Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

Una figura la esperaba al final del pasillo, en un círculo de luz de lámpara.

—¿Sí, señorita Trasero?

La directora la miró como si estuviera esperando que Susan hiciera algo.

—¿Se encuentra bien, señorita Trasero?

La profesora se rehizo.

—¿Sabes que ya es medianoche pasada? ¡Qué vergüenza! ¡Y no estás en la cama! ¡Y ciertamente eso no es el uniforme de la escuela!

Susan bajó la mirada. Siempre resultaba difícil acertar en todos los pequeños detalles. Todavía llevaba el vestido negro con encajes.

—Sí, tiene usted razón —dijo, obsequiando a la señorita Trasero con una afable sonrisa.

—Bueno, ya sabes que esta escuela tiene unas reglas —repuso la señorita Trasero, pero su tono era titubeante.

Susan le dio unas palmaditas en el brazo.

—Creo que probablemente son más bien pautas generales, ¿no le parece? ¿Eulalie?

La boca de la señorita Trasero se abrió y se cerró. Y Susan se dio cuenta de que en realidad aquella mujer era bastante bajita. Tenía el porte, la voz y las maneras muy altas, y era alta en todos los aspectos excepto la estatura. Asombrosamente, la señorita Trasero había sido capaz de mantener aquello en secreto ante los demás.

—Pero ahora será mejor que me vaya a la cama —dijo Susan, con la mente danzando en adrenalina—. Y usted también. Es muy tarde y hay muchas corrientes para andar deambulando por los pasillos a su edad, ¿no le parece? Y además mañana es el último día. Supongo que no querrá tener aspecto de cansada cuando lleguen los padres.

—Ejem… sí. Sí. Gracias, Susan.

Susan dirigió otra sonrisa afectuosa a la abatida profesora y fue al dormitorio, donde se desvistió en la oscuridad y se metió entre las sábanas.

La habitación estaba en silencio excepto por el sonido de nueve chicas respirando suavemente y de la rítmica avalancha amortiguada que era el sueño de Princesa Jade.

Y, pasado un rato, el sonido de alguien que sollozaba e intentaba que no la oyeran. Los sollozos siguieron durante mucho rato. Había muchos retrasos que recuperar.

Muy por encima del mundo, la Muerte asintió. Podías elegir la inmortalidad, o podías elegir la humanidad.

Tenías que hacerlo por ti mismo.

Era el último día del curso, y por lo tanto caótico. Algunas chicas se irían temprano, había un torrente de padres de distintas razas y cualquier tipo de clase estaba descartada. Reinaba la aceptación general de que había cierto relajamiento de las reglas.

Susan, Gloria y Princesa Jade pasearon hasta el reloj floral. Eran las Margarita menos cuarto.

Susan se sentía vacía, pero también tensa como un cordel. Le sorprendía que no le estuvieran saliendo chispas de las puntas de los dedos.

Gloria había traído una bolsa de pescado frito del establecimiento que había en Tres Rosas. El olor del vinagre caliente y el colesterol concentrado se elevaba del papel, sin el hedor a podredumbre frita que normalmente daba ese saborcillo familiar a los productos del establecimiento.

—Mi padre dice que he de ir a casa y casarme con un troll —contó Jade—. Eh, si hay alguna espina de pescado que valga la pena ahí dentro me la comeré.

—¿Lo has conocido? —preguntó Susan.

—No. Pero mi padre dice que tiene una montaña enorme.

—Si fuera tú, yo no me dejaría tratar de esa manera —dijo Gloria con la boca llena de pescado—. Después de todo, estamos en el siglo del Murciélago Frugívoro. Yo me plantaría ahora mismo y diría que no. ¿Eh, Susan?

—¿Qué? —preguntó Susan, que había estado pensando en otra cosa. Luego, cuando se lo repitieron todo, dijo—: No. Antes vería cómo era. Puede que sea un chico agradable. Y además la montaña es un extra.

—Sí. Es lógico. ¿Tu papá no te ha mandado alguna imagen? —preguntó Gloria.

—Oh, sí-dijo Jade.

—¿Y bien…?

—Hum… tenía unas cuantas gargantas bastante bonitas —explicó Jade con expresión pensativa—. Y además tiene un glaciar que según mi padre es permanente incluso a mediados de verano.

Gloria asintió con aprobación.

—Suena como un chico agradable.

—Pero a mí siempre me ha gustado Peñasco, el del valle de al lado. Padre no lo puede ni ver. Pero él está trabajando muy duro y ahorra y ya casi tiene suficiente para un puente propio.

Gloria suspiró.

—A veces es difícil ser mujer-concluyó—. ¿Quieres un poco de pescado? —preguntó, dando a Susan un codazo amistoso.

—No tengo hambre, gracias.

—Está muy bueno. El pescado no está pasado como antes.

—No, gracias.

Gloria le dio otro codazo.

—¿Quieres ir a buscarte el tuyo, entonces? —preguntó, sonriendo maliciosamente detrás de su barba.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Oh, hoy han ido muchas chicas ahí abajo —dijo la enana. Se le acercó un poco más—. Es por ese chico nuevo que trabaja ahora allí-dijo—. Yo juraría que es élfico.

Algo dentro de Susan sufrió un punteo y tañó. Se levantó.

—¡Conque era a eso a lo que se refería! ¡Cosas que todavía no han ocurrido!

—¿Qué? ¿Quién? —preguntó Gloria.

—¿Es el establecimiento que hay en el callejón de las Tres Rosas?

—Ese mismo.

La puerta de la casa del mago estaba abierta. El mago había colocado una mecedora en la entrada y se había quedado dormido al sol.

Había un cuervo posado en su sombrero. Susan se detuvo y lo fulminó con la mirada.

—¿Y tienes algún comentario que hacer?

—Craj craj —respondió el cuervo, y encrespó las plumas.

—Bien —dijo Susan.

Siguió su camino, consciente de que se estaba ruborizando. Una voz dijo «¡Ja!» detrás de ella. Susan hizo como que no la había oído.

Hubo un borrón de movimiento entre los desperdicios acumulados junto al bordillo.

Algo oculto por un envoltorio de pescado hizo:

IIIJ, IIIJ, IIIJ.

—Sí, sí, muy divertido —dijo Susan.

Siguió caminando.

Y a continuación echó a correr.

La Muerte sonrió, hizo a un lado la lente de aumento y se apartó del Mundodisco para encontrarse con que Albert lo estaba observando.

SOLO ESTABA HACIENDO UNA COMPROBACIÓN, dijo.

—Muy bien, amo —repuso Albert—. He ensillado a Binky.

¿TE HA QUEDADO CLARO QUE SOLO ESTABA HACIENDO UNA COMPROBACIÓN?

—Como usted diga, amo.

¿QUÉ TAL TE ENCUENTRAS?

—Estupendamente, amo.

¿SIGUES TENIENDO TU BOTELLA?

—Sí, amo.

Estaba en la estantería del dormitorio de Albert. Siguió a la Muerte al patio de montar, lo ayudó a subir a la silla y le pasó la guadaña.

Y AHORA HE DE SALIR, dijo la Muerte.

—Así se habla, amo.

ASÍ QUE DEJA DE SONREÍR DE ESA MANERA.

—Sí, amo.

La Muerte emprendió la marcha, pero se encontró guiando al caballo blanco por el sendero que bajaba al huerto.

Se detuvo delante de un árbol en particular y lo estuvo contemplando un tiempo. Finalmente dijo:

PUES YO LO ENCUENTRO PERFECTAMENTE LÓGICO.

Binky volvió grupas obedientemente y trotó hacia el mundo.

Las tierras y ciudades que había en él se extendieron ante la Muerte. Una luz azul llameó a lo largo de la hoja de la guadaña.

Entonces la Muerte sintió que era objeto de atención. Alzó la mirada hacia el universo, que estaba observándole con un interés perplejo.

Una voz que solo él oyó: «¿Así que eres un rebelde, pequeña Muerte? ¿Y contra qué te rebelas?

La Muerte pensó en ello. Si había alguna respuesta sarcástica, a él no se le ocurría.

De manera que hizo como que no la había oído y cabalgó hacia las vidas de la humanidad. Lo necesitaban.

En algún lugar, en algún otro mundo muy lejos del Mundodisco, alguien cogió con aire dubitativo un instrumento musical que se hacía eco del ritmo de su alma.

Nunca morirá.

Está aquí para quedarse.

Notes

[1] Debido a la cuántica.

[2] La pregunta que rara vez se formula es dónde tenía las serpientes Medusa. El vello del sobaco pasa a ser un problema todavía más embarazoso cuando insiste en morder la parte superior del envase del desodorante.

[3] Repollos.

[4] Repollos.

[5] Cualquier cosa que coma repollos y a la que le dé igual no tener amistades.

[6] Hasta que tuvo lugar un desafortunado incidente con el hacha, Gloria había sido capitana del equipo de baloncesto de la escuela. Los enanos no tienen altura, pero sí aceleración, y fueron muchas las jugadoras de un equipo visitante que se llevaron una sorpresa desagradable cuando Gloria apareció ante ellas surgiendo verticalmente de las profundidades.

[7] O cristales de metano. O anémonas de mar. El principio es el mismo. En cualquier caso, no tarda en llenarse con el equivalente local a las cajas de comida para llevar y las latas de cerveza vacías.

[8] Según la leyenda rural —al menos en las áreas donde los cerdos constituyen una parte vital de la economía doméstica—, el Papá Cerdo es una figura mítica del invierno que, la Noche de la Vigilia de los Puercos, galopa de casa en casa en un tosco trineo tirado por cuatro jabalíes para dejar regalos consistentes en salchichas, morcillas, jamones y cortezas de cerdo a todos los niños que han sido buenos. Siempre está diciendo «¡Jou, jou, jou!». Los niños que han sido malos reciben un saco lleno de huesos ensangrentados (esos pequeños detalles son los que te indican que la historia del Papá Cerdo es un cuento pensado para deleitar a la infancia). Hay una canción sobre él. Empieza así: «Más vale que tengas cuidado…».

Se dice que el Papá Cerdo tuvo su origen en la leyenda de un rey de aquellas tierras que, una noche de invierno, pasó casualmente, o eso dijo él, junto a la casa de tres jóvenes y las oyó llorar porque no tenían comida para celebrar el banquete de mediados del invierno. El rey se compadeció de ellas y les tiró un paquete de salchichas por la ventana.**

** Dejando seriamente conmocionada a una de las mujeres, pero no tiene sentido echar a perder una buena leyenda.

[9] Los magos no organizaban actos sociales. No daban bailes ni organizaban partidos de pelota. Ni siquiera tenían pelotas. Había una canción popular acerca de ello. Pero sí celebraban su Disculpe anual, o danza de entrada libre, que era uno de los momentos culminantes del calendario social de Ankh-Morpork. El Bibliotecario siempre lo esperaba con particular impaciencia y utilizaba una cantidad asombrosa de crema para el pelo.

[10] En inglés, holly significa «acebo». (N. del T.)

[11] Bueno, excepto la Universidad Invisible en una ocasión, pero aquello solo fue una broma de estudiantes.

[12] De hecho, la habitación más pequeña de la Universidad Invisible es el trastero para las escobas del cuarto piso. En realidad el tesorero se refería al lavabo. El catedrático sostenía la teoría de que todos los libros realmente buenos que hay en un edificio —al menos, los realmente divertidos-** gravitan hacia un montoncito dentro del lavabo, pero nadie ha tenido tiempo de leerlos todos o de saber siquiera cómo han ido a parar allí. Sus investigaciones estaban causando estreñimiento agudo y que cada mañana hubiera una cola delante de la puerta.

** Esos que tienen las ilustraciones con vacas y perros. Y textos como: «Apenas vio al pato, Elmer supo que aquel iba a ser un mal día».

[13] Y no parecía que hiciera nada en absoluto al enemigo.

[14] El archicanciller era un mago. Para un mago los tiros con efecto no consisten en los clásicos tres-circuitos-alrededor-de-la-mesa. El mejor que había hecho hasta el momento consistió en un rebote en el protector, un rebote en una gaviota, un rebote en la nuca del tesorero que había pasado por el pasillo el martes pasado (ahí hubo algo de giro temporal) y un complicado rebote final en el techo. Falló la bola por los pelos, pero aun así el tiro tuvo su efecto.

[15] Cosa que era muy cierta. La naturaleza puede adaptarse prácticamente a cualquier cosa. Había peces que habían evolucionado para vivir en el río. Parecían un cruce entre un cangrejo de caparazón blando y una aspiradora industrial y tendían a estallar en el agua limpia, y nadie sabía lo que había que utilizar como cebo; pero eran peces y a un cazador como Ridcully nunca le preocupa el sabor que pueda tener la presa.

[16] El prefecto mayor tenía la teoría de que los alimentos largos —como las judías, el apio y el ruibarbo— te hacían más alto, debido a la famosa Doctrina de las Firmas. A él ciertamente lo hacían más ligero.

[17] Y, naturalmente, una broma que nunca da en el blanco. La sordera no impide que los compositores oigan la música. Solo les impide oír las distracciones.

[18] No era el sabor. Muchos perritos calientes saben fatal. Pero Escurridizo había conseguido producir salchichas que no sabían a nada. Era extraño. Por mucha mostaza, ketchup y pepinillos que les echara encima la gente, seguían sin saber a nada. Ni siquiera los perritos de medianoche que les venden a los borrachos en Helsinki pueden igualar ese logro.

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