—La Horda de Plata —dijo Cohen, con un toque de orgullo.
—¿Cómo? ¿Disculpa?
—Así se llaman. En el negocio de las hordas hay que tener un nombre. La Horda de Plata.
Rincewind se volvió. Varios miembros de la horda se habían quedado traspuestos.
—La Horda de Plata —dijo—. Ajá. Concuerda con el color de su pelo. En el caso de los que tienen pelo. Así que… con esta… Horda de Plata tienes pensado asaltar la ciudad, matar a todos los guardias y robar todo el tesoro, ¿verdad?
Cohen asintió.
—Sí… Algo así. Claro que no tendremos que matar a todos, todos los guardias…
—¿Ah, no?
—Tardaríamos demasiado.
—Claro, y obviamente querréis dejaros algo de trabajo para mañana.
—Me refiero a que los guardias estarán ocupados con la revolución y todo eso.
—¿Una revolución también? Caramba.
—Dicen que es una época de portentos —dijo Cohen—, Que…
—Me sorprende que tengan tiempo para preocuparse sobre el estado de su equipo de acampada —dijo Rincewind.
—Te aconsejo de verdad que te quedes con nosotros —dijo Gengis Cohen—. Estarás más seguro.
—Oh, no estoy tan seguro de eso —dijo Rincewind, con una sonrisa horrible—. No estoy nada convencido.
Si estoy solo, pensó, solamente me pueden pasar cosas espantosas normales.
Cohen se encogió de hombros y luego escrutó el claro hasta que su mirada se posó en un tipo delgado que estaba sentado un poco apartado del resto, leyendo un libro.
—Míralo —dijo con aire benevolente, como un hombre señalando a un perro que ha hecho un buen truco—, siempre tiene la nariz en un libro. —Alzó la voz—. ¿Profe? Ven y enséñale a este mago el camino a Hunghung.
Se volvió una vez más hacia Rincewind:
—Profe te enseñará todo lo que quieras saber porque lo sabe todo. Te dejo con él. Voy a tener una charla con Vincent el Viejo.—Hizo un gesto con la mano como quitando importancia—. No es que le pase nada malo, qué va —dijo en tono desafiante—. Es que tiene mala memoria. Tuvimos algunos problemillas de camino aquí. No paro de decirle que son las mujeres lo que se viola y las casas lo que se incendia.
—¿Viola? —dijo Rincewind—. Eso no es muy…
—Tiene ochenta y siete años —dijo Cohen—. No eches por tierra los sueños de un anciano.
Profe resultó ser un hombre alto y esquelético con una expresión amigablemente distraída y una mata de pelo blanco que, vista desde arriba, le hacía parecer una margarita. Ciertamente no parecía un forajido sediento de sangre, aunque llevaba una camisa de cota de malla que le venía un poco grande y una vaina enorme, sujeta con una correa a la espalda que no albergaba ningún arma pero sí un surtido de pergaminos y pinceles. Su camisa de cota de malla tenía un bolsillo en la pechera con tres estilográficas de colores distintos dentro de un protector de bolsillo de cuero.
—Ronald Saveloy —dijo, estrechando la mano de Rincewind—. Ciertamente estos caballeros asumen un conocimiento considerable por mi parte. Vamos a ver… quiere ir usted a Hunghung, ¿cierto?
Rincewind había estado pensando en ello.
—Quiero conocer el camino a Hunghung… —dijo con precaución.
—Sí. Bueno. En esta época del año yo de usted me dirigiría al sol poniente hasta dejar atrás las montañas y llegaría a la llanura aluvial donde verá rastros de morrenas glaciares y algunos ejemplos bastante buenos de lo que sin duda son cantos rodados erráticos. Son unos quince kilómetros.
Rincewind se lo quedó mirando. Las referencias geográficas que daban los forajidos solían ser más del tipo «sigue recto pasada la ciudad en llamas y gira a la derecha cuando llegues donde están todos los ciudadanos colgados de las orejas».
—Esas morrenas parecen peligrosas —dijo.
—No son más que residuos de antiguas glaciaciones —dijo el señor Saveloy.
—¿Y qué hay de esos cantos rodados erráticos? Me suenan a la típica cosa que se te echa encima…
—No son más que rocas alejadas considerablemente de su lugar de origen por un glaciar —dijo el señor Saveloy—. Nada de qué preocuparse. El paisaje no es hostil.
Rincewind no le creyó. A él le había golpeado el suelo muchas veces.
—Y sin embargo —dijo el señor Saveloy —por ahora Hunghung es un poco peligroso.
—No, ¿en serio? —dijo Rincewind en tono cansino.
—No es exactamente un asedio. Todo el mundo está esperando a que se muera el emperador. Es lo que aquí llaman —sonrió— «tiempos interesantes».
—Yo odio los tiempos interesantes.
Los restantes miembros de la Horda se habían alejado, se habían vuelto a quedar traspuestos o se estaban quejando entre ellos de sus pies. A lo lejos se oía la voz de Cohen:
—Mira, esto es una cerilla y esto es…
—¿Sabe? Resulta usted muy culto para ser un bárbaro —dijo Rincewind.
—Oh, cielos, yo no soy bárbaro de siempre. Yo era maestro de escuela. Por eso me llaman Profe.
—¿Y qué enseñaba?
—Geografía. Y me interesaban mucho los estudios aurientales[15]. Pero decidí dejarlo para ganarme la vida con la espada.
—¿Después de ser profesor toda su vida?
—Supuso un cambio de perspectiva, sí.
—Pero… bueno., seguramente… las privaciones… los peligros terribles, el riesgo diario de muerte…
El señor Saveloy se animó de pronto:
—Ah, también usted ha sido maestro, ¿verdad?
Rincewind oyó un grito y miró a su alrededor. Se volvió para ver a dos miembros de la Horda discutiendo con las narices pegadas.
El señor Saveloy suspiró.
—Estoy intentando enseñarles ajedrez —dijo—. Es vital para entender la mente auriental. Pero me temo que no entienden la noción de esperar su turno para mover pieza, y su idea de una buena apertura es que el rey y todos los peones avancen juntos en tromba por el tablero y le peguen fuego a las torres del rival.
Rincewind se inclinó hacia su interlocutor.
—Mire, o sea… ¿Gengis Cohen? —dijo—. ¿Ha perdido la chaveta? O sea… matar a media docena de sacerdotes geriátricos y robar unas joyas de bisutería, vale. ¡Pero atacar él solo a cuarenta mil guardias es la muerte segura!
—Oh, no estará solo —dijo el señor Saveloy.
Rincewind parpadeó. Cohen tenía algo especial. A la gente se le contagiaba su optimismo como si fuera un resfriado común.
—Ah, sí. Claro. Lo siento. Me había olvidado. ¿Siete contra cuarenta mil? No creo que vayan a tener ningún problema. Yo me largo. Creo que bastante deprisa.
—Tenemos un plan. Viene a ser… —El señor Saveloy vaciló. Sus ojos se desenfocaron un poco—. ¿Sabe? Esa cosa. Lo hacen las abejas. Y las avispas. Y creo que también algunas medusas… Se me acaba de ir la palabra de la boca… Esto… Va a ser la más grande que ha habido nunca, creo.
Rincewind le lanzó otra mirada inexpresiva.
—Estoy seguro de haber visto un caballo de más.
—Déjeme que le dé esto —dijo el señor Saveloy—. Luego tal vez lo entienda usted. Es el meollo del asunto, créame…
Le dio a Rincewind un pequeño fajo de papeles sujetos por la esquina con un trozo de cordel.
Rincewind se lo metió a toda prisa en el bolsillo y solamente tuvo tiempo de ver el título en la primera página.
Decía:
LO QUE HICE EN MIS VACACIONES
A Rincewind le parecía que las alternativas eran muy claras. Estaba la ciudad de Hunghung, asediada, al parecer hirviendo de peligros y de revoluciones, y estaba el resto del mundo.
Por tanto era importante saber dónde estaba Hunghung para no toparse con ella por accidente. Prestó mucha atención a las indicaciones del señor Saveloy y se alejó cabalgando en dirección contraria.
Podía embarcarse en alguna parte. Por supuesto, a los magos les sorprendería verlo de vuelta, pero siempre podía decirles que no había encontrado a nadie en casa.
Las colinas dieron paso a una tierra de matorrales bajos que a su vez dio paso a una llanura húmeda al parecer interminable donde se veía a lo lejos y entre la niebla un río tan serpenteante que se pasaba la mitad del camino fluyendo hacia atrás.
La tierra era un damero de cultivos. A Rincewind le gustaba el campo en teoría, siempre y cuando el campo no se levantara para recibirlo y estuviera a ser posible al otro lado de las murallas de una ciudad, pero aquello apenas se podía calificar de campo. Se parecía más a una granja enorme y sin cercas. De los campos se elevaban de vez en cuando rocas enormes con un aspecto peligrosamente errático.
A veces veía gente trabajando duro a lo lejos. Por lo que él podía ver, su principal actividad era remover el barro.
A veces veía un hombre metido hasta los tobillos en un campo anegado sujetando a un búfalo de agua con una cuerda. El búfalo se dedicaba a pastar y de vez en cuando movía el vientre. El hombre se dedicaba a sujetar la cuerda. Parecía ser su única meta y ocupación en la vida.
Había unas cuentas personas más en la carretera. Normalmente empujaban carretillas llenas de bostas de búfalo de agua o, posiblemente, barro. No prestaban ninguna atención a Rincewind. De hecho se dedicaban con empeño a no prestar atención. Pasaban a toda prisa a su lado mirando fijamente las escenas de barrodinámica o de movimiento de vientres bovinos que tenían lugar en los campos.
Rincewind sería el primero en admitir que su cerebro era un poco lento[16]. Pero llevaba el suficiente tiempo vivo como para percibir las señales. Aquella gente no le prestaba atención porque aquella gente no veía a la gente que iba a caballo.
Probablemente descendían de gente que había aprendido que si miras demasiado fijamente a alguien que va a caballo recibes una intensa sensación punzante como la que se experimenta cuando alguien te da con un palo en la oreja. No mirar a la gente que iba a caballo se había vuelto hereditario. La gente que miraba a la gente que iba a caballo de alguna forma que se considerara rara nunca sobrevivía el tiempo suficiente como para reproducirse.
Decidió probar un experimento. La siguiente carretilla que pasó traqueteando a su lado no transportaba barro sino gente, una media docena, sentados a ambos lados de la enorme rueda central. El método de propulsión secundario era una pequeña vela desplegada para aprovechar el viento, pero el método primario era esa fuente preponderante de energía motriz en toda comunidad campesina: el bisabuelo de alguien, o por lo menos alguien que parecía el bisabuelo de alguien.
Cohen había dicho: «Aquí hay hombres capaces de empujar una carretilla durante cincuenta kilómetros alimentados con un cuenco de mijo con un poco de porquería dentro. ¿Qué conclusión sacas de eso? Pues que otro se está zampando el cerdo».
Rincewind decidió explorar la dinámica social y también probar el idioma. Hacía años que no lo usaba, pero tenía que admitir que Ridcully no andaba equivocado. Se le daban bien los idiomas. El agateo era un idioma con unas pocas sílabas básicas. Todo dependía más bien del tono, la inflexión y el contexto. Por lo demás, la palabra que significaba líder militar era también la palabra que significaba marmota de cola larga, órgano sexual masculino y gallinero antiguo.
—¡Eh, tú! —gritó—. Ejem… ¿Doblar bambú? ¿Una expresión desaprobadora? Esto… quiero decir… ¡párate!
La carretilla patinó hasta parar. Nadie lo miró. Miraban más allá de él, o alrededor de él, o hacia sus pies.
Al final el tipo que empujaba la carretilla, al estilo de un hombre que sabe que está perdido haga lo que haga, murmuró:
—¿Qué ordena su señoría?
Rincewind se sintió muy arrepentido más tarde por lo que contestó.
Lo que contestó fue:
—Dadme toda vuestra comida y… perros reticentes, ¿de acuerdo?
Ellos se le quedaron mirando con caras impasibles.
—Maldición. Quiero decir… ¿escarabajos en formación?… ¿variedad de cascada?… Ah, sí… dinero.
Hubo un movimiento general y un hurgar en las ropas de los pasajeros. Luego el que empujaba la carretilla se acercó furtivamente a Rincewind, cabizbajo, y le ofreció su sombrero. Contenía algo de arroz, algo de pescado seco y un huevo de aspecto altamente peligroso. Y algo así como medio kilo de oro en monedas grandes y redondas.
Rincewind se quedó mirando el oro.
En el Continente Contrapeso el oro era tan común como el cobre. Aquella era una de las pocas cosas que todo el mundo sabía sobre el lugar. No tenía sentido alguno que Cohen intentara ninguna clase de gran atraco. Había un límite a lo que una persona podía cargar. Podía limitarse a asaltar una aldea de campesinos y vivir como un rey durante el resto de su vida. Tampoco es que necesitara tanto…
De pronto el «más tarde» lo alcanzó y, en efecto, se sintió bastante avergonzado. Aquella gente apenas tenía nada, salvo montones de oro.