Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

El imperio más antiguo e inescrutable del Mundodisco anda algo revuelto. Con educación, eso sí. Y la culpa de todo la tienen, por este orden: un panfleto revolucionario titulado «Lo que hice en mis vacaciones»…, el mago Rincewind y su fiel Equipaje…, una horda de bábaros capitaneados por un viejo héroe llamado Gengis Cohen… y una mariposa muy especial. ¿Quizá por eso la peor maldición que se puede echar en el refinadísimo Imperio Ágata es «Ojalá vivas en tiemos interesantes»?

Título original: Interesting Times

* * *

Hay una maldición.
Dicen:
Ojalá vivas en tiempos interesantes .

Aquí es donde los dioses juegan partidas con las vidas de los hombres, en un tablero que es al mismo tiempo una simple zona de juego y el mundo entero.

Y Sino siempre gana.

Sino siempre gana. La mayoría de los dioses lanzan los dados pero Sino juega al ajedrez, y uno no descubre hasta que es demasiado tarde que durante todo el tiempo ha usado dos reinas.

Sino gana. Por lo menos eso es lo que se dice. Suceda lo que suceda, después dicen que debe de haber sido el Sino[1].

Los dioses pueden adoptar cualquier forma, pero el único elemento de sí mismos que no pueden cambiar son los ojos, y estos revelan su naturaleza. Los ojos de Sino apenas pueden llamarse ojos: no son más que agujeros oscuros a un infinito salpicado de algo que tal vez sean estrellas, o, en un segundo vistazo, podrían ser otras cosas.

Ahora parpadeó con aquellos ojos, sonrió a sus compañeros de partida con esa petulancia con la que los ganadores sonríen justo antes de convertirse en ganadores y dijo:

—Yo acuso al Sumo Sacerdote de la Túnica Verde, en la biblioteca y con el hacha de dos manos.

Y ganó.

Dedicó una amplia sonrisa a los demás.

—Giempgue ganan loj mijmoj —refunfuñó Offler el Dios Cocodrilo a través de sus colmillos.

—Parece que hoy me estoy siendo propicio —dijo Sino—. ¿A alguien le apetece jugar a otra cosa?

Los dioses se encogieron de hombros.

—¿A Reyes Locos? —preguntó Sino en tono amable—. ¿A Amantes Desventurados?

—Creo que hemos perdido las reglas de ese —dijo Ío el Ciego, jefe de los dioses.

—¿O a Marineros Arrojados al Mar por Tempestades?

—Siempre ganas en ese —dijo Ío.

—¿A Inundaciones y Sequías? —propuso Sino—. Ese es fácil.

Una sombra se cernió sobre la mesa de juego. Los dioses levantaron la vista.

—Ah —dijo Sino.

—Que empiece una partida —dijo la Dama.

Siempre era tema de discusión si la recién llegada era o no una diosa de verdad. Estaba claro que nadie había llegado a ninguna parte adorándola, y ella tenía tendencia a aparecer solamente donde menos se la esperaba, como por ejemplo ahora. Y la gente que confiaba en ella raras veces sobrevivía. Cualquier templo levantado en su honor era firme candidato a ser destruido por un rayo. Era mejor hacer malabarismos con hachas sobre la cuerda floja que pronunciar su nombre. Llámala simplemente la camarera de la taberna de la Última Oportunidad.

Normalmente se la conocía como la Dama, y tenía los ojos verdes; no verdes como los ojos de los humanos, sino puro verde esmeralda de punta a cabo. Se decía que era su color favorito.

—Ah —volvió a decir Sino—. ¿Y a qué juego será?

Ella se sentó delante de él. Los dioses que presenciaban la escena se miraron de reojo. Aquello se ponía interesante. Estos dos eran antiguos enemigos.

—¿Qué opinas de…? —ella hizo una pausa—, ¿… Poderosos Imperios?

—Oh, eje ej un ajco —dijo Offler, rompiendo el repentino silencio—. Al final je muegue todo el mundo.

—Sí —dijo Sino—. Creo que sí se mueren. —Señaló con la barbilla a la Dama, y más o menos con la misma voz con que los jugadores profesionales dicen «¿Ases ganan?», preguntó—: ¿Con Caída de Grandes Dinastías? ¿Con Destinos de Naciones Pendiendo de un Hilo?

—Por supuesto —dijo ella.

—Oh, bien. —Sino pasó la mano por encima del tablero. Apareció el Mundodisco—. ¿Y dónde jugamos?

—En el Continente Contrapeso —dijo la Dama—. Donde cinco familias nobles llevan siglos luchando entre ellas.

—¿De verdad? ¿Y qué familias son? —preguntó Ío. Se metía poco en los asuntos de humanos individuales. Solía ocuparse más bien de los truenos y relámpagos, así que, desde su punto de vista, el único propósito de la humanidad era mojarse o, de forma ocasional, achicharrarse.

—Los Hong, los Sung, los Tang, los McSweeney y los Fang.

—¿Esos? No sabía que fueran nobles —dijo Ío.

—Son todos muy ricos y han matado, o torturado hasta la muerte, a millones de personas por una mera cuestión de conveniencia y orgullo —dijo la Dama.

Los dioses presentes asintieron con solemnidad. Aquel era ciertamente un comportamiento noble. Era exactamente lo que habrían hecho ellos.

—¿Los McFweeney? —preguntó Offler.

—Una familia con mucha solera —dijo Sino.

—Oh.

—Y se pelean entre ellos por el Imperio —dijo Sino—, Muy bien. ¿Y con cuáles quieres jugar?

La Dama miró el fragmento de historia que tenían desplegado delante.

—Los Hong son los más poderosos. Mientras estábamos aquí hablando han tomado más ciudades —dijo ella—. Veo que están destinados a ganar.

—De modo que, sin duda, escogerás a una familia más débil.

Sino hizo otro gesto con la mano. Las piezas del juego aparecieron y empezaron a moverse por el tablero como si tuvieran vida propia, lo cual desde luego era cierto.

—Pero jugaremos sin dados —dijo él—. No me fío de ti con los dados. Los tiras a sitios donde no puedo verlos. Jugaremos con acero, tácticas, política y guerras.

La Dama asintió.

Sino miró a su oponente.

—¿Y tu jugada? —preguntó-

Ella sonrió.

—Ya la he hecho —contestó.

Él bajó la vista.

—Pero no veo tus piezas en el tablero.

—Todavía no están en el tablero —dijo ella.

La Dama abrió la mano.

Tenía algo negro y amarillo en la palma. Sopló encima y aquello desplegó las alas.

Era una mariposa.

Sino siempre gana…

Por lo menos cuando la gente se ciñe a las normas.

Según el filósofo Ly Tin Wheedle, el caos se encuentra en mayor abundancia cuando se busca el orden. El caos siempre derrota al orden porque está mejor organizado.

Esta es la mariposa de las tormentas.

Fíjate en las alas, ligeramente más irregulares que las de la fritilaria común. En realidad, gracias a la naturaleza fractal del universo, esto quiere decir que esos contornos irregulares son infinitos, del mismo modo que el contorno de cualquier costa irregular, si se mide al nivel microscópico más diminuto, es infinitamente largo. O si no es infinito, por lo menos está tan cerca de serlo que en un día despejado puede verse el Infinito.

Y por tanto, si sus contornos son infinitamente largos, por lógica las alas deben ser infinitamente grandes.

Puede que parezcan del tamaño adecuado para ser las alas de una mariposa, pero eso es solamente porque los seres humanos siempre han preferido el sentido común a la lógica.

La Mariposa Cuántica del Clima (Papilio tempestae) es de un color amarillo corriente, aunque los fractales de Mandelbrot que tiene dibujados en las alas presentan un interés considerable. Su rasgo más destacado es la capacidad para producir fenómenos climáticos.

Esto empezó presumiblemente como un rasgo destinado a la supervivencia, ya que hasta el pájaro más hambriento se echaría atrás ante un buen tornado lanzado a mala fe[2]. Más adelante es posible que se convirtiera en una característica sexual secundaria, como el plumaje de los pájaros o los sacos vocales de ciertas ranas. Mírame, dice el macho batiendo perezosamente las alas bajo el dosel de la selva. Puede que sea de un color amarillo corriente, pero en cosa de dos semanas, a dos mil kilómetros de distancia, «Violentos vendavales provocan un caos circulatorio».

Esta es la mariposa de las tormentas.

Bate las alas…

Y este es el Mundodisco, que viaja por el espacio a lomos de una tortuga gigante.

La mayoría de los mundos hace lo mismo en algún momento de su percepción. Es un punto de vista cosmológico que el cerebro humano parece preprogramado para asumir.

En las mesetas secas y las llanuras, en las selvas húmedas y los silenciosos desiertos rojos, en las ciénagas y los cañaverales pantanosos, y de hecho en cualquier sitio donde algo se tire desde un tronco flotante haciendo «plop» cuando uno se acerca, tienen lugar variaciones de la siguiente escena en un punto crucial del desarrollo inicial de la mitología de la tribu…

—Anda, ¿has visto eso?

¿Lo qué?

—Que se ha tirao de ese tronco haciendo plop.

—¿Y qué?

—Pa mí que… Pa mí que… O sea, pa mí que el mundo está en la espalda de una de esas…

Un momento de silencio mientras se evalúa esta hipótesis astrofísica y luego…

—¿El mundo entero?

—Claro, es que cuando digo una de esas, digo una de las grandes…

—Ya pué serlo, ya…

—O sea, mu, mu grande.

—Mira que es raro, pero me imagino lo que dices.

—Tiene sentío, ¿eh?

—Tiene sentío, sí. Lo que pasa…

—¿Qué?

—Que espero que nunca haga plop. Pero este es el Mundodisco de verdad, que no solamente tiene la tortuga sino también los cuatro elefantes gigantes sobre los cuales da vueltas la amplia y lenta rueda giratoria del mundo[3].

Y está el Mar Circular, aproximadamente a medio camino entre el Eje y el Borde. A su alrededor se encuentran aquellos países que, de acuerdo con la Historia, constituyen el mundo civilizado, es decir, un mundo que puede mantener a los historiadores: Efebia, Tsort, Omnia, Klatch y la desparramada ciudad-estado de Ankh-Morpork.

Esta es una historia que empieza en otro lugar, un lugar donde hay un hombre tumbado en una balsa en medio de una laguna azul bajo un cielo soleado. Descansa la cabeza en los brazos. Se siente feliz, un estado mental tan raro en su caso que casi no tiene precedentes. Está silbando una cancioncilla afable y se remoja los pies en el agua cristalina.

Son unos pies rosados con diez dedos que parecen cerditos pequeños.

Desde el punto de vista de un tiburón que se desliza por las aguas del arrecife, parecen el almuerzo, la cena y el té.

Era, como siempre, cuestión de protocolo. De discreción. De cuidadosa etiqueta. En última instancia, de alcohol. O por lo menos de la promesa ilusoria de alcohol.

Lord Vetinari, en calidad de gobernador supremo de Ankh-Morpork, podía en teoría hacer comparecer ante sí al archicanciller de la Universidad Invisible y, de hecho, podía hacer que le ejecutaran si no obedecía.

Por otro lado Mustrum Ridcully, en calidad de jefe de la escuela de magos, le había dejado claro de forma educada pero firme que él podía convertirlo en un pequeño anfibio y, de hecho, podía ponerse después a dar botes por toda la sala como un pogo saltarín.

El alcohol tendía un amable puente diplomático entre ambos. A veces lord Vetinari invitaba al archicanciller al palacio para tomar una copa amistosa. Y por supuesto el archicanciller acudía porque sería de muy mala educación no ir. Y todo el mundo entendía aquella situación, y todo el mundo mostraba sus mejores modales, y de esa forma se evitaban los disturbios civiles y el barro en la alfombra.

Era una tarde hermosa. Lord Vetinari estaba sentado en los jardines de palacio, mirando las mariposas con expresión ligeramente irritada. Había algo ofensivo en su manera de revolotear por ahí divirtiéndose sin ser de ningún provecho. Levantó la vista.

—Ah, archicanciller —dijo—. Cómo me alegro de verle. Siéntese, por favor. Espero que esté usted bien.

—Por supuesto —dijo Mustrum Ridcully—. ¿Y usted? ¿Se encuentra bien?

—Nunca he estado mejor. Me da la impresión de que vuelve a hacer buen tiempo.

—Ayer en particular me pareció especialmente agradable, sin duda.

—Tengo entendido que mañana podría ser todavía mejor.

—Confiemos en la magia del tiempo.

—Ciertamente.

—Sí.

—Ah…

—Está claro.

Se quedaron mirando las mariposas. Un mayordomo trajo bebidas frías en vasos largos.

—¿Qué es lo que hacen con las flores en realidad? —preguntó lord Vetinari.

—¿Cómo?

El patricio se encogió de hombros.

—No importa. No tiene la menor importancia. Pero ya que está usted aquí, archicanciller, visitándonos de paso a algo infinitamente más importante, estoy seguro, me pregunto si sería tan amable de decirme: ¿quién es el Gran Hechicero?

Ridcully meditó sobre la cuestión.

—Puede que el decano —dijo—. Debe de andar por los ciento treinta kilos.

—Tengo la sensación de que tal vez no sea la respuesta adecuada —dijo lord Vetinari—. Sospecho que en este contexto «gran» quiere decir superior.

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