Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Y él se había sentido asombrado, y luego intrigado, y por fin perdido de admiración por lo que había visto…

Yo tendría que haber nacido allí, pensó mientras observaba a los demás miembros del Consejo Sereno. Oh, una partida de ajedrez con alguien como lord Vetinari. Estaba seguro de que el patricio observaría atentamente el tablero durante tres horas antes incluso de hacer el primer movimiento…

Lord Hung se volvió hacia el eunuco a cargo de las actas del Consejo Sereno.

—¿Podemos continuar? —preguntó.

El hombre lamió nerviosamente su pincel.

—Ya casi he terminado, oh señor —dijo.

Lord Hong suspiró.

¡Maldita caligrafía! ¡Allí iba a haber cambios! Tenían un lenguaje escrito de siete mil letras y aun así tardaban un día entero en escribir un poema de trece sílabas sobre un poni blanco que trotaba por entre los jacintos silvestres. Y era un lenguaje precioso y elegante, había que admitirlo, y nadie lo escribía tan bien como lord Hong. Pero Ankh-Morpork tenía un alfabeto de veintiséis letras toscas, feas e inexpresivas, solamente adecuadas para campesinos y artesanos… y había producido poemas y obras teatrales que dejaban huellas al rojo vivo en el alma. Y también se podían usar para escribir las jodidas actas de una reunión de cinco minutos en menos de un día.

—¿Por dónde vas? —preguntó.

El eunuco tosió cortésmente.

—«Con qué dulzura la flor del albaric…» —empezó.

—Sí, sí, sí-dijo lord Hong—. ¿Podemos saltarnos por una vez el marco poético, por favor?

—Ejem. «Las actas de la reunión anterior se han firmado como es debido.»

—¿Eso es todo?

—Esto… Veréis, es que tengo que terminar de pintar los pétalos de…

—Me gustaría que esta reunión se acabara esta misma tarde. Vete.

El eunuco recorrió ansiosamente la mesa con la mirada, recogió sus rollos de pergamino y sus pinceles y salió a toda prisa.

—Bien —dijo lord Hong. Saludó a los demás señores de la guerra con la cabeza. Se reservó un saludo especialmente amigable para lord Tang. Lord Hong había considerado la idea con cierto interés intrigado, pero es que realmente parecía que lord Tang era un hombre de honor. Era un honor más bien acobardado y estrecho de miras, pero definitivamente estaba ahí, en alguna parte, y habría que ocuparse de él.

—Será mejor en todo caso, mis lores, que hablemos en privado sobre la cuestión de los rebeldes —dijo—. Me han llegado informaciones inquietantes de mis espías sobre sus actividades.

Lord McSweeney asintió.

—Me he encargado de que ejecuten a treinta rebeldes en Sum Dim —dijo—. A modo de ejemplo.

A modo de ejemplo de la estupidez de lord McSweeney, pensó lord Hong. Estaba seguro, y nadie lo podía saber mejor que él, de que ni siquiera había una unidad del Ejército Rojo en Sum Dim. Pero casi con toda seguridad a aquellas alturas ya habría una. La verdad es que era demasiado fácil.

Los demás señores de la guerra también pronunciaron pequeños pero orgullosos discursos sobre sus esfuerzos por convertir disturbios apenas perceptibles en revoluciones sangrientas, aunque ellos no alcanzaban a verlo así.

Bajo sus bravuconadas estaban nerviosos, como perros pastores que han vislumbrado un mundo donde las ovejas no corren.

A lord Hong le encantaba el nerviosismo. Tenía intención de usarlo llegado el momento. Y ahora era el momento de sonreír.

Por fin dijo:

—Sin embargo, mis lores, a pesar de vuestros valiosísimos esfuerzos la situación sigue siendo grave. Tengo información de que ha llegado un mago muy importante de Ankh-Morpork para ayudar a los rebeldes aquí en Hunghung, y de que hay una conjura para derrocar la buena organización del mundo celestial y asesinar al emperador, que viva por diez mil años. Debo asumir, naturalmente, que los diablos extranjeros están detrás de esto.

—¡Yo no sé nada del asunto! —saltó lord Tang.

—Mi querido lord Tang, no estaba sugiriendo que debierais saber nada —dijo lord Hong.

—Quería decir… —empezó lord Tang.

—Vuestra lealtad al emperador no se está cuestionando —continuó lord Hong, con tanta naturalidad como un cuchillo cortando mantequilla caliente—. Ciertamente, es casi seguro que alguien en un puesto elevado está ayudando a esa gente, pero ni una sola prueba señala en vuestra dirección.

—¡Espero que no!

—Por supuesto.

Los lores Fang y McSweeney se apartaron un poquito de lord Tang.

—¿Cómo pudimos permitir que sucediera esto? —preguntó lord Fang—. Es cierto que la gente, la gente estúpida y degenerada, se ha aventurado a veces más allá de la Muralla. Pero permitir que alguien regresara…

—Me temo que el gran visir de por entonces era un hombre caprichoso e inestable —dijo lord Hong—. Y se le ocurrió que sería interesante ver si podía recabar datos de inteligencia.

—¿Inteligencia? —dijo lord Fang—. ¡Esa ciudad de Anj-Mor-Pork es una abominación! ¡Simple anarquía! ¡Parece que no hay nobles relevantes y que la sociedad es un nido de termitas! Sería mejor para nosotros, mis lores, que esa ciudad fuera barrida de la faz del mundo.

—Vuestros incisivos comentarios serán tenidos en cuenta, lord Fang —dijo lord Hong, mientras una parte de él se revolcaba por el suelo de la risa—. En cualquier caso —continuó—, me encargaré de que se pongan más guardias en los aposentos del emperador. Fuera como fuese que empezó todo este problema, tenemos que encargarnos de que termine ya.

Miró cómo ellos lo miraban. Creen que quiero gobernar el Imperio, pensó. Así que están todos —salvo lord Tang, compañero rebelde de travesía como sin duda demostrará ser— calculando cómo pueden obtener beneficio de ello…

Los despidió y se retiró a sus habitaciones.

Era un hecho probado que los fantasmas y diablos que vivían más allá de la Muralla no conocían la cultura y estaba claro que tampoco los libros, y estar en posesión de un objeto tan patentemente imposible se castigaba con la muerte. Y la confiscación.

Lord Hong había reunido una buena biblioteca. Incluso había adquirido mapas.

Y más que mapas. Había una caja que guardaba bajo llave, en la sala donde estaba el espejo de cuerpo entero…

Pero no ahora. Más tarde…

¡Ankh-Morpork! Hasta el nombre sonaba rico.

Solamente necesitaba un año. El temible azote de la rebelión le permitiría asumir la clase de poderes que ni siquiera el más loco de los emperadores había soñado. Y luego sería impensable no construir una flota vengadora que llevara el terror a los diablos extranjeros. Gracias, lord Fang. Su idea será tenida en cuenta.

¡Como si importara quién fuera emperador! El Imperio era si acaso un plus que adquiriría más adelante, tal vez, de pasada. A él que le dieran Ankh-Morpork, con sus enanos laboriosos y su conocimiento, por encima de todo, de la maquinaria. Que miraran si no los Perros Ladradores. La mitad del tiempo volaban por los aires. Eran imprecisos. El principio era sólido pero la ejecución era terrible, sobre todo cuando volaban por los aires.

A lord Hong le había parecido una revelación contemplar el problema desde el punto de vista de Ankh-Morpork y se había dado cuenta de que tal vez sería mejor darle el trabajo de Propicio Fabricante de Perros a algún campesino que tuviera conocimientos de metal y de explosivos que a algún funcionario que hubiera obtenido las mejores notas en un examen para encontrar el mejor poema sobre el hierro. En Ankh-Morpork la gente hacía las cosas.

A él que le dejaran bajar por la calle Ancha como propietario y comerse las tartas del famoso señor Escurridizo. Que le dejaran jugar una partida de ajedrez contra lord Vetinari. Por supuesto, eso comportaba dejar al hombre que conservara un brazo.

Estaba temblando de emoción. No más tarde… ahora. Sus dedos buscaron la llave secreta que llevaba en una cadenilla al cuello.

Apenas era un camino. Los conejos pasarían de largo. Y uno juraría que no había más que una roca enorme y sin pasos practicables hasta que encontraba la abertura.

En cuanto uno la encontraba, sin embargo, apenas valía la pena el esfuerzo. Llevaba a un barranco alargado con unas cuantas cuevas naturales, un poco de hierba y un manantial.

Y resultó que también estaba allí la banda de Cohen. Salvo que él la llamaba horda. Estaban sentados al sol, quejándose de que ya no hacía el calorcito de otros tiempos.

—Ya estoy de vuelta, muchachos —dijo Cohen.

—Ah, ¿te habías ido?

—¿Mande? ¿Qué dice?

—Dice que ESTÁ DE VUELTA.

—¿Quién da una vuelta?

Cohen dedicó una sonrisa a Rincewind.

—Me los he traído conmigo —dijo—. Como he dicho, andar solo no tiene futuro hoy en día.

—Esto —dijo Rincewind, después de examinar la pequeña escena—, ¿hay alguno de estos hombres que tenga menos de ochenta años?

—Ponte de pie, Willie el Chaval —dijo Cohen.

Un hombre deshidratado y solamente una pizca menos arrugado que los demás se puso de pie. Lo más llamativo de su persona eran los pies. Llevaba unas botas con las suelas extremadamente gruesas.

—Son para que me toquen el suelo los pies —dijo.

—Y esto… ¿no le tocan el suelo con botas normales?

—No. Es un problema ortopédico. ¿Sabes que hay mucha gente que tiene una pierna más corta que la otra? Pues mira por dónde, lo que tengo yo…

—No me lo diga —dijo Rincewind—. A veces tengo unos flashes increíbles… Usted tiene las dos piernas más cortas que la otra, ¿verdad?

—Asombroso. Está claro que eres mago —dijo Willie el Chaval—. Entiendes de estas cosas.

Rincewind le dedicó una sonrisa entusiasta y enloquecida al siguiente miembro de la horda. Era casi con seguridad un ser humano, porque los monitos arrugados no solían ir en silla de ruedas llevando cascos con cuernos. El tipo le hizo una mueca a Rincewind.

—Este es…

—¿Mande? ¿Qué?

—Hamish el Loco —dijo Cohen.

—¿Mande? ¿Lo cuál?

—Apuesto a que esa silla de ruedas aterra a la gente a base de bien —dijo Rincewind—. Sobre todo las cuchillas.

—Nos costó un huevo pasarla por encima de la muralla —admitió Cohen—. Pero te asombraría la velocidad que puede coger.

—¿Mande?

—Y este es Truckle el Descortés.

—Vete a tomar por culo, mago.

Rincewind miró con una sonrisa al sujeto B.

—Esos bastones… ¡Fascinante! Es muy impresionante el detalle de escribir AMOR y ODIO en ellos.

Cohen sonrió con aire paternal.

—Truckle estaba reconocido como uno de los criminales más duros del mundo —dijo.

—¿De verdad? ¿Él?

—Pero es asombroso lo que se puede hacer con un supositorio de hierbas.

—Que te den a ti —dijo Truckle.

Rincewind parpadeó.

—Esto, ¿podemos hablar un segundo, Cohen?

Se llevó aparte al anciano bárbaro.

—No quiero que parezca que he venido a causar problemas —dijo—, pero ¿no te llama un poco la atención, en serio, que estos hombres están un poquito, bueno, que tienen pasada la fecha de caducidad? ¿Que son un poquito, por decirlo sin florituras, viejos?

—¿Mande? ¿Qué ha dicho?

—Dice que hay poca ESPESURA ENTRE LOS TEJOS.

—¿Mande?

—¿Pero qué dices? Entre todos suman casi quinientos años de experiencia concentrada de héroe bárbaro —dijo Cohen.

—Quinientos años de experiencia en una unidad de combate van bien —dijo Rincewind—. Van bien. Pero debería estar repartida entre más de una persona. O sea, ¿qué tienes pensado que hagan? ¿Que se caigan encima de la gente?

—No tienen nada de malo —dijo Cohen, señalando a un hombrecillo frágil que miraba concentrado un bloque grande de madera de teca—. Fíjate en el viejo Caleb el Destripador. ¿Lo ves? Mató a más de cuatrocientos hombres con las manos. Tiene ochenta y cinco años, y menos por el polvo está de maravilla.

—¿Qué demonios está haciendo?

—Ah, pues mira, resulta que a la gente de por aquí le va mucho luchar con las manos desnudas. El combate sin armas es buena cosa porque a la mayoría de la gente no se le permite llevar armas. Así que Caleb piensa que tiene algo bueno entre manos. ¿Ves ese trozo grande de teca? Es asombroso. Caleb suelta un grito escalofriante y…

—Cohen, son muy viejos…

—¡Son la flor y la nata!

Rincewind suspiró.

—Cohen, son un queso rancio. ¿Por qué te los has traído hasta aquí?

—Me van a ayudar a robar una cosa —dijo Cohen.

—¿Qué cosa? ¿Una joya o algo así?

—Una cosa —dijo Cohen, malhumorado—. Que está en Hunghung.

—¿De verdad? ¡Caramba! —exclamó Rincewind—. Y supongo que en Hunghung vive mucha gente, ¿no?

—Como medio millón —dijo Cohen.

—Y hay muchos guardias, ¿no?

—He oído que unos cuarenta mil. Unos tres cuartos de millón si contamos todos los ejércitos.

—Ajá —dijo Rincewind—. Así que con esta media docena de viejos…

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