—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Odro.
—¿Alguien tiene algo de dinero? —preguntó Odro.
—Yo tengo un dólar —respondió Lias.
—Yo tengo unos cuantos peniques —respondió Imp.
—Pues entonces vamos a tomar una comida decente —dijo Odro—. Aquí mismo —añadió, señalando un letrero.
—¿Dónde, en El Agujero de la Comida de Tal’Adr? —preguntó Lias—. ¿Tal’Adr? Suena a enano. ¿Habrá espaguetis a la alimaña y todo lo demás?
—Ahora también sirve comida de trolls —aclaró Odro—. Decidió prescindir de las diferencias étnicas en pro de la causa de ganar más dinero. Cinco tipos de carbón, siete tipos de ceniza, sedimentos suficientes para que se te caiga la baba… Y esas cocas, unas tortas que te rellenan de lo que prefieras. Pruébalas. Te gustarán.
—¿También tiene pan de enanos? —preguntó Imp.
—¿De veras te gusta el pan de los enanos? —quiso saber Odro.
—Me encanta —dijo Imp.
—¿Te refieres al auténtico pan de enanos hecho como es debido? —preguntó Odro—. ¿Estás… seguro?
—Sí. Verás, es sabroso y crujiente.
Odro se encogió de hombros.
—Eso lo demuestra —dijo—. Nadie a quien le guste el pan de los enanos puede ser elvish.
El local estaba casi vacío. Un enano con un delantal que le llegaba hasta los sobacos los contempló por encima del mostrador.
—¿Tienes rata frita? —preguntó Odro.
—La mejor rata frita de toda la maldita ciudad —dijo Tal’Adr.
—Perfecto. Entonces tráeme cuatro ratas fritas.
—Y pan de los enanos —dijo Imp.
—Y coca —dijo Lias pacientemente.
—¿Cabezas de rata o patas de rata?
—No. Cuatro ratas fritas.
—Y coca.
—¿Con ketchup en las ratas?
—No.
—¿Estás seguro?
—Nada de ketchup.
—Y coca.
—Y dos huevos duros —dijo Imp.
Los otros dos le lanzaron una mirada extrañada.
—¿Qué pasa? Es que me gustan los huevos duros —dijo Imp.
—Y coca.
—Y dos huevos duros.
—Y coca.
—Setenta y cinco dólares —dijo Odro mientras se sentaban—. ¿Cuánto es tres veces setenta y cinco dólares?
—Muchos dólares —respondió Lias.
—Más de doscientos dólares —precisó Imp.
—Creo que nunca he visto doscientos dólares —confesó Odro—. No mientras estaba despierto, al menos.
—¿Reunimos algo de dinero? —preguntó Lias.
—No podemos reunir dinero como músicos —dijo Imp—. Es la ley del Gremio. Si te pillan tocando, entonces cogen tu instrumento y lio meten… —Se calló—. Bueno, limitémonos a decir que, si tocas el flautín, entonces la cosa no tiene ninguna gracia —añadió, después de rebuscar en su memoria.
—Pues tampoco creo que sea muy gracioso si tocas el trombón —opinó Odro, mientras echaba algo de pimienta en su rata.
—Ahora no puedo volver a casa —repuso Imp—. Dije que… Todavía no puedo volver a casa. Aunque pudiera hacerlo, tendría que levantar monolitos igual que hacen mis hermanos. Ellos solo piensan en los círculos de piedra.
—Y si yo vuelvo a casa ahora —dijo Lias—, me pondrán a aporrear druidas.
Los dos, muy poco a poco, se separaron algo más.
—Entonces toquemos en algún sitio donde el Gremio no pueda dar con nosotros —propuso Odro alegremente—. Seguro que encontraremos sitios a porrones…
—Yo tengo un porrón —anunció Lias, orgullosamente—. Muy grande, y con un clavo.
—No. Me refiero a que de noche podemos encontrar un porrón de…
—Bueno, de noche mi porra sigue teniendo un clavo.
—Da la casualidad —dijo Odro, dejando el tema por imposible— de que sé que en esta ciudad hay muchísimos clubes nocturnos a los que no les hace ninguna gracia pagar las tarifas del Gremio. Podríamos hacer unos cuantos bolos, y reunir el dinero sin problemas.
—¿Líos tres juntos? —preguntó Imp.
—Claro.
—Pero tocamos música de enanos y música de humanos y música de trolls —dijo Imp—. No estoy muy seguro de que todas esas músicas combinen. Quiero decir que, bueno, los enanos escuchan música de enanos, los humanos escuchan música de humanos, y los trolls escuchan música de trolls. ¿Qué es lo que sale si se mezcla todo? Sonaría horrible.
—Nosotros tres nos estamos llevando bastante bien-replicó Odro. Se levantó y fue a buscar la sal a la barra.
—Es que somos músicos —dijo Glod—. Con las personas de verdad no es lo mismo.
—Sí, claro —dijo el troll.
Lias tomó asiento de nuevo.
Hubo un ruido de algo que se rompía.
Lias se puso de pie.
—Uy-dijo.
Imp extendió el brazo. Despacio y con mucho cuidado, fue recogiendo los restos de su arpa del banco.
—Uy —dijo Lias.
Una cuerda se enroscó con un triste y suave tañido.
Era como presenciar la muerte de un gatito.
—La gané en el Eisteddfod —dijo Imp.
—¿No podrías volver a pegar los trozos? —preguntó finalmente Odro.
Imp sacudió la cabeza.
—Verás, en Nellofselek ya no queda nadie que sepa cómo hacerlo.
—Sí, pero en la calle de los Artesanos Habilidosos…
—Lo siento mucho. Lo siento mucho de verdad, no sé cómo es que estaba allí.
—No ha sido culpa tuya.
Imp trató, sin ningún resultado, de unir un par de piezas. Pero no se podía reparar un instrumento musical. Imp recordaba habérselo oído decir a los bardos viejos. Los instrumentos tenían alma. Todos ellos la tenían. Si se rompían, el alma los abandonaba y se alejaba volando igual que un pájaro. Lo que se recomponía no era más que un objeto, un montón de madera y cuerdas. Sonaría, e incluso podría engañar a un oyente aficionado, pero… También podrías despeñar a alguien por un acantilado, coser luego los pedazos y esperar que cobraran vida.
—Eh… Tal vez podríamos conseguirte otra, ¿no? —le dijo Odro—. En Las Traseras hay una… tiendecita de música realmente preciosa que…
Se calló. Pues claro que en Las Traseras había una tiendecita de música realmente preciosa. Siempre había estado allí.
—En Las Traseras —repitió, solo para asegurarse—. Encontrarás una. En Las Traseras. Sí. Lleva años allí.
—No tendrán una como esta —dijo Imp—. Antes de que el artesano se acerque, tiene que pasarse dos semanas envuelto en una piel de buey, dentro de una caverna detrás de una cascada.
—¿Porqué?
—No lo sé. Es tradicional. Tiene que purificar su mente de todas las distracciones.
—Pero tal vez haya otra cosa —dijo Odro—. Compraremos algo. No puedes ser músico sin un instrumento.
—No tengo nada de dinero —se lamentó Imp.
Odro le dio una palmada en la espalda.
—Eso no importa —dijo—. ¡Tienes amigos! ¡Te ayudaremos! Es lo menos que podemos hacer.
—Pero acabamos de gastar todo lio que teníamos en esta comida. Ya no queda más dinero —dijo Imp.
—Eso es una manera muy negativa de verlo —dijo Odro.
—Vale, sí. Pero es que no tenemos dinero.
—Ya se me ocurrirá alguna forma de salir del paso —dijo Odro—. Soy un enano. Nosotros, los enanos, entendemos de dinero. Entender de dinero es prácticamente mi segundo apellido.
—Vaya, qué segundo apellido más largo tienes.
Casi era noche cerrada cuando llegaron a la tienda, que quedaba justo enfrente de los altos muros de la Universidad Invisible. Parecía la clase de emporio de instrumentos musicales que desdobla su actividad en la de casa de empeños: cualquier músico, en algún momento de su vida, tiene que empeñar su instrumento si quiere cenar caliente y dormir a cubierto.
—¿Has comprado alguna vez algo aquí? —preguntó Lias.
—No… no que yo recuerde —dijo Odro.
—Está cerrado —anunció Lias.
Odro aporreó la puerta. Pasados unos instantes esta se abrió una rendija, justo lo suficiente para revelar una fina porción de rostro perteneciente a una anciana.
—Queremos comprar un instrumento, señora —dijo Imp.
Un ojo y un fragmento de boca lo recorrieron de arriba abajo.
—¿Eres humano?
—Sí, señora.
—De acuerdo, pasa.
La tienda estaba iluminada por un par de velas. La anciana se retiró a la seguridad del mostrador, desde donde los observó atentamente buscando cualquier señal de que pensaran asesinarla en su lecho.
El trío deambuló cautelosamente entre la mercancía. Parecía que las existencias de la tienda fueran el resultado de la acumulación, a lo largo de los siglos, de instrumentos no desempeñados. Los músicos solían ir cortos de dinero; de hecho, esta era una de las definiciones de la palabra «músico». Había cuernos de guerra. Había laúdes. Había tambores.
—Esto es una porquería —musitó Imp.
Odro sopló encima de un cromorno para quitarle el polvo, se lo llevó a los labios y le sacó un sonido muy parecido al espectro de una alubia refrita.
—Yo diría que hay un ratón muerto ahí dentro —murmuró mientras atisbaba en las profundidades del instrumento.
—Antes de que lo hicieras sonar se encontraba en perfecto estado —espetó la anciana.
En ese momento hubo una ráfaga de platillos procedente del otro extremo de la tienda.
—Lo siento —dijo Lias.
Odro abrió la tapa de un instrumento absolutamente desconocido para Imp, revelando así una hilera de teclas. El enano pasó sus dedos rechonchos por encima de ellas, produciendo una secuencia de tristes notas metálicas.
—¿Qué es? —susurró Imp.
—Una espineta —dijo Odro.
—¿Puede servirnos de aligo?
—Yo diría que no.
Imp se incorporó. Empezaba a sentirse observado. La vieja señora los estaba mirando, cierto, pero había algo más…
—Es inútil. Aquí no hay nada —dijo en voz alta.
—Eh, ¿qué ha sido eso? —preguntó Odro.
—He dicho que aquí…
—He oído algo.
—¿El qué?
—Ahí está otra vez.
Hubo una serie de golpes sordos detrás de ellos cuando Lias liberó un contrabajo de entre un montón de viejos atriles para partituras e intentó soplar por un extremo.
—Cuando hablaste se oyó un sonido muy raro —dijo Odro—. Di algo.
Imp titubeó, que es precisamente lo que suelen hacer las personas cuando se les pide que «digan algo» después de que haber estado utilizando un idioma toda la vida.
—¿Imp? —dijo finalmente.
Unm-Unm-unm.
—Venía de…
UAAA-Uetaa-uaaa.
Odro apartó un montón de partituras viejas. Detrás apareció un cementerio musical, que entre otras cosas contenía un tambor sin parche, una gaita completa de Lancre sin los tubos y una maraca solitaria, posiblemente a la espera de que la utilizara un bailarín de flamenco zen.
Y algo más.
El enano lo sacó de allí. Parecía, vagamente, una guitarra tallada a partir de un trozo de madera antigua con un cincel de piedra de punta roma. Aunque por regla general los enanos no tocaban instrumentos de cuerda, Odro sabía reconocer una guitarra en cuanto la veía. Se suponía que debían tener la forma de una mujer, pero solo se daba el caso si pensabas que las mujeres carecían de piernas y tenían un cuello muy largo y demasiadas orejas.
—¿Imp? —dijo.
—¿SÍ?
Uauauaum… El sonido poseía una resonancia apremiante y rasposa. Había doce cuerdas, pero la caja del instrumento era de madera maciza, para nada hueca… era simplemente una forma sobre la que pasar las cuerdas.
—Ha resonado con tu voz —dijo Odro.
—¿Cómo puede…?
Uaum-ua.
Odro puso la mano encima de las cuerdas e hizo señas para que los otros dos se acercaran.
—Estamos justo al lado de la Universidad —susurró—. Hay escapes de magia. Eso lo sabe todo el mundo. O quizá fuera algún mago quien la empeñó. A ratón regalado no le mires el dentado. ¿Sabes tocar la guitarra?
Imp palideció.
—¿Quieres decir… como en la… música tradicional?
Cogió el instrumento. En Nellofselek no se aprobaba la música tradicional, y se disuadía con vigor a quienes pretendieran cantarla: la opinión general era que cualquiera que decidiese espiar a una hermosa doncella durante una mañana de mayo estaba en su derecho de seguir el curso de acción que considerara más apropiado, pero sin que luego alguien lo pusiera por escrito. Las guitarras estaban especialmente mal vistas porque se las consideraba, bueno… demasiado fáciles.
Imp tocó un acorde. Y creó un sonido muy distinto a cuanto hubiera oído anteriormente: hubo resonancias y ecos extraños que parecieron correr a esconderse entre todos aquellos escombros instrumentales, donde recogieron armonías adicionales para luego rebotar de vuelta hacia la guitarra. A Imp le entró un escalofrío. Pero a menos que tuviera cualquier clase de instrumento, ni siquiera podía aspirar a ser el peor músico del mundo…
—De acuerdo —dijo Odro.
Se volvió hacia la anciana.
—No llamará instrumento musical a esto, ¿verdad? —quiso saber—. Mírelo. Falta más de la mitad.
—Odro, no creo que… —empezó a decir Imp. Las cuerdas temblaron bajo su mano.
La anciana contempló aquella cosa.
—Diez dólares —dijo.
—¿Diez dólares? ¿Cómo que diez dólares? —se quejó Odro—. ¡Pero si nadie le pagaría dos dólares por ella!
—Exactamente-dijo la anciana. Empezaba a animarse un poco de una manera desagradable, como si esperara iniciar una batalla en la que no se iban a ahorrar medios.