Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—Es que no te conozco.

—Bien. ¡Larga Vida al Cometido de Hacer Cambiar las Cosas hacia un Estado Más Igualitario Conservando el Debido Respeto por las Tradiciones de Nuestros Antepasados y Por Supuesto Sin Dañar la Augusta Persona del Emperador!

—Bien. Sí. ¿Qué?

Un guardia le dio una patada a Rincewind en la zona de los riñones. Aquello sugería, en el lenguaje universal de las botas, que tenía que ponerse de pie.

Consiguió incorporarse sobre una rodilla y vio al Equipaje.

No era el suyo y había tres.

El Equipaje subió trotando hasta la cima de una colina baja y se paró tan deprisa que dejó una serie de pequeños surcos en la tierra.

Además de no tener ningún equipamiento con que pensar o sentir, el Equipaje tampoco tenía medios para ver. La forma en que percibía los acontecimientos era un completo misterio.

Ahora percibió a los otros Equipajes.

Los tres hacían cola pacientemente detrás del palanquín. Eran grandes. Y negros.

Las piernas del Equipaje desaparecieron dentro de su cuerpo.

Al cabo de un rato abrió con cautela la tapa, solamente un poco.

De las tres cosas que la mayoría de la gente sabe sobre los caballos, la tercera es que, en las distancias cortas, no pueden correr tan deprisa como los hombres. Tal como Rincewind había descubierto para su propio beneficio, tienen más patas que coordinar.

Existen ventajas adicionales si a) la gente a caballo no espera que eches a correr, y b) si resulta que estás, de forma muy conveniente, en posición de salida atlética.

Rincewind salió disparado como lo hace un curry indigesto de un estómago sensible.

Hubo muchos gritos pero lo más reconfortante, lo importante, era que tenían todos lugar tras su espalda. Pronto intentarían alcanzarlo, pero aquel era un problema para el futuro. También podía considerar hacia dónde estaba corriendo, pero un cobarde experimentado nunca se preguntaba por el «hacia» pues se encontraba fascinado por el «de qué».

Un corredor menos veterano se habría arriesgado a echar un vistazo atrás, pero Rincewind sabía instintivamente todo sobre la resistencia del viento y la tendencia de las piedras inoportunas a colocarse debajo de los pies inconscientes. Además, ¿para qué mirar atrás? Ya estaba corriendo todo lo deprisa que podía. Nada de lo que viera le haría correr más rápido.

Tenía delante una aldea grande y sin forma, construida aparentemente a base de fango y bostas. En los campos que tenía delante, una docena de campesinos levantaron la vista de su trabajo para mirar al mago en plena aceleración.

Tal vez fuera la imaginación de Rincewind, pero mientras pasaba frente a ellos habría jurado que oía el grito:

—¡Duración Necesariamente Prolongada al Ejército Rojo! ¡Defunción Lamentable Sin Sufrimiento Indebido a las Fuerzas de la Opresión!

Rincewind se metió por entre las cabañas mientras los soldados cargaban contra los campesinos.

Cohen estaba en lo cierto. Parecía que había una revolución. Pero el Imperio había existido sin ningún cambio durante miles de años. La cortesía y el respeto al protocolo formaban parte de su mismo tejido y al parecer los revolucionarios todavía tenían que aprender a dominar el arte de los eslóganes descorteses.

Rincewind prefería correr a esconderse. Esconderse estaba muy bien, pero si te encontraban estabas atrapado. Por otra parte, la aldea era el único cobijo en muchos kilómetros a la redonda, y algunos de los soldados iban a caballo. Puede que los hombres fueran más rápidos que los caballos en las distancias cortas, pero en aquel paisaje de campos llanos y abiertos un hombre corriendo lo tenía negro.

Así que se metió en un edificio al azar y abrió la primera puerta que vio.

La puerta tenía un letrero que decía: «Examen. ¡Silencio!».

Cuarenta caras expectantes y ligeramente preocupadas levantaron la mirada desde sus pupitres. No eran niños sino adultos.

Al fondo de la sala había un atril, y sobre el mismo un montón de papeles sellados con cordel y cera.

A Rincewind la atmósfera le resultó familiar. La había respirado antes, aunque a un mundo entero de distancia. Estaba impregnada de aquellos olores a sudor frío creados por el descubrimiento repentino de que probablemente ya fuera demasiado tarde para aquel repaso que llevabas tiempo posponiendo. Rincewind había afrontado muchos horrores en su época, pero ninguno ocupaba el mismo lugar en el léxico del miedo que aquellos pocos segundos después de que alguien dijera: «Pueden girar los exámenes ya».

Los candidatos estaban observándole.

Venían gritos de fuera.

Corrió al atril, rompió el cordel y repartió los exámenes tan deprisa como pudo. Luego regresó a la seguridad del atril, se quitó el sombrero y estaba agachado cuando se abrió la puerta lentamente.

—¡Márchense! —gritó—. ¡Se está haciendo un examen!

La figura invisible de detrás de la puerta le dijo algo en voz baja a alguien. Luego volvió a cerrar la puerta.

Los candidatos seguían mirándole.

—Esto. Muy bien. Den la vuelta a sus exámenes.

Hubo un susurro de papeles, unos momentos de aquel silencio terrible y luego una gran actividad con los pinceles.

Oposiciones. Ah, sí. Aquella era otra cosa que la gente sabía del Imperio. Eran la única forma de obtener una plaza de funcionario y la seguridad que esta conllevaba. Se había dicho que aquel era un sistema muy bueno porque abría oportunidades para la gente de mérito.

Rincewind cogió un examen que sobraba y lo leyó.

El encabezamiento decía: Examen para el Cargo de Asistente de Operario de Fertilizante de Origen Humano en el Distrito de W’ung.

Leyó la primera pregunta. Pedía a los candidatos que escribieran un poema de dieciséis versos sobre la niebla vespertina entre los cañaverales.

La segunda pregunta parecía ser sobre el uso de la metáfora en un libro del que Rincewind no había oído hablar nunca.

Luego había una pregunta sobre música…

Rincewind le dio la vuelta al examen un par de veces. No parecía que se mencionaran en ninguna parte palabras como «abono orgánico», «cubo» ni «carretilla». Pero presumiblemente todo aquello producía una clase de persona mejor que en Ankh-Morpork, donde solamente se hacía una pregunta a los candidatos: «¿Tienes pala propia?».

Los gritos de fuera parecían haberse apagado. Rincewind se arriesgó a asomar la cabeza por la puerta. Había una conmoción cerca del camino pero ya no parecía orientada hacia Rincewind.

Corrió como alma que lleva el diablo.

Los estudiantes continuaron con sus exámenes. Uno de los más emprendedores, sin embargo, se subió la pernera del pantalón y copió un poema sobre la niebla que había compuesto con grandes esfuerzos hacía algún tiempo. Al cabo de un tiempo ya sabes la clase de preguntas que hacen los examinadores.

Rincewind avanzó al trote, intentando mantenerse en las zanjas allí donde estas no comportaban hundirse hasta las rodillas en el barro. No era un paisaje pensado para esconderse. Los agateos plantaban sus cosechas en cualquier parcela de tierra de la que las semillas no se cayeran. Aparte de algún grupo esporádico de rocas había una ausencia clara de lugares en los que parapetarse.

Nadie le prestó mucha atención una vez que hubo dejado muy atrás la aldea. De vez en cuando algún operario de búfalos de agua se volvía para mirarlo hasta que se perdía de vista, aunque sin mostrar una curiosidad especial. Era simplemente que Rincewind resultaba ligeramente más interesante que ver defecar a un búfalo de agua.

Continuó sin perder de vista el camino y a media tarde llegó a una encrucijada.

Había una posada.

Rincewind no había comido desde lo del leopardo. La posada significaba comida, pero la comida significaba dinero. Tenía hambre y no tenía dinero.

Se reprendió a sí mismo por aquella clase de pensamiento negativo. Aquel no era el punto de vista adecuado. Lo que tenía que hacer era entrar y pedir una comida abundante y nutritiva. Entonces, en lugar de tener hambre y no tener dinero, estaría bien alimentado y no tendría dinero, lo cual suponía una ganancia neta respecto a su situación actual. Por supuesto, era probable que el mundo planteara algunas objeciones, pero en la experiencia de Rincewind había pocos problemas que no se pudieran solucionar con un grito y una buena ventaja de diez metros. Y por supuesto, para entonces ya se habría zampado una cena vigorizante.

Además, le gustaba la comida hunghunguesa. Unos cuantos refugiados habían abierto restaurantes en Ankh-Morpork y Rincewind se consideraba bastante experto en sus platos[17].

La única sala enorme estaba cargada de humo y, por lo poco que se distinguía a través de las volutas y los remolinos, bastante llena de gente también. Había un par de ancianos sentados delante de un complejo montón de fichas de marfil, jugando al Shibo Yangcong-san. Rincewind no estaba muy seguro de qué estaban fumando, pero a juzgar por la expresión de sus caras, estaban muy contentos de haberlo elegido.

Rincewind se abrió paso hasta la chimenea, donde un hombre flaco estaba atendiendo un caldero.

Le dedicó una sonrisa jovial:

—¡Buenos días! ¿Podría servirme su famosa exquisitez «Menú A para dos personas con pan de gambas extra»?

—Nunca he oído hablar de esa comida.

—Hum. Entonces… ¿puedo ver la oreja dolorida… el croar de rana… la carta?

—¿Qué es una carta, amigo?

Rincewind asintió. Sabía lo que quería decir cuando un desconocido te llamaba «amigo» de aquella manera. Nadie que llamara a otra persona «amigo» se sentía muy inclinado a ser amable.

—Quiero decir que qué hay para comer.

—Fideos, col hervida y bigotes de cerdo.

—¡¿Y ya está?!

—Los bigotes de cerdo no crecen en los árboles, san.

—Llevo todo el día viendo búfalos de agua —dijo Rincewind—. ¿Es que nunca coméis filetes?

El cucharón se sumergió en el caldero con un «splash». En alguna parte detrás de él cayó al suelo una ficha de shibo. A Rincewind se le erizó el pelo de la nuca bajo las miradas.

—En este lugar no servimos a rebeldes —dijo el dueño en voz alta.

Probablemente son demasiado carnosos, pensó Rincewind. Pero le dio la impresión de que el tipo había dirigido aquellas palabras al mundo en general y no solo a él.

—Me alegro de oírlo —dijo— porque…

—Sí, señor —dijo el dueño un poco más alto—. Aquí los rebeldes no son bienvenidos.

—Me parece bien, porque…

—Si conociera a algún rebelde está claro que avisaría a las autoridades —vociferó el dueño.

—No soy un rebelde, solo tengo hambre —dijo Rincewind—. Querría, esto… un cuenco, por favor.

Le llenaron un cuenco. En la superficie aceitosa resplandecían pequeños arco iris.

—Es medio rhinu —dijo el dueño.

—¿Es que quiere que le pague antes de comérmelo? —preguntó Rincewind.

—Después tal vez no quieras pagar, amigo.

Un rhinu era más oro del que Rincewind había poseído nunca. Se dio unas palmadas teatrales en los bolsillos.

—De hecho, parece que… —empezó. Se oyó un «plof» a su lado. Se le acababa de caer al suelo Lo que hice en mis vacaciones.

—Muy bien, gracias, con eso llega —le dijo el dueño a la sala en general. Le puso el cuenco en la mano a Rincewind y, con un gesto rápido, pescó el librito y se lo volvió a embutir al mago en el bolsillo.

—¡Siéntate en el rincón! —musitó entre dientes—. ¡Ya se te dirá qué tienes que hacer!

—Pero si ya sé qué hacer. Meter la cuchara en el cuenco, llevarme la cuchara a la boca…

—¡Siéntate!

Rincewind encontró el rincón más oscuro y se sentó. La gente seguía mirándole.

Para evitar la mirada colectiva sacó Lo que hice en mis vacaciones y lo abrió al azar, en un esfuerzo por averiguar por qué había tenido aquel efecto mágico en el posadero.

«… Me vendió un bocadillo que contenía algo llamado [pictograma complicado] y hecho en su totalidad de entrañas de cerdo [perro orinando]», leyó. «Y cosas como aquella se podían comprar por una moneda de las pequeñas en cualquier momento, y los ciudadanos estaban tan saciados que casi nunca compraban aquellos [pictograma complicado] del puesto de venta de [pictograma complicado pero que parecía incluir una pastilla de jabón]-san.»

Salchichas rellenas de partes de cerdo, pensó Rincewind. Bueno, tal vez fueran algo asombroso si hasta entonces la idea que uno tenía de una comida abundante era un cuenco lleno de agua de fregar con algo cuajando en la superficie.

¡Ja! El señor «Lo que hice en mis vacaciones» tenía que ir a Ankh-Morpork la próxima vez, a ver qué le parecían las… salchichas… llenas de productos porcinos… genuinos… del viejo Escurridizo…

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