío. Siguiendo la premisa de que la gente equivalía a problemas, Rincewind se dirigió en aquella dirección.
Allí por lo menos había un espacio abierto. Y era realmente abierto. Era una plaza pavimentada y lo bastante grande como para albergar a un par de ejércitos. En sus márgenes crecían cerezos. Y dada la multitud palpitante que había en el resto de calles, era sorprendente lo vacía que estaba…
—¡Tú’
… salvo por los soldados.
Aparecieron de repente de detrás de todos los árboles y estatuas.
Rincewind intentó retroceder, pero su estrategia resultó desafortunada porque tenía a un guardia detrás.
Una máscara aterradora con armadura le plantó cara.
—¡Campesino! ¿Acaso no sabes que esta es la plaza Imperial?
—¿Pero Imperial con «I» mayúscula, dice usted? —preguntó Rincewind.
—¡No hagas preguntas!
—Ah. Supongo que eso es que sí. Entonces es un sitio importante. Lo siento. En ese caso ya me voy…
—¡Te quedas!
Pero lo que le pareció asombrosamente extraño a Rincewind fue que ninguno de ellos llegó realmente a agarrarlo. Y luego se dio cuenta de que debía de ser porque casi nunca era necesario. La gente hacía lo que le decían.
En el Imperio hay algo peor que los látigos, había dicho Cohen.
Llegado aquel punto, cayó en la cuenta de que tendría que estar de rodillas. Se puso en cuclillas con las puntas de los dedos tocando el suelo un poco por delante.
—Me pregunto —dijo en tono jovial, levantando el cuerpo para adoptar la posición de salida— si este no será tal vez el momento de llamaros la atención hacia un famoso aforismo.
Cohen estaba familiarizado con las puertas de las ciudades. Había derribado muchas en su época, usando arietes, cañones y en una ocasión usando la cabeza.
Pero las puertas de Hunghung eran unas puertas condenadamente buenas. No eran como las puertas de Ankh-Morpork, que solían estar abiertas de par en par para atraer a clientes adinerados y cuya única concesión a la defensa era el letrero que decía «Gracias por no atacar nuestra ciudad. Bonum diem». Estas cosas de aquí eran enormes y estaban hechas de metal y al lado tenían un cuartelillo de la guardia y un pelotón de hombres poco cooperativos con armaduras negras.
—¿Profe?
—¿Sí, Cohen?
—¿Por qué estamos haciendo esto? Pensaba que íbamos a usar el aguadulto invisible que usan los ratones.
El señor Saveloy agitó un dedo.
—Eso es para la Ciudad Prohibida. Confío en que encontraremos eso en el interior. Ahora, recuerden sus lecciones —dijo—. Es importante que todos ustedes aprendan a comportarse en una ciudad.
—Yo ya sé comportarme en una puta ciudad —dijo Truckk el Descortés—. Hay que arrasar, violar, saquear y pegarle fuego al maldito sitio antes de irse. Es igual que con los pueblos pero se tarda más.
—Todo eso está muy bien si solamente se está de paso —dijo el señor Saveloy—. Pero ¿y si uno quiere volver al día siguiente?
—¡Al día siguiente ya no queda una mierda, caballero!
—¡Señores! Tengan la paciencia de escucharme. ¡Van a tener que aprender los modales de la civilización!
No se podía entrar a la ciudad sin más. Había cola. Y los guardias se agolpaban de forma bastante hostil alrededor de cada visitante acobardado para examinarle la documentación.