Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

Al menos, las calles no estaban desiertas del todo. Susan creyó oír que algo la seguía, pasitos ligeros y rápidos moviéndose y escabulléndose entre los adoquines a tal velocidad que nunca llegaba a ser más que la sospecha de una sombra.

Susan se detuvo enfrente del callejón de las Tres Rosas.

En algún lugar de las Tres Rosas, cerca del sitio donde vendían el pescado, había dicho Gloria. Los magos no tenían cabida en el universo de la señorita Trasero, y no se fomentaba que las jovencitas supieran de su existencia.

En la oscuridad, el callejón parecía distinto. En un extremo ardía una antorcha en un soporte. Solo servía para hacer que las sombras fueran más oscuras.

Y, hacia la mitad de la penumbra, había una escalera reclinada contra la pared y una joven se disponía a subir por ellas. Tenía un aire familiar.

La joven volvió la cabeza cuando Susan se acercó y pareció sentirse complacida de verla.

—Hola —saludó—. ¿Tiene cambio de un dólar, señorita?

—¿Cómo dice?

—Dos medios dólares servirían. La tarifa es medio dólar. O si no, también me sirve algo de calderilla. Cualquier cosa, la verdad.

—Hum. Lo siento. No. Y en todo caso, mi asignación semanal son solo cincuenta peniques.

—Maldición. Oh, bueno, qué se le va a hacer.

Por lo que tenía entendido Susan, la joven no parecía ser la clase de muchacha que se gana la vida en los callejones. Tenía una especie de corpulencia bien aseada; recordaba al tipo de enfermera que asiste a los médicos cuyos pacientes se confunden un poco a veces y declaran ser una colcha.

Y además, le resultaba familiar.

La joven sacó unas tenazas de un bolsillo de su vestido, trepó escalera arriba y entró por una ventana abierta.

Susan titubeó. La joven parecía muy segura y confiada, pero en la limitada experiencia de Susan, las personas que subían por escaleras para meterse en las casas durante la noche eran Malhechores a los que las Jovencitas Animosas deberían Capturar. Y Susan habría ido en busca de un guardia, de no haber sido porque entonces se abrió una puerta un poco más arriba del callejón.

Dos hombres cogidos del brazo salieron tambaleándose y zigzaguearon felices en dirección a la calle principal. Susan retrocedió un paso. Nadie la molestaba cuando quería pasar inadvertida.

Los hombres pasaron a través de la escalera.

O los hombres no eran exactamente sólidos, y ciertamente lo parecían bastante, o a aquella escalera le ocurría algo raro. Pero la joven había subido por ella…

… y en ese momento descendía y deslizaba algo en el bolsillo.

—El pequeño querubín ni siquiera se ha despertado —dijo.

—¿Cómo dices? —preguntó Susan.

—Pues que yo no llevaba encima cincuenta peniques —dijo la joven. Se echó la escalera al hombro sin ningún esfuerzo—. Y las normas son las normas, así que tuve que quitarle otro diente.

—Me temo que no te entiendo.

—Se guardan registros de todo, claro. Si los dólares y los dientes no se correspondieran, me vería en un buen lío. Tú ya sabes cómo son estas cosas.

—¿Lo sé?

—Bueno, no puedo quedarme aquí charlando toda la noche. Todavía me quedan sesenta más por hacer.

—¿Por qué debería saberlo yo? ¿Hacer qué? ¿A quién? —preguntó Susan.

—A los niños, por supuesto. No puedo fallarles, ¿verdad? Imagínate sus caritas cuando levanten sus pequeñas almohadas, benditos sean.

Escalera. Tenazas. Dientes. Dinero. Almohadas…

—No esperarás que crea que eres el Hada de los Dientes, ¿verdad? —preguntó Susan con suspicacia.

Tocó la escalera. Parecía lo bastante sólida al tacto.

—Nada de «el hada» —dijo la joven—. Soy una de las Hadas de los Dientes. Me sorprende que precisamente tú no lo sepas.

Dobló la esquina antes de que Susan preguntara:

—¿Por qué yo?

—Porque ella puede notar esas cosas —dijo una voz detrás de ella—. Una profesional siempre sabe reconocer a otra.

Susan se giró. El cuervo estaba posado en una pequeña ventana abierta.

—Será mejor que entres —dijo el cuervo—. Nunca se sabe con qué te puedes encontrar en este callejón.

—Sí, ya lo veo.

Al lado de la puerta había una placa de latón atornillada a la pared. La placa decía:

—D.V. Enquesador, Doctor en Magia (U. Invisible) Bach. en Taum., L. E

Era la primera vez que Susan oía hablar al metal.

—Un truco de lo más simple —dijo el cuervo despectivamente—. Percibe que la estás mirando. Y ahora bastará con que…

—D.V. Enquesador, Doctor en Magia (U. Invisible) Bach. en Taum, L. F.

—… cállate… con que empujes la puerta.

—Está cerrada.

El cuervo inclinó la cabeza hacia un lado para observarla con un ojillo que parecía una cuenta negra. Luego dijo:

—¿Y eso te detiene? Oh, bueno. Traeré la llave.

Un instante después reapareció y dejó caer una gran llave de metal en los adoquines.

—¿El mago no está en casa? —preguntó Susan.

—Sí, sí, está dentro. Dentro de la cama. Roncando como un descosido.

—¡Creía que los magos estaban levantados durante toda la noche!

—Este no. Su taza de cacao bien calentito alrededor de las nueve, y cinco minutos después ya está como un tronco.

—¡No puedo entrar así como si tal cosa!

—¿Por qué no? Has venido a verme a mí. Y de todas maneras, yo soy el cerebro del equipo. Él se limita a llevar el sombrero extraño y hacer los movimientos con la mano.

Susan hizo girar la llave.

Dentro se estaba calentito. Había toda la parafernalia habitual de los magos: una fragua, un banco con botellas y manojos de hierbas esparcidos encima, una estantería con libros embutidos de cualquier manera, un caimán disecado colgando del techo, unas cuantas velas muy grandes que habían quedado reducidas a restos volcánicos de cera, y un cuervo posado encima de una calavera.

—Lo compran todo por catálogo —dijo el cuervo—. Créeme. Viene todo dentro de una gran caja. ¿Piensas que en las velas se crean gotarrones como estos por sí solos? Eso son tres días de trabajo para un buen goteador de velas.

—Te lo estás inventando —replicó Susan—. Y de todas maneras, las calaveras no pueden comprarse.

—Seguro que tú lo sabes mejor que nadie, habiendo recibido una educación —dijo el cuervo.

—¿Qué estabas intentando decirme anoche?

—¿Decirte? —preguntó el cuervo, con una mueca de culpabilidad en el pico.

—Todo eso del tatataCHÁN…

El cuervo se rascó la cabeza.

—Él dijo que no debía decírtelo. Se suponía que solo debía advertirte acerca del caballo. Me dejé llevar por el entusiasmo. Ha aparecido, ¿verdad?

—¡Sí!

—Móntalo.

—Ya lo he hecho. ¡No puede ser real! Los caballos de verdad saben dónde está el suelo.

—Señorita, no hay caballo más real que ese.

—¡Sé su nombre! ¡Ya lo había montado antes!

El cuervo suspiró, o por lo menos emitió una especie de silbido que es lo más cercano a un suspiro que se puede producir con un pico.

—Monta el caballo. Él ha decidido que tú eres la elegida.

—¿Para ir adonde?

—Eso no me corresponde a mí saberlo y sí a ti averiguarlo.

—Y suponiendo que fuera lo bastante estúpida como para hacerlo… ¿podrías darme alguna pista acerca de lo que ocurrirá entonces?

—Bueno… ya veo que has leído libros. ¿Has leído alguna vez uno sobre niños que van a un lejano reino mágico y viven aventuras con trasgos, etcétera, etcétera?

—Sí, naturalmente —respondió Susan con expresión sombría.

—Pues probablemente sería mejor que empezaras a pensar siguiendo ese tipo de criterios —dijo el cuervo.

Susan cogió un manojo de hierbas y jugueteó con ellas.

—Ahí fuera he visto a alguien que decía que era el Hada de los Dientes —dijo.

—No, no podía ser «el Hada» de los Dientes —dijo el cuervo—. Al menos hay tres de ellas.

—Pero esa persona no existe. Quiero decir que… No lo sabía, pensaba que no era más que una… una historia. Como el Hombre de la Arena o el Papá Cerdo.[8]

—¡Ah! —exclamó el cuervo—. Estamos cambiando de tono, ¿eh? Ya no recurrimos tanto al declarativo enfático, ¿verdad? Un poquito menos del «Esas cosas no existen» y un poquito más del «No lo sabía», ¿verdad?

—Todo el mundo sabe que… Lo que quiero decir es que no es lógico que haya un viejo con barba que va por ahí regalando salchichas y tripas cocidas a todo el mundo la Noche de la Vigilia de los Puercos.

—Yo no entiendo de lógica. Nunca he estudiado lógica —repuso el cuervo—. Vivir encima de una calavera tampoco es muy lógico que digamos, pero eso es lo que hago.

—Y no puede existir un Hombre de la Arena que va por ahí echando arena a los ojos de los niños para hacer que les entre sueño —dijo Susan, pero en un tono de incertidumbre—. Nunca… nunca cabría tanta arena en un saco.

—Podría ser. Podría ser.

—Será mejor que me vaya —dijo Susan—. La señorita Trasero siempre examina los dormitorios a medianoche.

—¿Cuántos dormitorios hay? —preguntó el cuervo.

—Unos treinta, creo.

—¿Crees que la señorita Trasero comprueba absolutamente todos los dormitorios a medianoche y no crees en Papá Cerdo?

—De todas maneras será mejor que me vaya —dijo Susan—. Hum. Gracias.

—Cierra al salir y tira la llave por la ventana —le comentó el cuervo.

Después de irse Susan, la habitación quedó sumida en el silencio excepto por los leves crujidos de los carbones al enfriarse dentro del horno.

Pasado un rato la calavera dijo:

—La juventud de hoy día, ¿eh?

—La culpa la tiene la educación —dijo el cuervo.

—Un exceso de conocimientos es peligroso —dijo la calavera—. Mucho más peligroso que una carencia. Yo siempre solía decirlo cuando vivía.

—¿Cuándo fue eso, exactamente?

—No me acuerdo. Creo que yo tenía muchos conocimientos. Probablemente me dedicaba a la enseñanza, la filosofía o algo de ese palo. Y ahora estoy tirado en un banco con un pájaro cagando encima de mi cabeza.

—Muy alegórico —dijo el cuervo.

Nadie había enseñado a Susan el poder que tiene creer, o al menos el poder que tiene creer cuando se combina un potencial mágico elevado y una baja estabilidad del entorno real, como era el caso en el Mundodisco.

La creencia crea un hueco. Algo tiene que meterse en él para llenarlo.

Lo cual no quiere decir que el acto de creer niegue la lógica.

Por ejemplo, es evidente que el Hombre de la Arena solo necesita un saquito pequeño.

En el Mundodisco, no se molesta en sacar la arena antes de usarla.

Casi era medianoche.

Susan entró sigilosamente en las cuadras. Era una de esas personas que no pueden dejar un misterio sin resolver.

La presencia de Binky hacía que los ponis guardaran silencio. El caballo brillaba en la oscuridad.

Susan bajó del bastidor una silla de montar y luego se lo pensó mejor. Si realmente tenía que caerse, la silla de montar no le iba a servir de nada. Y las riendas resultarían aproximadamente tan útiles como instalarle un timón a una roca.

Abrió la puerta del compartimiento. La mayoría de los caballos no reculan voluntariamente, porque para ellos no existe aquello que no pueden ver. Pero Binky salió del compartimiento por sí solo y fue hacia el poyo, donde se volvió y miró a Susan con aire expectante.

Susan se le subió al lomo. Era como sentarse encima de una mesa.

—Muy bien —murmuró—. Pero te advierto que no tengo por qué creer en nada de esto.

Binky bajó la cabeza y relinchó. Luego salió trotando al patio y enfiló el campo. Al llegar a la puerta inició un medio galope y se dirigió hacia la valla.

Susan cerró los ojos.

Sintió tensarse los músculos bajo aquella piel aterciopelada y un instante después el caballo se elevaba por encima de la valla, por encima del campo.

Detrás de él, en la turba, dos huellas de cascos ardieron durante un par de segundos.

Cuando pasaron por encima de la escuela, Susan vio temblar una luz en una ventana. La señorita Trasero estaba llevando a cabo sus rondas.

Esto va a traer problemas, se dijo Susan.

Y luego pensó: «Estoy sentada en la grupa de un caballo a unos treinta metros por encima del suelo, y me lleva a algún lugar misterioso que es un poco como una tierra mágica con trasgos y animales parlantes. Ya no quedan muchos más líos en los que pueda meterme…

»Además, ¿acaso va contra las normas de la escuela montar un caballo volador? Apuesto a que eso no está escrito en ninguna parte».

Quirm quedó atrás, y ante ella se abrió el mundo en un motivo hecho de oscuridad y luz plateada de luna. Un ajedrezado de campos desfilaba con destellos estroboscópicos bajo el resplandor de la luna, con la luz ocasional de una granja aislada. Hilachas de nubes cruzaban raudas el cielo.

Las montañas del Carnero eran un frío muro blanco en la lejanía, a la izquierda de Susan. A su derecha, el océano Periférico era como un sendero hacia la luna. No había viento, ni siquiera una gran sensación de velocidad: solo la tierra que pasaba como una exhalación y las largas y lentas zancadas de Binky.

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