Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Lord Hong se limitó a suspirar de nuevo. Magia. Ya no era apreciada en el Imperio, salvo para los propósitos más mundanos. Se trataba de algo inculto. Ponía el poder en manos de gente incapaz de escribir un poema decente ni que les fuera la vida en ello, a veces literalmente.

Él creía mucho más en la coincidencia que en la magia.

—Esto es muy irritante —dijo lord Hong.

Se puso de pie y cogió su espada del estante. Era larga y curvada y la había hecho el mejor espadero del Imperio, que era lord Hong. Había oído decir que costaba veinte años aprender aquel arte, así que se tuvo que esforzar un poco. Lo consiguió en tres semanas. La gente nunca, nunca se concentraba, aquel era su problema…

El mensajero se prosternó.

—¿Se ejecutó al oficial implicado? —preguntó lord Hong.

El mensajero intentó que la tierra se lo tragara y decidió dejar que la verdad ocupara el lugar de la sinceridad.

—¡Sí! —exclamó con voz aguda.

Lord Hong hizo un movimiento brusco. Hubo un susurro parecido al de la seda al caer, un golpe sordo y un repiqueteo, como el ruido de un coco al chocar contra el suelo, y luego un tintineo como de vajilla.

El mensajero abrió los ojos. Se concentró en la región de su cuello, temiendo que el menor movimiento redujera considerablemente su estatura. Se contaban historias espantosas sobre las espadas de lord Hong.

—Oh, levántate —ordenó lord Hong. Limpió el filo con cuidado y dejó la espada en su sitio. Luego extendió el brazo y sacó un frasquito negro de la túnica de la doncella del té.

Al descorcharlo, del frasquito cayeron unas gotas que sisearon al tocar el suelo.

—De veras —dijo lord Hong—, me pregunto por qué se molestan. —Levantó la vista—. Lo más probable es que lord Tang o lord McSweeney hayan robado el perro para humillarme. ¿Ha escapado el hechicero?

—Eso parece, señor.

—Bien. Encárgate de que casi le pase algo malo. Y envíame otra sirvienta para el té. Una que tenga cabeza.

Una cosa se podía decir a favor de Cohen. Si no tenía razones para matarte, como por ejemplo que tú poseyeras cierta cantidad de tesoros o estuvieras entre él y algún sitio al que quisiera ir, era una compañía agradable. Rincewind se había cruzado alguna que otra vez con él, por lo general mientras huía de algo.

Cohen no se molestaba en hacer muchas preguntas. Por lo que a Cohen respectaba, la gente aparecía y desaparecía. Tras un intervalo de cinco años se limitaría a decir: «Ah, eres tú». Nunca añadía: «¿Y cómo te va?». Estabas vivo y te aguantabas de pie, todo lo demás le importaba un comino.

Hacía mucho menos frío al otro lado de las montañas. Para alivio de Rincewind, no hizo falta comerse ningún caballo sobrante porque una criatura parecida a un leopardo se dejó caer de la rama de un árbol y trató de destripar a Cohen.

Tenía un sabor más bien fuerte.

Rincewind había comido caballo. A lo largo de los años había juntado agallas para comer cualquier cosa que no pudiera escabullirse de su tenedor. Pero ya se sentía bastante sacudido sin necesidad de comerse algo que se pudiera llamar Lucero.

—¿ Cómo te atraparon? —preguntó cuando volvían a cabalgar.

—Me pillaron ocupado.

—¿A Cohen el Bárbaro? ¿Demasiado ocupado para luchar?

—No quería molestar a la joven dama. No pude evitarlo. Bajé a un pueblo a buscar algunas noticias, una cosa llevó a otra y antes de darme cuenta había soldados por todas partes como una plaga de mangostas, y no se me da tan bien pelear con las manos esposadas a la espalda. El que mandaba era un cabrón de verdad, no me olvido de su jeta. Luego nos reunieron a media docena y nos hicieron empujar el Perro Ladrador ese hasta aquí, después nos encadenaron a aquel árbol y alguien encendió la mecha y se largaron bien rápido detrás de un montón de nieve. Solo que viniste tú y lo hiciste desaparecer.

—Yo no lo hice desaparecer. Bueno, no exactamente.

Cohen se inclinó hacia Rincewind.

—Creo que sé lo que era —dijo, y se volvió a reclinar hacía atrás con aspecto de estar satisfecho de sí mismo.

—¿Ah, sí?

—Creo que era algún tipo de fuegos artificiales. Por aquí les gustan mucho los fuegos artificiales.

—¿Quieres decir una cosa de esas que le enciendes la mecha azul y te la metes en la nariz[14]?

—Los usan para alejar a los espíritus malignos. Hay muchos espíritus malignos, ya ves. Por todas las matanzas.

—¿Matanzas?

Rincewind siempre había tenido entendido que el Imperio Ágata era un lugar pacífico. Civilizado. Donde inventaban cosas. De hecho, recordó, él había sido una figura decisiva para introducir algunos de sus artilugios en Ankh-Morpork. Cosas simples e inocentes, como relojes operados por demonios, cajas que pintaban cuadros y ojos extra de cristal que se podían llevar encima de tus propios ojos para ver mejor, aunque luego fueras por ahí haciendo el monóculo. Se suponía que era un sitio aburrido.

—Ya lo creo. Matanzas —dijo Cohen—. Mira, pongamos por caso que la población va un poco atrasada con los impuestos. Pues eliges una ciudad donde la gente te dé problemas, matas a todo el mundo, le pegas fuego y luego derribas las murallas y remueves las cenizas. Así te libras del problema y de repente el resto de las ciudades se comportan de maravilla y te dan todos los impuestos atrasados a toda prisa, y eso siempre les viene bien a los gobiernos. Luego, si te vuelven a dar problemas, vas y sueltas: «¿Os acordáis de Nangnang?», o el sitio que sea, y ellos te dicen: «¿Dónde está Nangnang?», y tú dices: «¿Veis? A eso iba yo».

—¡Por todos los dioses! Si eso lo intentaran en mi ciudad…

—Ah, pero este sitio lleva mucho tiempo siendo así. La gente cree que es la manera de gobernar un país. Hacen lo que les dicen. Aquí a la gente la tratan como a esclavos. —Cohen frunció el ceño—. Mira, yo no tengo nada contra los esclavos, ¿sabes?, como esclavos. De joven tuve algunos. He sido esclavo un par de veces. Pero donde hay esclavos, ¿qué esperas encontrar?

Rincewind pensó en aquello.

—¿Látigos? —soltó por fin.

—Sí. A la primera. Látigos. Los esclavos y los látigos tienen un algo… sincero. Bueno, pues aquí no tienen látigos. Tienen algo peor que los látigos.

—¿Qué? —preguntó Rincewind, con cierta expresión de pánico.

—Ya lo verás.

Rincewind se encontró a sí mismo mirando a la media docena de prisioneros que los habían seguido y que los miraban aterrados de lejos. Les había dado un poco de leopardo, que ellos se habían quedado mirando al principio como si fuera veneno y después se habían comido como si fuera comida.

—Todavía nos siguen —dijo.

—Sí, bueno… les has dado carne. —Cohen soltó una risita socarrona y empezó a liar un cigarrillo poscomida—. No tendrías que haberlo hecho. Tendrías que haberles dejado los bigotes y las uñas y te habrías quedado pasmado con lo que cocinaban. ¿Sabes cuál es el plato que mejor hacen en la costa?

—No.

—Sopa de oreja de cerdo. ¿Qué te dice eso de un sitio, eh?

Rincewind se encogió de hombros.

—¿Que son gente previsora?

—Que algún otro cabrón se trinca el cerdo.

Sé giró en la silla de montar. El grupo de ex prisioneros retrocedió a una.

—A ver, oídme —dijo—. Ya os lo he dicho. Sois libres. ¿Me entendéis?

Uno de los hombres más valientes habló:

—Sí, amo.

—No soy tu amo. Sois libres. Podéis ir donde os dé la gana, pero si me seguís os mataré a todos. Y ahora, ¡largaos!

—¿Adonde, amo?

—¡Donde sea! ¡Menos aquí!

Los hombres se miraron con cara de preocupación y luego el grupo entero, como un solo hombre, se volvió y se alejó al trote por el camino.

—Esos vuelven directos a su pueblo —dijo, con los ojos en blanco—. Peor que los látigos, te lo digo yo.

Hizo un gesto con la mano esquelética en dirección al paisaje mientras seguían su camino.

—Un país raro de cojones —dijo—. ¿Sabías que todo el Imperio está rodeado por una muralla?

—Eso es… para evitar que entren… los invasores… bárbaros…

—Ah, sí, muy defensivo —dijo Cohen en tono sarcástico—. Es como, oh dioses, hay una muralla de seis metros, pobre de mí, supongo que tendríamos que volvernos cabalgando por más de mil seiscientos kilómetros de estepa en lugar de, por ejemplo, echar un vistazo a las posibilidades inherentes a ese pinar de ahí para hacer escaleras. Nanay. Las murallas son para que la gente no salga. ¿Y las leyes? Tienen leyes para todo. Nadie va al retrete sin un trozo de papel.

—Bueno, de hecho yo mismo…

—Me refiero a un trozo de papel que pone que pueden ir. No pueden salir de su pueblo sin una nota. No se pueden casar sin una nota. Ni siquiera pueden cag… Ah, bueno, aquí estamos.

—Ya puedes decirlo —dijo Rincewind.

Cohen lo fulminó con la mirada.

—¿Cómo lo sabías? —exigió.

Rincewind intentó pensar. Había sido un día largo. De hecho, debido al equivalente táumico del jet lag, había sido varías horas más largo que la mayoría de los días que había experimentado anteriormente y había tenido dos horas del almuerzo, ninguna de las cuales había incluido nada que valiera la pena comer.

—Esto… creí que estabas haciendo una afirmación filosófica general —se arriesgó—. Esto… en plan «mejor que lo aprovechemos al máximo»…

—Quería decir que aquí estamos en mi guarida —dijo Cohen.

Rincewind miró a su alrededor. Había matorrales escasos, unas cuantas rocas y la pared de un barranco.

—No veo nada —dijo.

—Sí. Por eso se nota que es mío.

El Arte de la Guerra era el fundamento último de la diplomacia en el Imperio.

Obviamente la guerra tenía que existir. Era una piedra angular de los procesos de gobierno. Era la forma que tenía el Imperio de conseguir sus líderes. El sistema de oposiciones mediante exámenes era la forma de obtener burócratas y funcionarios, y para los líderes tal vez la guerra no fuera más que una forma distinta de opositar. Era cierto, sin embargo, que si perdías no era probable que te dejaran presentarte al año siguiente.

Pero tenía que haber normas. De otra forma se quedaba en una refriega de bárbaros.

Así que, hacía cientos de años, se había formulado el Arte de la Guerra. Era un libro de normas. Algunas eran muy específicas: no se luchaba dentro de la Ciudad Prohibida, la persona del emperador era sacrosanta… y algunas eran pautas generales para el desarrollo correcto y civilizado de la guerra. Estaban las reglas sobre posición, sobre táctica, sobre el cumplimiento de la disciplina y sobre la organización correcta de las líneas de suministro. El Arte trazaba el rumbo óptimo a tomar en toda situación concebible. Esto quería decir que la guerra en el Imperio se había vuelto mucho más sensata, y por lo general consistía en cortos periodos de actividad seguidos por largos períodos de gente intentando encontrar cosas en el índice.

Nadie recordaba quién era el autor. Algunos decían que era Un Tzu Sung y otros que era Tres Sun Sung. Es posible que fuera incluso algún héroe olvidado por los bardos el que había escrito, o mejor dicho pintado, el primer principio de todos: conoce al enemigo y conócete a ti mismo.

Lord Hong estaba convencido de que se conocía muy bien a sí mismo y pocas veces tenía problemas para conocer a sus enemigos. Y se aseguraba siempre de mantenerlos vivos y saludables.

Como por ejemplo los lores Sung, Fang, Tang y McSweeney. Los adoraba. Adoraba su idoneidad. Tenían unas mentes militares idóneas, en otras palabras, habían memorizado las Cinco Leyes y los Nueve Principios del Arte de la Guerra. Escribían una poesía idónea y tenían la bastante astucia como para sofocar las revueltas que surgían en sus propias filas. De vez en cuando enviaban contra él asesinos que eran lo bastante competentes como para mantener a lord Hong interesado, expectante y entretenido.

Incluso admiraba su idoneidad para la traición. A nadie podía pasarle por alto que lord Hong iba a ser el próximo emperador, pero de todos modos, a la hora de la verdad, ellos también reclamarían el trono. Por lo menos oficialmente. En realidad, todos los señores de la guerra habían jurado en secreto apoyo personal a lord Hong, pues tenían la inteligencia idónea para saber lo que pasaría con toda probabilidad si no lo hacían. Aun así tendría que haber batalla, claro, por aquello de la tradición. Pero lord Hong tenía un sitio en su corazón para cualquier líder dispuesto a vender a sus propios hombres.

Conoce a tu enemigo. Lord Hong había decidido encontrar un enemigo digno. Así que se había encargado de hacerse traer libros y noticias de Ankh-Morpork. Había formas de conseguirlo. Tenía sus espías. De momento Ankh-Morpork no sabía que era el enemigo, y aquella era la mejor clase de enemigo que se podía tener.

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