Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

—No lo sé, señor —dijo Ponder cansadamente.

—Quizá sería mejor que pateáramos todo lo que se mueva para asegurarnos.

La Muerte alcanzó a la rata cerca del Puente de Latón.

Nadie había tocado a Albert. Por así decirlo, al estar en el arroyo se había vuelto casi tan invisible como Ataúd Henry.

La Muerte se arremangó. Su mano atravesó la tela del abrigo de Albert como si estuviera hecha de niebla.

EL VIEJO IDIOTA SIEMPRE SE LO LLEVABA CONSIGO, murmuró. NO SÉ QUÉ SE PENSABA QUE IBA A HACER YO CON ÉL…

La mano salió del abrigo, sosteniendo un trocito de cristal curvado. Sobre él relucía un pellizquito de arena.

TREINTA Y CUATRO SEGUNDOS, dijo la Muerte. Le pasó el cristal a la rata. ENCUENTRA ALGO DONDE GUARDARLO. Y QUE NO SE TE CAIGA.

Luego se incorporó y examinó el mundo.

Se oyó el glong-glong-glong de una botella de cerveza vacía rebotando en las piedras cuando la Muerte de las Ratas salió trotando del Tambor Remendado.

Treinta y cuatro segundos de arena orbitaban algo erráticamente en su interior.

La Muerte puso en pie a su sirviente. El tiempo no transcurría para Albert. Sus ojos se habían vidriado y su reloj corporal ganduleaba. Albert colgaba del brazo de su amo como un traje barato.

La Muerte le cogió la botella a la rata y la inclinó con mucho cuidado. Empezó a fluir un poquito de vida.

¿DÓNDE ESTÁ MI NIETA?, preguntó. TIENES QUE DECÍRMELO.

DE OTRA MANERA NO PUEDO SABERLO.

Los ojos de Albert se abrieron de golpe.

—¡Está intentando salvar al muchacho, amo! —dijo—. Esa chica no conoce el significado de la palabra Deber…

PERO NOSOTROS DOS SÍ QUE LO CONOCEMOS, ¿VERDAD?, repuso la Muerte con amargura. TÚ Y YO.

Asintió con la cabeza a la Muerte de las Ratas.

CUIDA DE ÉL, dijo.

La Muerte chasqueó los dedos.

No ocurrió nada, aparte del chasquido.

EJEM. ESTO ES MUY EMBARAZOSO. ELLA TIENE PARTE DE MI PODER. PARECE QUE SOY MOMENTÁNEAMENTE INCAPAZ DE… EJEM…

La Muerte de las Ratas chilló servicialmente.

NO. TÚ CUIDA DE ÉL. SÉ ADONDE SE DIRIGEN. A LA HISTORIA LE GUSTAN LOS CICLOS.

La Muerte miró hacia las torres de la Universidad Invisible, que se alzaban por encima de los tejados.

Y en algún lugar de esta ciudad hay un caballo que puedo montar.

—Espere un momento. Viene algo… —Ridcully clavó la mirada en el escenario—.¿Qué son?

Ponder los miró.

—Creo… que podrían ser humanos, señor.

La multitud había dejado de golpear el suelo con su par colectivo de pies y miraba, sumida en un hosco silencio de la variedad «más vale que esto sea bueno».

Crash se dirigió hacia el borde del escenario con una enorme sonrisa enloquecida reluciendo en la cara.

—Sí, pero en cualquier momento se abrirán en canal y saldrán horripilantes criaturas —dijo Ridcully con aire esperanzado.

Colisión alzó su guitarra y tocó un acorde.

—¡Madre mía! —exclamó Ridcully.

—¿Señor?

—Eso ha sonado exactamente igual que un gato intentando ir al retrete con el culo cosido.

Ponder pareció horrorizado.

—Señor, no me estará diciendo que alguna vez ha…

—No, pero estoy convencido de que sonaría así. Exactamente como eso.

La multitud se mantuvo a la espera, no muy segura ante la nueva situación.

—¡Hola, Ankh-Morpork! —saludó Crash. Luego le hizo una seña a Escoria, quien consiguió acertarle a sus tambores al segundo intento.

Y Bandas De Aconpañamiento se lanzó a su primer y, tal como fueron las cosas, último tema. A sus tres últimos temas, de hecho. Crash estaba intentando tocar «Anarquía en Ankh-Morpork», Jimbo se había quedado paralizado porque no podía verse en un espejo y estaba tocando la única página que podía recordar del manual de Blert Wheedown, que era el índice, y Noddy se había pillado los dedos en las cuerdas.

En lo que concernía a Escoria, los nombres de canciones eran algo que ocurría a otra gente. Él se estaba concentrando en el ritmo. La mayoría de personas no tienen necesidad de hacerlo. Pero para Escoria, incluso dar palmadas era un ejercicio de concentración. Por eso tocaba en un pequeño mundo propio muy satisfecho de sí mismo, y ni siquiera se enteró de que el público se alzaba como una cena en mal estado y caía sobre el escenario.

El sargento Colon y el cabo Nobbs estaban de servicio en la Puerta Deosil, compartiendo un cigarrillo de camaradería y escuchando el distante rugir del Festival.

—Suena como si estuviera siendo una gran noche —comentó el sargento Colon.

—Desde luego que sí, sargento.

—Suena como si hubiera algún problema.

—Menos mal que nosotros no tenemos que hacer nada al respecto, sargento.

Un caballo llegó trapaleando por la calle, con su jinete haciendo esfuerzos para no caerse. Cuando lo tuvieron un poco más cerca, los dos guardias pudieron distinguir las facciones crispadas de Y.V.A.L.R. Escurridizo cabalgando con la soltura de un saco de patatas.

—¿Acaba de pasar una carreta por aquí? —quiso saber.

—¿Cuál, Ruina? —preguntó el sargento Colon.

—¿Cómo que cuál?

—Bueno, es que ha habido dos —dijo el sargento—. Una con un par de trolls y otra con el señor Clete justo después. Ya sabes, el del Gremio de Músicos…

—¡Oh, no!

Escurridizo espoleó a su caballo de nuevo y se perdió en la noche.

—¿A qué venía todo eso? —dijo Nobby.

—Probablemente alguien le debe un penique —opinó el sargento Colon, apoyándose en su lanza.

Entonces se oyó el sonido de otro caballo que se aproximaba. Los guardias se aplanaron contra la pared cuando pasó atronando junto a ellos.

El caballo era grande y blanco. La capa negra de su amazona ondeaba al viento, al igual que sus cabellos. Hubo una ráfaga de aire y al instante ya habían desaparecido, allá en las llanuras.

Nobby los siguió con la mirada.

—Esa era ella —dijo.

—¿Quién?

—Susan Muerte.

La luz del cristal fue apagándose hasta convertirse en un puntito que se extinguió con un último parpadeo.

—Ahí van tres días perdidos de trabajo en magia —se quejó el prefecto mayor.

—Ha valido la pena cada taumo —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.

—Pero no es tan bueno como verlos en directo —dijo el catedrático de Runas Recientes—. Hay algo especial en que el sudor te vaya goteando encima.

—Pues a mí me ha parecido que se terminó justo cuando empezaba a ponerse interesante —comentó Estudios Indefinidos—. Me ha parecido…

Los magos se pusieron rígidos cuando el aullido resonó por todo el edificio.

Era ligeramente animal, pero también mineral, metálico y con el borde de una sierra.

Pasado un buen rato el catedrático de Runas Recientes dijo:

—Naturalmente, solo porque hayamos oído un grito que hiela la sangre y pone los pelos de punta, de los que hacen que las mismas venas se queden congeladas, no significa automáticamente que algo vaya mal.

Los magos se asomaron al pasillo y miraron.

—Venía de algún lugar de ahí abajo —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos, dirigiéndose hacia la escalera.

—¿Y entonces por qué está usted yendo hacia arriba?

—¡Porque no soy idiota!

—¡Pero podría ser alguna terrible emanación!

—¡No me diga! —replicó Estudios Indefinidos, todavía acelerando.

—De acuerdo, allá usted. Ahí arriba está el piso de los estudiantes.

—Ah. Ejem…

El catedrático de Estudios Indefinidos fue bajando despacio, lanzando alguna mirada temerosa escaleras arriba.

—Miren, aquí no puede entrar nada —dijo el prefecto mayor—. Este lugar se encuentra protegido por hechizos muy poderosos.

—Exactamente —dijo Runas Recientes.

—Y estoy seguro de que todos los hemos ido reforzando periódicamente, como es nuestro deber —dijo el prefecto mayor.

—Ejem. Sí. Sí. Por supuesto —dijo Runas Recientes.

El sonido volvió a hacerse oír. Había un ritmo lento y palpitante dentro de aquel ruido.

—La biblioteca, creo —observó el prefecto mayor.

—¿Alguien ha visto al Bibliotecario últimamente?

—Últimamente siempre le veo llevando cosas de un lado a otro. No pensará que está tramando algo oculto, ¿verdad?

—Le recuerdo que esto es una universidad mágica.

—Sí, pero me refería a algo todavía más oculto.

—No se me derrumbe, ¿entendido?

—Todavía estoy entero.

—Porque si nos mantenemos unidos, ¿qué podría hacernos daño?

—Bueno, uno, una gran…

—¡Cállese!

El decano abrió la puerta de la biblioteca. Dentro hacía calor y reinaba un silencio aterciopelado. De vez en cuando un libro hacía sonar las páginas o agitaba inquieto sus cadenas.

Una luz plateada llegaba de la escalera que daba al sótano. También había algún que otro «ook».

—No se lo oye muy preocupado —comentó el tesorero.

Los magos fueron bajando los escalones con cautela. La puerta no tenía pérdida: salía luz de ella.

Los magos entraron en el sótano.

Dejaron de respirar.

Estaba sobre un estrado elevado en el centro del suelo, con velas rodeándola por completo.

Era Música Con Rocas Dentro.

Una figura alta y oscura derrapó en la esquina que daba a la plaza Sator y, acelerando, atravesó el pórtico de la Universidad Invisible.

Solamente la vio Modo, el jardinero enano, mientras empujaba alegremente su carretilla de estiércol bajo el crepúsculo. Había sido un buen día. La mayoría de los días de Modo lo eran.

No había oído hablar del Festival. No había oído hablar de la Música Con Rocas Dentro.

Modo nunca oía hablar de la mayoría de las cosas, porque no estaba escuchando. Le gustaba el abono compuesto. Después del compuesto le gustaban las rosas, porque eran algo para lo que compostar el compuesto.

Modo era por naturaleza un enano satisfecho de la vida, que soportaba con gusto (y cerca del suelo) todos los problemas adicionales de la jardinería en un entorno altamente mágico, como el pulgón, la mosca blanca y las cosas indescriptibles con tentáculos. Mantener el césped en buen estado podía convertirse en un auténtico problema cuando se permitía reptar sobre él a cosas procedentes de otra dimensión.

Alguien lo cruzó a zancadas y desapareció por la entrada de la biblioteca.

Modo miró las huellas y dijo:

—Oh, cielos.

Los magos volvieron a respirar.

—Madre mía —dijo el catedrático de Runas Recientes.

—Qué pasada… —dijo el prefecto mayor.-

—Eso es lo que yo llamo Música Con Rocas Dentro —suspiró el decano, dando un paso adelante con la expresión extasiada de un avaro en una mina de oro.

La luz de las velas relucía contra negro y plata. Había gran cantidad de ellos.

—Madre mía —dijo el catedrático de Runas Recientes. Era como alguna clase de encantamiento.

—Oigan, ¿eso no es mi espejito para los pelos de la nariz? —preguntó el tesorero, rompiendo el hechizo—. Sí, estoy seguro de que eso de ahí es mi espejito para los pelos de la nariz…

Salvo que si bien el negro era negro, el plata no era exactamente plata. Eran todos los espejos y trocitos brillantes de latón y oropeles y alambres que el Bibliotecario había conseguido agenciarse y retorcer hasta darles forma…

—… tiene el marquito plateado… ¿por qué está puesto en esa carreta de dos ruedas? ¿Dos ruedas, una detrás de la otra? Ridículo. Se caerá, no les quepa duda. ¿Y dónde piensa poner el caballo, si se puede saber?

El prefecto mayor le tocó el hombro suavemente.

—¿Tesorero? Permítame un consejo de mago, amigo.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

—Me parece que si no deja de hablar ahora mismo, el decano lo matará.

Había dos pequeñas ruedas de carro, una detrás de la otra, con una silla de montar entre ellas. Delante de la silla había una cañería doblada en una complicada doble curva, de modo que quien se sentara en la silla pudiera agarrarse a algo.

El resto eran trastos. Había huesos, ramas de árbol y todo el festín de baratijas de una urraca. Había un cráneo de caballo sujeto sobre la rueda delantera, y sobresalían plumas y abalorios por todas partes.

Eran trastos, pero aquella cosa que se alzaba bajo el resplandor trémulo poseía una oscura cualidad orgánica: no exactamente vida, sino algo dinámico, inquietante, tenso y potente que estaba haciendo vibrar al decano. Irradiaba algo que indicaba que, solo por existir y ofrecer aquel aspecto, estaba infringiendo al menos nueve leyes y veintitrés pautas generales.

—¿Está enamorado? —preguntó el tesorero.

—¡Hágala funcionar! —dijo el decano—. ¡Tiene que funcionar! ¡Ha sido hecha para funcionar!

—Sí, pero ¿qué es? —preguntó el catedrático de Estudios Indefinidos.

—Es una obra maestra —afirmó el decano—. ¡Certera como una honda!

—¿Oook?

—Quizá habría que ir empujando con los pies —murmuró el prefecto mayor.

El decano sacudió la cabeza con aire preocupado.

—Somos magos, ¿no? —dijo—. Seguro que podemos hacerla funcionar.

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