Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

—Y es muy vieja —dijo Odro.

—Una antigüedad.

—¿ Me haría el favor de escuchar ese tono? Se ha echado a perder.

—Melodioso. Hoy día ya no se encuentran semejantes obras de artesanía.

—¡Solo porque hemos aprendido de la experiencia!

Imp volvió a mirar aquella cosa. Las cuerdas resonaban por sí solas. Tenían un suave tinte azulado y un aspecto ligeramente borroso, como si nunca dejaran de vibrar del todo.

La levantó y, acercándosela a la boca, susurró: «Imp». Las cuerdas zumbaron suavemente.

En ese momento reparó en la señal hecha con tiza. Ya casi se había borrado. En realidad solo era una señal, un simple trazo de tiza…

Odro estaba funcionando a toda máquina. Se decía que los enanos eran los negociadores financieros más agudos del Mundodisco, solo superados en caradura y astucia por las ancianitas. Imp trató de prestar atención a lo que estaba ocurriendo.

—Bien —estaba diciendo Odro—; entonces, trato hecho, ¿de acuerdo?

—Trato hecho —dijo la ancianita—. Y que no se te ocurra escupirte en la mano antes de estrecharla conmigo. Eso es antihigiénico.

Odro se volvió hacia Imp.

—Bueno, me parece que lo he llevado bastante bien —dijo.

—Genial. Oye, esta cosa es muy…

—¿Tienes doce dólares?

—¿Qué?

—Una auténtica ganga, diría yo.

Hubo un estruendo detrás de ellos. Lias apareció haciendo rodar un tambor muy grande y con un par de platillos debajo del brazo.

—¡Te dije que no tenía dinero! —siseó Imp.

—Sí, pero… Oye, todo el mundo dice que no tiene dinero. Es de sentido común. Nadie quiere ir por ahí diciendo que tiene dinero. ¿Quieres decir que de verdad no tienes nada de dinero?

—¡No!

—¿Ni siquiera doce dólares?

—¡No!

Lias descargó el tambor, los platillos y un montón de partituras encima del mostrador.

—¿Cuánto por todo? —preguntó.

—Quince dólares —dijo la anciana.

Lias suspiró y se irguió. Por un instante hubo una expresión distante en sus ojos y luego se atizó un puñetazo en la mandíbula. Rebuscó con un dedo dentro de su boca y después sacó de ella…

Imp puso unos ojos como platos.

—Espera, deja que le eche un vistazo —dijo Odro. Cogió el objeto de entre los dedos de Lias sin que estos ofrecieran resistencia y lo examinó minuciosamente—. ¡Eh! ¡Como mínimo tiene cincuenta quilates!

—No pienso aceptar eso como pago —declaró la anciana—. ¡Ha estado dentro de la boca de un troll!

—Usted come huevos, ¿verdad? —replicó Odro—. Y en cualquier caso, todo el mundo sabe que los dientes de un troll son puro diamante.

La anciana cogió el diente y lo examinó a la luz de una vela.

—Si se lo llevara a uno de esos joyeros que hay en la calle Noexiste me dirían que vale doscientos dólares —dijo Odro.

—Bueno, pues yo le digo que aquí y ahora vale quince —respondió la anciana, y el diamante desapareció por arte de magia en algún lugar de su persona. Luego los obsequió con una fresca y radiante sonrisa.

—¿Por qué no podíamos limitarnos a quitárselo de las manos? —preguntó Odro en cuanto salieron de la tienda.

—Porque es una pobre anciana indefensa —dijo Imp.

—¡Exactamente! ¡Exactamente ahí quería ir a parar yo!

Odro alzó la mirada hacia Lias.

—¿Tienes toda la boca llena de esas cosas?

—Aja.

—Es solo que resulta que le debo dos meses de alquiler a mi casero y…

—Ni se te ocurra pensarlo —dijo el troll sin inmutarse.

La puerta se cerró con un golpe seco detrás de ellos.

—Venga, animaos un poco —dijo Odro—. Mañana buscaré una actuación. No os preocupéis. Conozco a todo el mundo en esta ciudad. Nosotros tres… eso es una auténtica banda.

—Ni siquiera hemos ensayado juntos como es debido —se lamentó Imp.

—Iremos practicando conforme nos abramos camino —dijo Odro—. Bienvenido al mundo de la música profesional.

Susan no sabía mucho de historia. Siempre le había parecido un tema particularmente aburrido. Distintas gentes tediosas repetían una y otra vez las mismas estupideces. ¿Cuál era la gracia? Todos los reyes eran bastante parecidos.

La clase estaba aprendiendo algo sobre una revuelta en la que algunos campesinos habían querido dejar de ser campesinos y, dado que los nobles salieron vencedores, habían dejado de ser campesinos con muchísima rapidez. Si se hubieran molestado en aprender a leer y hubiesen adquirido unos cuantos libros de historia, habrían descubierto lo dudosos que eran los méritos de cosas como las hoces y las horquillas cuando se miden en batalla contra las ballestas y los sables.

Susan puso medio sentido durante un rato hasta que el aburrimiento terminó adueñándose de ella; entonces sacó un libro y se permitió dejar de ser perceptible para el mundo.

¡IIIC!

Susan miró de soslayo.

Había una figura diminuta en el suelo, junto a su pupitre. Se parecía mucho al esqueleto de una rata ataviado con una túnica negra y empuñando una guadaña minúscula.

Susan devolvió la mirada a su libro. Ese tipo de cosas no existían. Estaba segurísima de ello.

¡IIIC!

Susan volvió a mirar hacia abajo. La aparición seguía allí. La cena de la noche anterior había consistido en una tostada con queso fundido. En los libros, al menos, se suponía que debías esperar encontrarte con cosas raras después de una cena semejante.

—No existes —dijo—. No eres más que un trozo de queso.

¿IIIC?

Cuando la criatura estuvo segura de haber atraído toda la atención de Susan, sacó de debajo de su túnica un diminuto reloj de arena suspendido de una cadena de plata y lo señaló apremiantemente.

En contra de toda consideración racional, Susan se inclinó y abrió la mano. La cosa se subió a ella —al tacto sus pies parecían alfileres— y miró a Susan con expresión expectante.

Susan subió la mano hasta dejarla a la altura de los ojos. De acuerdo, quizá fuese producto de su imaginación. Debería tomárselo en serio.

—Supongo que no irás a decir nada del estilo de «¡Oh, mis patitas y mis bigotes!», ¿verdad? —murmuró—. Porque si lo haces, saldré ahora mismo de la clase y te tiraré retrete abajo.

La rata sacudió su cráneo.

—¿Y eres real?

IIIC. IIIICIIICIIIC…

—Oye, no te entiendo —dijo Susan pacientemente—. No hablo roedores. En lenguas modernas únicamente damos klatchiano y solo sé decir: «El camello de mi tía se ha caído dentro de un espejismo». Y si eres imaginario, podrías tratar de ser un poco más… simpático.

Un esqueleto, incluso uno muy pequeño, no es algo que tienda a inspirar mucha simpatía, incluso si muestra una sonrisa y una expresión franca y jovial. Pero la iba embargando la sensación… no, cayó en la cuenta… el recuerdo, salido de no sabía dónde, de que aquella criatura era real y además estaba de su lado. Aquello era un concepto extraño para ella. Normalmente el lado de Susan siempre había consistido en Susan.

La difunta rata contempló a Susan durante unos momentos y luego, de un solo movimiento, sujetó la diminuta guadaña entre los dientes y saltó de la mano de Susan, aterrizó sobre el suelo del aula y desapareció correteando entre los pupitres.

—Pero si ni siquiera tienes patitas y bigotes —dijo Susan—. No como es debido, en todo caso.

La rata esquelética atravesó la pared.

Susan volvió a concentrarse en su libro y leyó con feroz atención la Paradoja de la Divisibilidad de Nocivus, la cual demostraba la imposibilidad de caerse de un tronco.

Ensayaron aquella misma noche, en el alojamiento obsesivamente limpio y ordenado de Odro. Quedaba justo detrás de una curtiduría en el Camino de Fedre, y probablemente se hallara a salvo de los oídos errantes del Gremio de Músicos. También estaba recién pintado y muy bien fregado. El diminuto cuarto relucía. En el hogar de un enano nunca hay cucarachas o ratas ni ninguna clase de alimaña. Al menos, no mientras el propietario todavía sea capaz de empuñar una sartén.

Imp y Odro se sentaron y contemplaron cómo Lias, el troll, golpeaba sus rocas.

—¿Qué os parece? —preguntó en cuanto hubo terminado.

—¿Eso es todo lio que haces? —preguntó Imp pasado un momento.

—Son rocas —dijo el troll, pacientemente—. Eso es todo lo que puedes hacer. Pom, pom, pom.

—Hummm. ¿Puedo probar? —preguntó Odro.

Se sentó detrás de la hilera de piedras y las estuvo contemplando en silencio durante un rato. Luego cambió de sitio algunas de ellas, sacó un par de martillos de su caja de herramientas y le dio un golpecito experimental a una piedra.

—Bueno, vamos a ver… —dijo.

Bambam-bam.BAM.

Al lado de Imp, las cuerdas de la guitarra vibraron.

—«Claro que sí» —dijo Odro.

—¿Qué? —se extrañó Imp.

—Oh, no es más que una frasecita musical sin sentido —dijo Odro—. Igual que «una copita de ojén», ya sabes.

—¿Cómo dices?

Bam-bam-a-bambam, bamBAM.

—¿Qué es el ojén? —dijo Lias.

Imp clavó los ojos en las piedras. La percusión tampoco era algo que aprobasen en Nellofselek. Los bardos decían que cualquiera podía coger un palo y atizar con él a una roca o a un tronco hueco. Aquello no era música. Además, era… y al llegar a ese punto los bardos siempre bajaban la voz… demasiado… animal.

La guitarra zumbó. Parecía captar los sonidos.

De pronto Imp tuvo la punzante sensación de que era mucho lo que se podía llegar a hacer con la percusión.

—¿Puedo probar? —pidió.

Cogió los martillos. La guitarra emitió el más tenue de los tonos.

Cuarenta y cinco segundos después, Imp dejó los martillos. Los ecos se extinguieron.

—¿Se puede saber por qué terminaste el número dándome en el casco? —preguntó Odro, escogiendo sus palabras con mucho cuidado.

—Perdona-dijo Imp—. Me parece que me pudo el entusiasmo. Pensé que eras un platillo.

—Ha sido muy… insólito —observó el troll.

—Lia música está en… lias piedras —dijo Imp—. Lio único que tienes que hacer es dejadla rodar. Hay música en todo, si sabes cómo encontrarla.

—¿Me dejas probar ese riff? —preguntó Lias. Cogió los martillos y volvió a instalarse detrás de las piedras.

A-bam-bop-a-re-bop-a-bim-bam-bum.

—¿Qué les has hecho a mis piedras? —preguntó—. Suenan… salvajes.

—Pues a mí me ha gustado —dijo Odro—. Suenan muchísimo mejor.

Aquella noche Imp durmió encajado entre la diminuta cama de Odro y la mole de Lias. Pasado un rato, roncaba.

A su lado, las cuerdas de la guitarra zumbaban suavemente en armonía. Arrullado por su sonido casi imperceptible, Imp ya se había olvidado por completo del arpa.

Susan se despertó. Algo estaba tirando de su oreja.

Abrió los ojos.

¿IIIC?

—Oh, nooo…

Se sentó en la cama. Las otras chicas dormían. La ventana estaba abierta, porque la escuela era partidaria del aire fresco: se hallaba disponible en grandes cantidades y era gratis.

La rata esquelética se subió de un salto a la repisa de la ventana y entonces, cuando se hubo asegurado de que Susan prestaba atención, saltó hacia la noche.

Tal como lo veía Susan, el mundo le ofrecía dos opciones. Podía volver a dormirse o podía seguir a la rata.

Lo cual sería una estupidez. En los libros siempre había gente sensiblera haciendo ese tipo de cosas, y luego terminaban en algún mundo idiota lleno de duendes y animales parlantes que no tenían dos dedos de frente. Además, eran unas chicas tan tristes y sosas. Siempre permitían que las cosas les fueran ocurriendo, sin hacer el menor esfuerzo por cambiarlas. Se limitaban a ir por ahí diciendo cosas como: «Oh, cielos, pobre de mí», cuando saltaba a la vista que cualquier ser humano con un poco de cerebro podía organizar adecuadamente el lugar en un pis pas.

De hecho, cuando lo pensabas desde este punto de vista, resultaba tentador… El mundo ya contenía demasiadas cabezas huecas. Susan siempre se decía que la misión de personas como ella, suponiendo que hubiera alguien más como ella, era poner algo de orden en él.

Se puso la bata y se encaramó al alféizar. Se agarró a él hasta el último momento para luego dejarse caer sobre un parterre de flores.

La rata era una silueta diminuta que se escabullía por el césped iluminado por la luna. Susan la siguió hasta las cuadras, donde la rata desapareció en algún lugar entre las sombras.

Susan seguía allí, sintiéndose ligeramente helada de frío y más que ligeramente estúpida, cuando la rata regresó arrastrando un objeto bastante más grande que ella. Parecía un ovillo de trapos viejos.

La rata esquelética rodeó el ovillo harapiento y le propinó una enérgica patada.

—De acuerdo, ¡de acuerdo!

El ovillo abrió un ojo, que giró frenéticamente en todas direcciones hasta que terminó centrándose en Susan.

—Te advierto que no hago el numerito de decir las palabras con la N y la M —dijo el ovillo.

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