Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Se le cayó la cuchara en el cuenco.

Rincewind pasó las páginas a toda prisa.

«… Calles pacíficas, por las que yo paseaba, considerablemente libres de criminales y forajidos…»

—¡Por supuesto que lo estaban, capullo cuatroojos! —gritó Rincewind—. ¡Porque todo lo malo me estaba pasando a mí!

«… Una ciudad donde todos los hombres son libres…»

—¿Libres? ¿Libres? Bueno, sí, libres para morirse de hambre, para ser asaltados por el Gremio de Ladrones… —le dijo Rincewind al libro.

Pasó de página con manos temblorosas.

«… Mi compañero era el Gran Hechicero [pictograma complicado, pero ahora que Rincewind lo examinaba se dio cuenta con el corazón a cien de que tenía unas cuantas líneas que se parecían al carácter agateo que se pronunciaba «wind»], el mago más importante y poderoso de todo el país…»

—¡Yo nunca dije eso! Yo… —Rincewind se detuvo. La memoria desenterró traicioneramente algunas frases del tipo «Oh, el archicanciller escucha todo lo que digo» y «Si no fuera por mí, este sitio se vendría abajo». Pero era la clase de cosas que se decían después de unas cuantas cervezas, y que seguramente nadie sería tan crédulo como para escribir…

Una imagen cobró nitidez en la memoria de Rincewind. La imagen de un hombrecillo feliz y sonriente con unas gafas enormes y una perspectiva confiada e inocente de la vida que llevaba el terror y la destrucción allí donde fuera. Dosflores se había mostrado bastante incapaz de creer que el mundo fuera un lugar malo y eso se debía básicamente a que para él no lo era. Lo reservaba todo para Rincewind.

La vida de Rincewind había sido bastante tranquila hasta conocer a Dosflores. Desde entonces, por lo que recordaba, había contenido cantidades enormes de acontecimientos.

Y el hombrecillo se había vuelto a su casa, ¿no? A Bes Pelargic… el único puerto marítimo propiamente dicho del Imperio.

Estaba claro que nadie era lo bastante crédulo como para escribir algo como aquello, ¿no?

Estaba claro que nadie era lo bastante crédulo salvo una persona.

Rincewind no era alguien politizado, y sin embargo había cosas que podía entender porque no tenían que ver tanto con la política como con la naturaleza humana. Una serie de imágenes desagradables se colocaron en su sitio como piezas de un mal decorado.

El Imperio estaba rodeado de una muralla. Si uno vivía en el Imperio aprendía a hacer sopa con chillidos de cerdos y escupitajos de golondrina porque era así como se hacía, y los guardias abusaban de uno todo el tiempo porque era así como funcionaba el mundo.

Pero si alguien escribiese un librito alegre sobre…

… lo que hice en mis vacaciones…

… en un lugar donde el mundo funcionaba de forma muy distinta…

… entonces, por muy fosilizada que estuviera la sociedad, siempre habría gente que se haría preguntas peligrosas del tipo: «¿Dónde está el cerdo?».

Rincewind se quedó mirando la pared con expresión sombría. Campesinos del Imperio, ¡rebelaos! No tenéis nada que perder más que la cabeza y las manos y los pies y también hay una cosa que hacen con un chaleco de alambre y un rallador de queso…

Le dio la vuelta al libro. No figuraba el nombre del autor. Solamente había un pequeño mensaje: «¡Incrementada Suerte! ¡Haz Copias! (Duración Prolongada y Felicidad a Nuestro Cometido!».

Ankh-Morpork también había sufrido alguna rebelión que otra en el curso de los años. Pero nadie iba por ahí organizando las cosas. Simplemente agarraban un arma y se echaban a la calle. Nadie se molestaba en emitir un grito de guerra formal, sino que confiaban en el muy probado: «¡Ahí va! ¡Cógelo! ¿Lo tienes? ¡Ahora dale una patada donde más duele!».

Lo importante era que… fuera lo que fuese que causaba aquellas cosas, no solía ser la razón de las mismas. Cuando a lord Espasmo el Loco lo colgaron del higuín[18] no fue realmente porque obligara al pobre Spooner Boggis a comerse su propia nariz, sino debido a que se habían acumulado muchos años de crueldad imaginativa y al final los motivos de queja habían alcanzado…

Del otro extremo de la sala llegó un grito terrible. Rincewind ya estaba medio levantado de su asiento antes de ver el pequeño escenario y a los actores.

Había un trío de músicos en cuclillas en el suelo. Los clientes de la posada se giraron para mirar.

En cierta forma, era muy divertido. Rincewind no seguía muy bien el argumento, pero era algo así: hombre consigue chica, hombre pierde chica a manos de otro hombre, hombre los corta a los dos por la mitad, hombre se cae sobre su propia espada y luego todos salen para hacer una reverencia con el equivalente agateo de «Vuelven los días felices» de fondo. Era un poco difícil distinguir los pequeños detalles porque los actores gritaban «¡Hurraaa!» muy a menudo, se pasaban gran parte del tiempo hablando con el público y a Rincewind sus máscaras le parecían todas iguales. Los músicos estaban en su propio mundo, o, a juzgar por como sonaban, en tres mundos distintos.

—¿Una galleta de la suerte? —¿Eh?

Rincewind emergió de los matorrales de la dramaturgia y vio a su lado al posadero.

El tipo le puso un plato de galletas vagamente bivalvas debajo de la nariz.

—¿Una galleta de la suerte?

Rincewind extendió el brazo. Justo cuando sus dedos estaban a punto de cerrarse en torno a una el plato se desplazó lateralmente tres o cuatro centímetros hasta que otra distinta quedó bajo su mano.

Pues bueno. La cogió.

Lo cierto era —sus pensamientos se reanudaron mientras la obra continuaba entre gritos— que por lo menos en Ankh-Morpork uno podía poner las manos en armas de verdad.

Pobres diablos. Hacía falta más que eslóganes bien elaborados y un montón de entusiasmo para dirigir una buena rebelión. Hacían falta luchadores bien entrenados y, por encima de todo, un buen líder. Confiaba en que encontraran uno cuando él ya estuviera bien lejos.

Desenrolló el mensaje de la suerte y lo leyó distraídamente, sin hacer caso del posadero que caminaba a su alrededor.

En lugar del habitual «Acaba usted de disfrutar una comida de mala calidad» había un pictograma bastante complicado.

Rincewind resiguió las pinceladas con los dedos.

—«Muchas… muchas… disculpas…» ¿Qué clase de…?

El músico de los platillos los hizo entrechocar con estrepito

La cachiporra de madera rebotó en la cabeza de Rincewind.

Los ancianos que jugaban a shibo asintieron contentos para sí mismos y regresaron a su partida.

Era una bonita mañana. El escondite se llenó de los ecos de los ruidos de la Horda de Plata al levantarse, gruñir, ajustarse diversas ortopedias quirúrgicas de fabricación casera, quejarse de que no encontraban las gafas y meterse en la boca por error dentaduras postizas ajenas.

Cohen estaba sentado con los pies en un barreño de agua caliente, disfrutando de la luz del sol.

—¿Profe?

El antiguo maestro de geografía se encontraba concentrado en un mapa que estaba haciendo.

—¿Sí, Gengis?

—¿De qué está hablando Hamish el Loco?

—Dice que el pan está rancio y que no encuentra sus dientes.

—Dile que si las cosas nos van bien podrá tener a una docena de chavalas solamente para que le mastiquen el pan.

—Eso no es muy higiénico, Gengis —dijo el señor Saveloy, sin molestarse en levantar la vista—. Recuerde lo que le expliqué de la higiene.

Cohen ni se molestó en responder. Estaba pensando: seis ancianos. Y no se puede contar realmente a Profe, es un pensador, no un luchador…

La duda no era una invitada habitual en el interior del cráneo de Cohen. Cuando uno está intentando arrastrar a una sacerdotisa virgen forcejeante y un saco de riquezas saqueadas en el templo en una mano y combatir a media docena de sacerdotes furiosos con la otra apenas queda tiempo para reflexionar. La selección natural ya se encargaba de que los héroes profesionales que en momentos cruciales tenían tendencia a hacerse preguntas del tipo «¿Cuál es mi meta en la vida?» dejaran rápidamente de tener ambas cosas.

Pero: seis ancianos… y el Imperio tenía casi a un millón de hombres armados.

Cuando uno miraba las probabilidades bajo la fría luz del día, o incluso bajo aquella luz más bien cálida y agradable del alba, se veía obligado a detenerse y hacer el cálculo aritmético de la muerte. Si el Plan salía mal…

Cohen se mordió el labio en actitud meditativa. Si el Plan salía mal, tardarían semanas en matar a todo el mundo. Tal vez tendría que haber dejado venir también al viejo Thog el Carnicero, aunque tuviera que dejar de pelear cada diez minutos para ir al lavabo…

Oh, bueno. Ahora ya se había comprometido, así que lo mejor que podía hacer era echarle ánimos.

El padre de Cohen lo había llevado a la cima de una montaña cuando era un chavalín, le había explicado el credo de los héroes y le había dicho que no había mayor felicidad que morir en la batalla.

Cohen enseguida captó el punto débil de aquello, y toda una vida de experiencia había reforzado su creencia en que de hecho un placer mayor era matar al otro cabrón que estaba en la batalla y terminar sentado en un montón de oro más alto que tu caballo. Era una observación que le había reportado grandes beneficios.

Se puso de pie y se desperezó bajo el sol.

—Hace una mañana fantástica, muchachos —dijo—. Me siento de narices. ¿Vosotros no?

Hubo un murmullo de asentimiento reticente.

—Bien —dijo Cohen—. Vamos a armarla.

La Gran Muralla rodea completamente el Imperio Agateo. La palabra importante es completamente.

Suele medir unos seis metros de altura y ser casi vertical por el lado de dentro. Está construida siguiendo playas y cruzando desiertos barridos por el viento e incluso al borde de acantilados donde las posibilidades de ataque desde el exterior son remotas. En las islas súbditas como Bhangbhangduc y Tingling hay murallas parecidas, todas ellas parte de la misma muralla metafórica, y eso es algo que resulta extraño a quienes carecen de una mentalidad militar reflexiva y no se dan cuenta de cuál es su función verdadera.

Es más que una simple muralla, es un hito. A un lado está el Imperio, que en el idioma agateo es la misma palabra que «universo». Al otro lado… no hay nada. Después de todo, el universo es lo único que hay.

Sí, puede que parezca que hay otras cosas, como el mar, islas, otros continentes y cosas por el estilo. Puede que incluso parezcan sólidas, puede parecer que es posible conquistarlas, caminar por ellas… pero en última instancia no son reales. La palabra agatea que significa extranjero es la misma que significa fantasma, y solo una pincelada la distingue de la palabra víctima.

Las murallas son empinadas a fin de desanimar a esa gente aburrida que se empeña en creer que puede haber algo interesante al otro lado. Por asombroso que parezca hay gente que no capta la indirecta, aun después de miles de años. Los que están cerca de la costa construyen balsas y navegan por mares solitarios rumbo a tierras que son una quimera. Los del interior recurren a cometas de un solo pasajero y a sillas propulsadas por fuegos artificiales. Muchos mueren en el intento, por supuesto. A otros muchos los pillan enseguida y les hacen vivir tiempos interesantes.

Pero algunos logran llegar a ese gran crisol llamado Ankh-Morpork. Llegan sin dinero —los marineros les cobran tanto como permita el mercado, o sea, todo—, pero tienen un destello enloquecido en los ojos y abren tiendas y restaurantes y trabajan veinticuatro horas al día. La gente llama a esto el Sueño Ankh-morporkiano (ganar montones de dinero en un lugar donde era poco probable que tu muerte fuera un asunto de política pública). Y quienes lo soñaban más intensamente eran los que no dormían.

A veces Rincewind pensaba que su vida estaba puntuada por los despertares. No siempre eran rudos. A veces eran meramente maleducados. Muy pocos —tal vez uno o dos— habían sido bastante agradables, sobre todo en la isla. El sol había salido a su modo aburrido, las olas habían lamido la playa de forma bastante tediosa, y en varias ocasiones él había conseguido emerger de la inconsciencia sin su chillidito habitual.

Aquel despertar no fue simplemente rudo. Fue directamente insolente. Lo estaban vapuleando y alguien le había atado las manos. Estaba oscuro, lo cual se debía al saco que le tapaba la cabeza.

Rincewind hizo algún cálculo y llegó a una conclusión.

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