Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

En cualquier caso, era muy improbable que acechara a ningún grupo en el que estuvieran la princesa Jade y Gloria Hijadethog.

A las propietarias de la escuela no les había hecho demasiada gracia tener que aceptar a una troll, pero el padre de Jade era rey de una montaña entera y siempre quedaba bien tener a un miembro de la realeza entre el alumnado. «Y además —había recalcado la señorita Trasero a la señorita Delcross—, tenemos el «deber» de alentarlos si muestran cualquier tipo de inclinación a convertirse en personas «de verdad» y de hecho el rey es realmente «encantador» y afirma que ni siquiera «recuerda» la última vez que se comió a alguien.» Jade tenía miopía, una nota que la excusaba de cualquier exposición innecesaria al sol y tejía cotas de malla a mano en la clase de labores.

Gloria, por su parte, tenía prohibidos los deportes por su tendencia a emplear el hacha de manera amenazadora. La señorita Trasero había señalado que el hacha no era un arma propia de una dama, ni siquiera para una enana, pero Gloria había indicado que, al contrario, aquella hacha era herencia de su abuela, quien la había tenido consigo durante toda su vida y la bruñía todos los sábados, aunque no la hubiera utilizado para nada aquella semana. Hubo algo en la manera en que Gloria aferraba su hacha mientras hablaba, que incluso la señorita Trasero terminó dando su brazo a torcer. Para demostrar su buena voluntad, Gloria prescindió de su yelmo de hierro y, si bien no llegó a afeitarse la barba —de hecho, no había ninguna norma que prohibiera a las chicas lucir medio metro de barba—, al menos se la trenzó. Y se ató las trenzas usando cintas con los colores de la escuela.

Susan se sentía extrañamente a gusto en su compañía y eso le había ganado las circunspectas alabanzas de la señorita Trasero. Qué encantador que fuera tan buena amiguita con ellas, le había dicho. Susan se había quedado atónita. Nunca se le habría ocurrido que alguien pudiera usar una palabra como «amiguita».

Las tres volvían a la escuela por el camino flanqueado de hayas que bordeaba el campo de deportes.

—No entiendo esto del deporte —dijo Gloria, mientras seguía con la mirada a la manada de jovencitas jadeantes que cruzaba en estampida el terreno de juego.

—Existe un deporte de trolls —dijo Jade—. Se llama aargrooha.

—¿Cómo se juega? —preguntó Susan.

—Ejem… Le arrancas la cabeza a un humano y la llevas de un lado a otro, dándole patadas con unas botas especiales hechas de obsidiana, hasta que marcas un gol o revienta. Pero ahora ya no se practica, claro —se apresuró a añadir.

—Ya me imaginaba que no —dijo Susan.

—Nadie sabe cómo hacer las botas, supongo —dijo Gloria.

—Supongo que si ahora se practicara, alguien como Lirio de Hierro correría de un extremo a otro de la línea de lanzamiento gritando: «¡Pillad bien esa cabeza, pandilla de florecitas!» —comentó Jade.

Siguieron caminando en silencio durante un rato.

—No creo que hiciera eso, en realidad —dijo Gloria cautelosamente.

—Estaba preguntándome si no habríais notado… algo raro últimamente —comentó Susan.

—¿Raro como qué? —preguntó Gloria.

—Bueno, pues como… ratas… —respondió Susan.

—No he visto ninguna rata en la escuela —dijo Gloria—. Y eso que he buscado bien.

—Me refería a… ratas raras —aclaró Susan.

Habían llegado a la altura de las cuadras. Las caballerizas eran el hogar permanente de los dos pencos que tiraban del carruaje de la escuela y la residencia a tiempo parcial (solo durante el curso lectivo) de unos cuantos caballos pertenecientes a jovencitas que no podían separarse de ellos.

Existe un tipo de chica que, incapaz de limpiar su dormitorio ni a punta de cuchillo, luchará por el privilegio de poder pasar el día manejando una pala para sacar el estiércol de una cuadra. La magia de todo aquello no se le había pegado a Susan. No tenía nada en contra de los caballos, pero no conseguía entender todo aquel asunto de los brocados, las bridas y las cernejas. Y no comprendía por qué sus medidas se daban en «palmos» cuando cualquiera de los centímetros que rondaba por allí podía hacer perfectamente el trabajo. Después de haber observado a las chicas ataviadas con pantalones trajinando por las caballerizas, llegó a la conclusión que lo hacían porque no podían comprender instrumentos complejos como las reglas. También lo había dicho en voz alta, por supuesto.

—De acuerdo —dijo—. ¿Y qué me decís de los cuervos? Algo sopló en su oreja. Susan se volvió en redondo.

El caballo blanco se alzaba en mitad del patio como un efecto especial barato. Era demasiado brillante. Relucía. Parecía la única cosa real en un mundo de siluetas pálidas. Comparado con los ponis rechonchos que normalmente ocupaban los compartimientos, el caballo era un gigante.

Un par de las chicas ataviadas con pantalones de montar daban vueltas alrededor, embelesadas. Susan reconoció a Cassandra Fox y lady Sara Grateful, dos jóvenes casi idénticas en su amor por todos los seres de cuatro patas que relincharan y su desdén hacia todo lo demás, su capacidad aparente para mirar al mundo con la dentadura, y su arte para alargar las vocales de ciertas palabras.

El caballo blanco relinchó al ver a Susan y empezó a acariciarle la mano con el hocico.

«Tú eres Binky —pensó ella—. Te conozco. He cabalgado sobre ti. Eres… mío. Creo.»

—Escuchad, ¿a quién pertenece? —dijo lady Sara.

Susan miró a su alrededor.

—¿Qué? ¿Es a mí? —preguntó—. Sí. Es mío… Supongo.

—¡No me digaaas! Estaba en el compartimiento contiguo al de Zainito. No sabíaaa que tuvieses un caballo aquí. Ya saaabes, necesitas el permisooo de la señorita Traseeero.

—Es un regalo —dijo Susan—. ¿De… alguien…?

El hipopótamo del recuerdo se agitó en las fangosas aguas de la mente. Susan se preguntó por qué había dicho aquello. No había pensado en su abuelo durante años. Hasta la noche anterior.

«Recuerdo la caballeriza —pensó—. Era tan enorme que no se veían las paredes. Y una vez dejaron que te montara. Alguien me sostenía para que no me cayera… Pero no podía caerme de este caballo. No si él no lo quería.»

—¡No me digaaas! No sabía que montabas.

—Bueno… solía hacerlo.

—Hay mensualidades extra, ya sabeees. Por tener alojado aquí a un caballo —comentó lady Sara.

Susan no dijo nada. Tenía la firme sospecha de que serían pagadas.

—¡Oooh!, y ademáaas no tienes arreos —añadió lady Sara.

Entonces Susan supo estar a la altura del desafío.

—No los necesito —dijo.

—Clarooo, y supongo que montarás a pelooo —dijo lady Sara—. Y lo dirigirás tirándole de las orejas, ¿verdad?

—Probablemente no pueda permitírselos, viviendo en esos andurriales —intervino Cassandra Fox—. Y haz que esa enana deje de mirar a mi poni. ¡Está mirando a mi poni!

—Solo lo estoy mirando —se defendió Gloria.

—Estabas… salivando —replicó Cassandra.

El sonido de unas pisadas ligeras sobre el empedrado, un brinco y Susan aterrizó en la grupa del caballo.

Miró hacia abajo, a las chicas boquiabiertas, y luego al frente, a la pista de ejercicio que había pasadas las cuadras. Allí había unos cuantos obstáculos para saltos, unos simples postes apoyados sobre barriles.

Sin que ella moviera un solo músculo, el caballo dio media vuelta, trotó hacia la pista y enfiló el obstáculo más alto. Hubo una sensación de energía acumulada, un momento de aceleración, y el obstáculo pasó por debajo de ellos…

Binky volvió grupas y se detuvo, desplazando el peso de su cuerpo de un casco al otro.

Las chicas estaban mirándoles. Las cuatro tenían una expresión de asombro absoluto.

—¿Debería hacer eso? —preguntó Jade.

—¿Qué pasa? —preguntó Susan—. ¿Es que ninguna de vosotras ha visto saltar antes a un caballo?

—Sí. Lo que pasa es… —empezó a decir Gloria, hablando en ese tono de voz muy lento y deliberado que utilizan las personas cuando no quieren que el universo estalle en pedazos—, es que, normalmente, luego vuelven a bajar.

Susan miró.

El caballo permanecía inmóvil en el aire.

¿Qué clase de orden había que darle a un caballo para que volviera a establecer contacto con el suelo? Fuera la que fuese, era una instrucción que la fraternidad ecuestre no había tenido que emplear hasta el momento.

Como si le leyera el pensamiento, el caballo trotó hacia delante y hacia abajo. Por un instante los cascos se hundieron bajo tierra, como si la superficie no tuviese mayor consistencia que una neblina. Luego Binky pareció determinar dónde debería estar el nivel del suelo y decidió colocarse encima de él.

Lady Sara fue la primera en recobrar la voz.

—Se lo diremos a la señorita Traseeero —consiguió farfullar al final.

Un miedo nada familiar casi dejó callada a Susan, pero la mezquindad de aquellas palabras la devolvió bruscamente a algo que se aproximaba a la cordura.

—¿Ah, sí? —se burló—. ¿Y qué le diréis?

—Que hiciste saltar al caballo y… —La joven enmudeció al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir.

—Exactamente —dijo Susan—. Supongo que ver caballos flotando en el aire es ridículo, ¿verdad?

Bajó de la grupa del caballo y las obsequió a todas con una sonrisa resplandeciente.

—En todo caso, va contra las normas de la escuela —musitó lady Sara.

Susan llevó al caballo blanco de vuelta a las cuadras, lo cepilló y lo metió en un compartimiento vacío.

Por un instante se oyeron unos crujidos entre el heno del pesebre. Susan creyó entrever el destello marfileño de un hueso.

—Esas malditas ratas —dijo Cassandra, debatiéndose por regresar a la realidad—. Oí que la señorita Trasero le pedía al jardinero que pusiese veneno.

—Lástima —comentó Gloria.

Algo parecía estar cociéndose en la cabeza de lady Sara.

—Mira, en realidad ese caballo no se quedó flotando en el aire, ¿verdad? —quiso saber—. ¡Los caballos no pueden hacer eso!

—Entonces no pudo haberlo hecho —replicó Susan.

—Ha sido el tiempo de suspensión —dijo Gloria—. No es más que eso. Tiempo de suspensión en el aire. Igual que en el baloncesto.[6] Ha tenido que ser algo así.

—Sí.

—Fue solo eso.

—Sí.

La mente humana posee una notable capacidad para rehacerse. Al igual que las mentes de los trolls y los enanos. Susan las miró con franco asombro. Todas habían visto un caballo suspendido en el aire. Y entonces guardaron cuidadosamente esa visión en algún cajón de su memoria y rompieron la llave dentro de la cerradura.

—Solo por curiosidad —dijo, mirando todavía el heno del pesebre—. Supongo que ninguna de vosotras sabe dónde hay un mago en esta ciudad, ¿verdad?

—¡He encontrado un sitio para que toquemos! —anunció Odro.

—¿Dónde? —preguntó Lias.

Odro se lo dijo.

—¿El Tambor Remendado? —preguntó Lias—. ¡Pero si allí tiran hachas!

—Estaremos a salvo. El Gremio nunca toca allí-dijo Odro.

—Bueno, sí, allí pierden miembros. Incluso sus miembros pierden miembros —dijo Lias.

—Sacaremos cinco dólares —dijo Odro.

El troll titubeó.

—No me irían nada mal cinco dólares —admitió.

—Un tercio de cinco dólares —puntualizó Odro.

La frente de Lias se llenó de arrugas.

—¿Eso es más que cinco dólares o menos? —preguntó.

—Oye, nos dará a conocer —dijo Odro.

—No quiero darme a conocer en el Tambor —dijo Lias—. Lo último que quiero hacer en el Tambor es darme a conocer. En el Tambor, lo que quiero es tener algo para esconderme detrás.

—Lo único que tenemos que hacer es tocar algo —dijo Odro—. Cualquier cosa. El nuevo propietario está mortalmente interesado en ofrecer entretenimiento.

—Creía que tenían una tragaperras.

—Sí, pero la arrestaron.

En Quirm hay un reloj floral. Es toda una atracción para los turistas.

No es lo que se esperan.

Todas las autoridades municipales sin imaginación que hay en el multiverso han acabado creando relojes florales, que resultan ser grandes mecanismos de relojería enterrados en un parterre cívico en el que la esfera y los números están resaltados con flores.[7]

Pero el reloj de Quirm es un simple parterre redondo con veinticuatro tipos distintos de flores cuidadosamente escogidas por la regularidad con la que abren y cierran sus pétalos…

Cuando Susan pasó corriendo junto a él, la correhuela se estaba cerrando y la arañuela empezaba a abrirse. Eso quería decir que eran las diez y media.

Las calles estaban desiertas. Quirm no era una ciudad nocturna. Los que iban a Quirm esperando pasar un buen rato se iban a algún otro lugar. Quirm era tan respetable que hasta los perros pedían permiso antes de ir al lavabo.

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