Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

Buddy se inclinó junto a él.

—Odro, si sueltas el saco puedo…

—Ni se te ocurra pensar en eso.

—Un sudario no tiene bolsillos, Odro.

—Pues entonces es que has escogido al sastre equivocado.

Al final Buddy agarró una pierna desocupada y tiró de ella. De uno en uno, trepando por encima de los demás, los integrantes de la Banda fueron subiendo hasta el camino. Se volvieron para mirar a Susan.

—Caballo blanco —le dijo Asfalto— Capa negra. Guadaña. Hum.

—¿Tú también puedes verla? —preguntó Buddy.

—Espero que no vayamos a desear que no pudiéramos —dijo Cliff.

Susan alzó un biómetro y lo inspeccionó críticamente.

—Supongo que ya es demasiado tarde para hacer alguna clase de trato, ¿verdad? —dijo Odro.

—Solo estaba mirando para ver si estáis vivos o no —dijo Susan.

—Yo creo que estoy vivo —dijo Odro.

—Aférrate a esa idea.

Un crujido hizo que se volvieran. La carreta se deslizó hacia delante y cayó al precipicio. Hubo un estrépito cuando chocó con un saliente rocoso a medio camino del fondo y luego un ruido sordo más lejano cuando se hizo pedazos contra las rocas. Después se oyó un «uuUumf», y florecieron llamas anaranjadas cuando el aceite de las lámparas hizo explosión.

De los restos, dejando atrás una estela de llamas, salió una rueda ardiente.

—Habríamos estado dentro de eso —dijo Cliff.

—¿Crees que ahora nuestra situación ha mejorado? —preguntó Odro.

—Aja —dijo Cliff—. Porque no estamos muriendo entre los restos de una carreta en llamas.

—Sí, pero esa chica tiene un aspecto un poco… oculto.

—Por mí estupendo. Prefiero lo oculto a freírme.

Detrás de ellos, Buddy se volvió hacia Susan.

—Me parece que… ya lo he entendido —dijo ella—. La música… alteró la historia. Se supone que no debía estar presente en nuestra historia. ¿Te acuerdas de dónde conseguisteis esa guitarra?

Buddy se limitó a mirarla.

Cuando acabas de ser salvado de una muerte segura por una joven atractiva montada en un caballo blanco, no te esperas una encuesta sobre hábitos de compra.

—Una tienda en Ankh-Morpork —le contestó Cliff.

—¿Una vieja tienda misteriosa?

—Todo lo misteriosa que quieras. Había…

—¿Volvisteis a ir a esa tienda? ¿Todavía estaba allí? ¿Estaba en el mismo sitio?

—Sí-dijo Cliff.

—No —dijo Odro.

—¿Tenía montones de mercancía interesante que querías coger y estudiar?

—¡Sí! —exclamaron Odro y Cliff al mismo tiempo.

—Ah —dijo Susan—, entonces era esa clase de tienda…

—Ya sabía yo que no era de este mundo —dijo Odro—. ¿Verdad que os dije que no era de este mundo? Os dije que no era de este mundo. Os dije que era espeluznante.

—Yo creía que eso significaba oblonga —comentó Asfalto.

Cliff extendió la mano.

—Está dejando de nevar —dijo.

—Dejé caer la cosa al fondo del precipicio —dijo Buddy—. Ya… ya no la necesitaba. Tiene que haberse hecho pedazos.

—No —dijo Susan—, no es tan…

—Las nubes… ahora sí que parecen algo extraño —dijo Odro, mirando hacia arriba.

—¿Qué? ¿Oblongas? —preguntó Asfalto.

Todos lo sintieron… una sensación de que los muros que circundaban el mundo acababan de demolerse. El aire zumbó.

—¿Y ahora qué está pasando? —quiso saber Asfalto, mientras todos se acercaban instintivamente unos a otros.

—Tú deberías saberlo —dijo Odro—. Creía que habías estado en todas partes y lo habías visto todo.

Una luz blanca chisporroteó en el aire.

Y entonces el aire se convirtió en luz, blanca como la de la luna pero tan intensa como la del sol. También había un sonido, como el rugir de millones de voces.

Que dijo: Dejad que os enseñe quién soy. Soy la música.

Satchelmouth encendió las lámparas del carruaje.

—¡Dése prisa, hombre! —gritó Clete blandiendo una ballesta—. ¡Queremos alcanzarlos, ya sabe! Jat. Jat. Jat.

—No me parece que tenga tanta importancia que se vayan —gruñó Satchelmouth, subiendo al carruaje mientras Clete ponía en marcha a los caballos con el látigo—. Quiero decir que ya están lejos. Eso es todo lo que importa, ¿no?

—¡No! Ya los has visto. Ellos son el… el alma de todo este jaleo —dijo Clete—. ¡No podemos permitir que este tipo de cosa siga adelante!

Satchelmouth lo miró de soslayo. Le estaba viniendo a la cabeza el pensamiento, y no por primera vez, de que al señor Clete le faltaba un platillo, de que era una de esas personas que construyen su propia locura ardiente a partir de fragmentos cuerdos y fríos. Satchelmouth no tenía absolutamente nada en contra del zapateado de los dedos o del fandango del cráneo, pero nunca había asesinado a nadie, al menos deliberadamente. A Satchelmouth le habían hecho ver que tenía un alma y, si bien estaba un poco agujereada y se le habían deshilachado los bordes, acariciaba la esperanza de que algún día el dios Reg le encontraría un hueco en una orquestina celestial. Nunca te llamaban para los mejores bolos si eras un asesino. Probablemente tenías que tocar la viola.

—¿Qué le parece si lo dejamos ahora mismo? —propuso—. Esos ya no regresarán…

—¡Cierra el pico!

—Pero no tiene sentido…

Los caballos se encabritaron. El carruaje se tambaleó. Algo pasó junto a ellos como una exhalación y se desvaneció en la oscuridad, dejando una estela de llamas azuladas que parpadearon durante unos instantes y luego se extinguieron.

La Muerte era consciente de que en algún momento tendría que parar. Pero estaba empezando a darse cuenta de que, en cualquiera que fuese el oscuro vocabulario con que había sido concebida la máquina fantasma, las palabras «ir más despacio» eran tan inconcebibles como «conducir con prudencia».

No formaba parte de su naturaleza reducir la velocidad en cualquier otra circunstancia que no fuera la dramáticamente calamitosa del final de la tercera estrofa.

Ese era el problema de la Música Con Rocas Dentro. Le gustaba hacer las cosas a su manera.

Muy lentamente, todavía girando, la rueda delantera despegó del suelo.

Una oscuridad absoluta llenaba el universo.

Una voz declamó:

—¿Eres tú, Cliff?

—Aja.

—De acuerdo. ¿Y este soy yo: Odro?

—Aja. Suena a ti.

—¿Asfalto?

—Soy yo.

—¿Buddy?

—¿Odro?

—¿Y… ejem… la dama de negro?

—¿Sí?

—¿Sabe dónde estamos, señorita?

No había suelo debajo de ellos. Pero Susan no tenía la sensación de estar flotando. Simplemente estaba de pie. El hecho de que fuera sobre la nada era un pequeño detalle sin importancia. No estaba cayendo porque no había ningún sitio donde caer, o desde donde caer.

A Susan nunca le había interesado la geografía. Pero tenía el firme presentimiento de que aquel lugar no figuraba en ningún atlas.

—No sé dónde están nuestros cuerpos —dijo lenta y cuidadosamente.

—Vaya, estupendo —dijo la voz de Odro—. ¿De veras? ¿Yo estoy aquí pero no sabemos dónde está mi cuerpo? ¿Y qué hay de mi dinero?

Entonces resonó un sonido de pasos tenues, lejos en la oscuridad.

Los pasos se acercaron, lenta y deliberadamente. Y se detuvieron.

Una voz dijo: Uno. Uno. Un, dos. Un, dos.

Luego los pasos volvieron a perderse en la lejanía.

Pasado un rato, otra voz dijo: Un, dos, tres, y…

Y el universo cobró existencia.

Llamarlo una gran explosión habría sido un error. Porque eso solo hubiese sido ruido, y todo lo que podía crear el ruido era más ruido y un cosmos lleno de partículas aleatorias.

La materia estalló en existencia, aparentemente como caos pero en realidad como un acorde. El definitivo acorde de poder. Todo, todo a la vez, se derramó en una sola e inmensa oleada que contenía dentro de sí, como un fósil inverso, todo lo que iba a ser.

Y, zigzagueando a través de la nube en expansión, llegó en directo esa primera música salvaje y viva.

Aquello sí tenía forma. Tenía un giro. Tenía un compás. Tenía ritmo y se podía bailar.

Todo lo hacía.

Una voz en lo más profundo de la cabeza de Susan dijo:

Y nunca moriré.

—Hay un poco de ti en todo lo que vive —dijo Susan en voz alta.

Sí. Soy el latido del corazón. Soy el contrapunto.

Susan seguía sin poder ver a los demás. La luz formaba ríos a su alrededor.

—Pero él tiró la guitarra.

Yo quería que él viviera por mí.

—¡Querías que muriera por ti! ¡Entre los restos del carro destrozado!

¿Cuál es la diferencia? El habría muerto de todas maneras. Pero morir en la música… La gente siempre recordará las canciones que nunca tuvo ocasión de cantar. Y esas serán las más grandes de todas las canciones.

Vive tu vida en un instante.

Y luego vive para siempre. No te desvanezcas.

—¡Mándanos de vuelta!

Nunca llegasteis a iros.

Susan parpadeó. Seguían estando en el camino.

El aire temblaba y chisporroteaba, y estaba lleno de nieve húmeda.

Giró la cabeza y encontró el rostro horrorizado de Buddy.

—Tenemos que salir de aquí…

Buddy alzó una mano. Era transparente.

Cliff ya casi se había desvanecido. Odro intentaba agarrar el asa de la bolsa del dinero, pero sus dedos resbalaban a través de ella. Su rostro estaba lleno del pánico a la muerte o, posiblemente, a la pobreza.

—¡Él te tiró! —gritó Susan—. ¡Esto no es justo!

Una penetrante luz azul estaba subiendo por el camino. Ningún carro podía moverse tan deprisa. Había un rugido como el alarido de un camello que acaba de ver dos ladrillos.

La luz llegó a la curva, patinó, chocó con una roca y saltó al espacio por encima del desfiladero.

Hubo justo el tiempo suficiente para que una voz hueca dijera: OH, MIÉ…… antes de estrellarse contra la pared del otro lado, extendiendo un círculo de llama.

Los huesos rebotaron y cayeron rodando al cauce del río, y allí se quedaron inmóviles.

Susan se volvió en redondo, con la guadaña lista para golpear. Pero la música estaba en el aire. No tenía ningún alma a la que apuntar.

Siempre le podías decir al universo que aquello no era justo. Y entonces el universo te respondería: «¿ Ah, no lo es? Lo siento».

Podías salvar personas. Podías llegar justo en el momento apropiado. Y algo podía chasquear los dedos y decir: «No, tiene que ser de esta manera. Deja que te cuente cómo tiene que ser». Así es como tiene que discurrir la leyenda.

Susan estiró el brazo y trató de coger la mano de Buddy. Podía sentirla, pero solo como algo gélido.

—¿Puedes oírme? —gritó por encima de los acordes triunfales.

Él asintió.

—¡Es… es como una leyenda! ¡Tiene que ocurrir! Y no puedo detenerla… ¿Cómo puedo matar a algo como la música?

Corrió hacia el borde del desfiladero. El carromato estaba totalmente incendiado. No aparecerían dentro de él. Habrían estado dentro de él.

—¡No puedo detenerla! ¡No es justo! Golpeó el aire con los puños.

¡Abuelo!

Unas llamas azules temblaban caprichosamente sobre las rocas del cauce seco.

El huesecito de un dedo rodó por entre las piedras hasta que se encontró con otro hueso, ligeramente más grande.

Un tercer hueso cayó de una roca y se unió a ellos.

En la semioscuridad hubo un traqueteo entre las piedras y un puñado de pequeñas formas blancas se agitó y rebotó entre las rocas hasta que una mano, con el dedo índice apuntando al cielo, se alzó en la noche.

Luego hubo una serie de ruidos más profundos y huecos a medida que cosas más largas y grandes empezaban a deslizarse y ensamblarse a través de la penumbra.

—¡Yo iba a hacer que todo fuese mejor! —gritó Susan—.¿De qué sirve ser la Muerte si siempre tienes que estar obedeciendo reglas estúpidas?

HAZ QUE REGRESEN.

Mientras Susan se volvía, un hueso del pie cruzó el barro a saltitos y se escurrió hacia su sitio en algún lugar debajo de la túnica de la Muerte.

La Muerte se acercó a Susan, le quitó la guadaña de la mano y, en un solo movimiento, la hizo girar sobre su cabeza y la abatió sobre la piedra. La hoja se hizo añicos.

La Muerte se inclinó y recogió un fragmento que relució entre sus dedos como una diminuta estrella de hielo azul.

ESO NO ERA UNA PETICIÓN.

Cuando la música habló, la nieve que caía del cielo danzó.

No puedes matarme.

La Muerte metió la mano debajo de su túnica y sacó la guitarra. Se le habían desprendido algunas partes, pero eso no importaba; la forma destellaba en el aire. Las cuerdas brillaban.

La Muerte adoptó una postura por la que Crash habría estado dispuesto a morir, y alzó una mano. La astilla relució entre sus dedos. Si la luz hubiera podido hacer ruido, habría destellado con un «ting».

Quería ser el músico más grande del mundo. Tiene que haber una ley. El destino sigue su curso.

Por una vez, la Muerte no pareció sonreír.

Bajó la mano y cruzó las cuerdas.

No hubo ningún sonido.

En lugar de ello hubo un cese del sonido, el final de un ruido que Susan comprendió que había estado oyendo todo el tiempo. En todo momento. Durante toda su vida. La clase de sonido en el que no se repara, hasta que se detiene…

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