Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—Esto… Gracias. Gracias. Sí. Una simple comprobación. Sí. Se lo pueden quedar. Yo… esto… me quedaré… la anciana abuelita… correr de lado… oh, maldición… el pescado.

Rincewind siempre había estado en la base de la pirámide social. No importaba el tamaño de la pirámide. La cima podía estar más alta o más baja, pero la base siempre estaba en el mismo sitio. Pero por lo menos era una pirámide de Ankh-Morpork.

En Ankh-Morpork nadie le hacía reverencias a nadie, Y cualquiera que intentara en Ankh-Morpork lo que él acababa de intentar ahora estaría buscando sus dientes por el suelo y quejándose del dolor que sentía en la entrepierna y su caballo ya habría sido repintado dos veces y vendido a un hombre que juraría que era el propietario desde hacía años.

Se sintió extrañamente orgulloso de aquello.

Algo extraño se elevó de las profundidades fangosas de su alma. Era, para su asombro, un impulso generoso.

Se bajó del caballo y les tendió las riendas. Los caballos eran útiles, pero él estaba acostumbrado a pasar sin ellos. Además, en distancias cortas los hombres podían correr más que los caballos, y este era un hecho muy apreciado por el corazón de Rincewind.

—Tengan —dijo—. Quédenselo. A cambio del pescado.

El que empujaba la carretilla gritó, agarró las asas de su vehículo y salió corriendo a la desesperada. Varios hombres rodaron por el suelo, echaron un semivistazo a Rincewind, gritaron también y salieron corriendo detrás de él.

Peor que los látigos, había dicho Cohen. Aquí tienen algo peor que los látigos. Ya no les hacen falta los látigos. Rincewind confiaba en no averiguar nunca de qué se trataba, si había hecho aquello a la gente.

Siguió cabalgando a través de un paisaje interminable de campos. Ni siquiera había maleza en los arcenes, ni tampoco tabernas. Entre los campos lejanos había formas que podían ser pueblos o aldeas, pero no parecía haber caminos que llevaran a ellas, tal vez porque los caminos malgastaban el valioso barro agrícola.

Por fin se sentó sobre una roca que presumiblemente no habían conseguido mover ni siquiera los esfuerzos más denodados de los campesinos y se rebuscó en el bolsillo su vergonzoso almuerzo a base de pescado seco.

Su mano tocó el fajo de papeles que le había dado el señor Saveloy. Lo sacó y se le llenó de migas.

Este es el meollo del asunto, había dicho el maestro bárbaro. Sin explicar cuál era el asunto.

LO QUE HICE EN MIS VACACIONES, decía el título. La caligrafía era mala, o, mejor dicho, la pintura era mala: los agateos escribían con pinceles y ensamblaban pequeñas palabras dibujadas con los componentes que tenían a mano. No es que una imagen valiera por mil palabras, es que una imagen eran mil palabras.

A Rincewind no se le daba muy bien leer aquel idioma. Había muy pocos libros agateos incluso en la biblioteca de la Universidad Invisible. Y este parecía que quien fuera que lo había escrito estaba intentando entender algo que le resultaba poco familiar.

Pasó un par de páginas. Era una historia sobre una Gran Ciudad que contenía cosas magníficas, «cerveza tan fuerte como un buey», decía, y «pasteles que contienen muchas, muchas partes del cerdo». En aquella ciudad todo el mundo parecía ser sabio, amable, fuerte o las tres cosas a la vez, sobre todo un personaje llamado el Gran Hechicero que parecía tener un lugar preferencial en el texto.

Y también había pequeños comentarios desconcertantes, como por ejemplo: «Vi a un hombre pisarle los dedos del pie a un guardia de la ciudad, que le dijo: «¡Tu mujer es un hipopótamo enorme!», a lo que el hombre respondió: «Métetelo allí donde el sol no proyecta su luz, persona enorme», a lo que el guardia [y esta parte estaba escrita en tinta roja y la escritura era temblorosa, como si el autor se hubiera sentido muy emocionado] no desproveyó al hombre de su cabeza tal como dicta la antigua tradición». La declaración iba seguida de un pictograma que mostraba a un perro haciendo aguas menores, que por alguna oscura razón era el equivalente agateo de un signo de admiración. Y había cinco perros seguidos.

Rincewind pasó las páginas distraídamente. Estaban todas llenas de aquel mismo aburrimiento, frases que afirmaban enormes obviedades pero que a menudo llevaban detrás varios perros incontinentes. Como por ejemplo: «El posadero dijo que la ciudad le había exigido sus impuestos pero que él no tenía intención de pagar, y cuando le pregunté si no tenía miedo él me explicó: «Que les [pictograma complicado] a todos excepto a uno y ese puede [pictograma complicado] a sí mismo» [perro orinando, perro orinando]. Y continuaba diciendo: «El [pictograma que indicaba gobernador supremo] es un [otro pictograma que, después de pensarlo bastante y sostener la foto en varios ángulos distintos, Rincewind decidió que quería decir ‘trasero de caballo’] y se lo puedes decir de mi parte», y en aquel momento un guardia que estaba en la taberna no lo destripó [perro orinando, perro orinando], sino que dijo: «Díselo también de parte mía» [perro orinando, perro orinando, perro orinando, perro orinando, perro orinando]».

¿Y qué tenía aquello de raro? En Ankh-Morpork la gente hablaba así todo el tiempo, o por lo menos expresaba aquellos mismos sentimientos. Dejando de lado el perro.

Claro, un país que arrasaba una ciudad para enseñarles una lección a las demás ciudades era un sitio desquiciado. Tal vez aquel fuera un libro de chistes y él no le había encontrado la gracia. Tal vez los humoristas de allí conseguían grandes risas del público con líneas como: «¿Saben aquel que dice que me encontré a un hombre de camino al teatro y no me cortó las piernas, perro orinando, perro orinando?».

Había oído el tintineo de un arnés en el camino, pero no le había prestado atención. Ni siquiera había levantado la vista al oír que se acercaba alguien. Para cuando se le ocurrió mirar ya era demasiado tarde, porque alguien le había puesto la bota en el cuello.

—Oh, perro orinando —dijo antes de perder el conocimiento.

Hubo una ráfaga de aire y el Equipaje apareció, cayendo pesadamente sobre un montón de nieve.

Tenía un cuchillo de carnicero clavado en la tapa.

Permaneció inmóvil durante un tiempo y luego, ejecutando una compleja danza con las piernas, dio un giro de trescientos sesenta grados.

El Equipaje no pensaba. No tenía nada con qué pensar. Fueran cuales fuesen sus procesos interiores, probablemente tenían más que ver con la forma en que un árbol reacciona al sol y la lluvia y las tormentas repentinas, pero acelerados a toda pastilla.

Al cabo de un rato pareció que ya se iba orientando y echó a andar tranquilamente por la nieve a medio derretir.

El Equipaje tampoco sentía. No tenía nada con qué sentir. Pero sí reaccionaba, del mismo modo que un árbol reacciona a los cambios de estación.

Aceleró el paso.

Estaba cerca de casa.

Rincewind tuvo que admitir que el hombre que estaba gritando tenía razón. Bien, no cuando decía que el padre de Rincewind era el hígado enfermo de un tipo de oso panda de las montañas y su madre era un cubo de baba de tortuga. Rincewind no había conocido en persona a ninguno de sus progenitores, pero creía que probablemente fueran al menos vagamente humanoides, a grandes rasgos. Pero sobre el tema de parecer estar en posesión de un caballo robado, aquel hombre sí que había calado perfectamente a Rincewind, además de ponerle un pie en el cuello. Un pie en el cuello es el noventa por ciento de la ley.

Sintió manos hurgándole en los bolsillos.

Otra persona —Rincewind apenas podía ver más que unos pocos centímetros de suelo aluvial, pero por el contexto le parecía que era una persona hostil— se unió a los gritos.

A Rincewind lo levantaron del suelo.

Los guardias eran en gran medida como los guardias que Rincewind había experimentado en otros lugares. Tenían la cantidad de intelecto justa para golpear a la gente y arrastrarla al foso de los escorpiones. Y eran campeones de liga en gritarle a la gente a pocos centímetros de sus caras.

El efecto se volvía surrealista por el hecho de que los guardias no tenían cara, o por lo menos no lo que se llama una cara propia. Sus yelmos adornados y esmaltados en negro tenían caras pintadas con unos bigotes enormes y solo dejaban al descubierto la boca del propietario a fin de que este pudiera, por ejemplo, llamar al abuelo de Rincewind caja de cagarrutas de peces de colores de mala calidad.

Esgrimieron ante su cara Lo que hice en mis vacaciones.

—¡Bolsa de pescado podrido!

—No sé qué quiere decir eso —dijo Rincewind—. Alguien me lo di…

—¡Pies de leche absolutamente agria!

—¿Le importaría no gritar tan alto? Creo que me acaba de estallar el tímpano.

El guardia se calmó, posiblemente porque se había quedado sin aliento. Rincewind tuvo un momento para examinar la escena.

En el camino había dos carros. Uno de ellos parecía una jaula sobre ruedas. Distinguió unas caras que lo observaban aterradas. El otro era un palanquín muy adornado llevado por ocho campesinos. Unas cortinas suntuosas tapaban los laterales, pero Rincewind vio que se apartaban para que alguien desde el interior pudiera verlo a él.

Los guardias se dieron cuenta de aquello. Pareció incomodarlos.

—Si me dejáis que os exp…

—¡Silencio, boca de…! —el guardia vaciló.

—Ya habéis usado la tortuga, el pez de colores y algo con lo que probablemente os referíais al queso —dijo Rincewind.

—¡Boca de mollejas de pollo!

Una mano larga y delgada emergió de las cortinas e hizo solamente una seña.

A Rincewind lo empujaron hacia allí. La mano tenía las uñas más largas que había visto nunca en algo que no ronroneara,

—¡Póstrate!

—¿Cómo? —dijo Rincewind.

¡Póstrate!

Las espadas salieron de sus vainas.

—¡No entiendo lo que decís! —se lamentó Rincewind.

—Póstrate, por favor —susurró una voz en su oído. No era una voz particularmente amigable pero comparada con el resto de las voces era de lo más afectuosa. Daba la impresión de que pertenecía a un hombre joven. Y hablaba muy buen morporkiano.

—¿Cómo?

—¿No sabes hacerlo? Arrodíllate y pega la frente al suelo. Si es que quieres volver a llevar sombrero.

Rincewind vaciló. Era un morporkiano nacido libre, y entre la lista de cosas que un ciudadano no hacía estaba inclinarse ante un, digámoslo suavemente, extranjero.

Por otro lado, en lo más alto de la lista de cosas que los ciudadanos no hacían figuraba dejarse cortar la cabeza.

—Eso está mejor. Eso está bien. ¿Cómo sabías que tenías que temblar?

—Esa se me ha ocurrido a mí solito.

La mano le hizo señas con el dedo.

Uno de los guardias abofeteó a Rincewind con el ejemplar fangoso de Lo que hice en mis vacaciones. Rincewind lo agarro con expresión culpable mientras el guardia corría hacia el dedo de su amo.

—¿Voz? —dijo Rincewind.

—¿Sí?

—¿Qué pasa si solicito inmunidad por ser extranjero?

—Hay una cosa especial que hacen con un chaleco de alambres y un rallador de queso.

—Ah.

—Y en Hunghung hay torturadores que pueden mantener a un hombre vivo durante años.

—Supongo que no hablas de saludables carreras por las mañanas y de una dieta rica en fibras.

—No. Así que mantén cerrada la boca y si tienes suerte te mandarán a hacer de esclavo en palacio.

—Suerte es mi segundo apellido —farfulló Rincewind—. Eso sí, el primero es Mala.

—Acuérdate de tartamudear y postrarte.

—Haré lo que pueda.

La mano blanca emergió con un trozo de papel. El guardia lo cogió, se giró hacia Rincewind y carraspeó.

—¡Atiende a la sabiduría y la justicia del inspector de distrito Kee, bola de emanaciones de ciénaga! ¡Me refiero a ti, no a él!

Volvió a carraspear y acercó la vista al papel al estilo de alguien que aprendió a leer diciendo con mucha atención el nombre de cada letra en voz alta.

—«El poni blanco corre entre los… los…»

El guardia se volvió, mantuvo una conversación en voz baja con las cortinas y se volvió otra vez.

—«… crisantememos… temos en flor, el viento frío agita los albaricoqueros. Mandadlo a palacio como esclavo hasta que todos los apéndices se le caigan.»

Varios de los demás guardias aplaudieron.

—Levanta la vista y aplaude —dijo la Voz.

—Me temo que se me caerían los apéndices.

—Es un rallador de queso bastante grande.

—¡Bravo! ¡Sensacional! ¡Otra! ¿Y la parte esa sobre los crisantememos? ¡Maravillosa!

—Bien. Escucha. Eres de Bes Pelargic. Tienes el mismo acento, que me maten si sé por qué. Es una ciudad portuaria y la gente de allí es un poco extraña. Te asaltaron unos bandidos y escapaste en uno de sus caballos. Es por eso que no llevas tus documentos encima. Aquí necesitas papeles para todo, incluso para ser alguien. Y finge que no me conoces.

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