Finalmente, Hibisco cerraba el portón principal y echaba los pestillos…
La puerta no se cerró. Hibisco miró hacia abajo. Había una bota encajada entre la puerta y el quicio.
—Está cerrado —dijo Hibisco.
—No, ni hablar de eso.
La puerta retrocedió con un suave chirrido y Albert entró en el local.
—¿Has visto a esta persona? —quiso saber, colocando un óvalo de cartón ante los ojos de Negrolmo.
Aquello era una grave falta de etiqueta. Negrolmo no tenía la clase de trabajo en el que se sobrevive diciéndole a la gente que has visto gente. Negrolmo podía estar sirviendo bebidas durante toda la noche sin ver a nadie.
—No la he visto en mi vida —dijo automáticamente, sin mirar siquiera la tarjeta.
—Tienes que ayudarme —dijo Albert—, de lo contrario ocurrirá algo horrible.
—¡Largo de aquí!
Albert cerró la puerta tras él de una patada.
—No digas que no te he advertido —declaró. La Muerte de las Ratas olisqueó suspicazmente el aire encima de su hombro.
Un instante después, Hibisco tenía la barbilla presionada firmemente contra las tablas de una de sus mesas.
—Bien, sé que tuvo que entrar aquí —le dijo Albert, que ni siquiera jadeaba—, porque tarde o temprano todo el mundo lo hace. Echa otra mirada.
—Eso es una carta de caroc —dijo Hibisco con voz ahogada—. ¡Es la Muerte!
—Así es. El del caballo blanco. Enseguida se lo reconoce. Solo que supongo que aquí no tendría ese aspecto.
—Vamos a ver si lo he entendido bien —dijo el tabernero, intentando con desespero escurrirse de aquella presa de hierro—. ¿Usted quiere que le diga si he visto a alguien que no tiene ese aspecto?
—Tendría un aspecto raro. Más raro que la mayoría. —Albert pensó durante un momento—. Y si lo conozco un poco, bebería muchísimo. Siempre lo hace.
—Esto es Ankh-Morpork, supongo que lo sabe.
—No te hagas el descarado o me enfadaré.
—¿Quiere decir que ahora no está enfadado?
—Solo estoy impaciente. Si quieres, probamos con el enfado.
—Hace unos días… vino… alguien. No puedo recordar exactamente qué aspecto tenía…
—Ah. Sería él.
—Bebió hasta dejarme seco, se quejó del juego de Invasores Bárbaros, cayó en redondo y entonces…
—¿Entonces qué?
—No me acuerdo. Lo echamos fuera.
—¿Por la puerta de atrás?
—Sí.
—Pero ahí fuera solo está el río.
—Bueno, la mayoría de la gente recupera el conocimiento antes de hundirse.
IIIC, dijo la Muerte de las Ratas.
—¿Dijo algo? —le preguntó Albert, demasiado ocupado para prestarle atención.
—Algo acerca de recordarlo todo, creo. Dijo… dijo que estar borracho no le hacía olvidar. No paraba de hablar de picaportes y… rayos de sol peludos.
—¿Rayos de sol peludos?
—Algo así.
La presión sobre el brazo de Hibisco desapareció de repente. Hibisco esperó un par de segundos y luego, muy cautelosamente, giró la cabeza.
No había nadie detrás de él.
Moviéndose con mucho cuidado, Hibisco se agachó para mirar debajo de las mesas.
Albert salió al amanecer y, después de rebuscar un poco, sacó su caja. La abrió, echó una mirada a su biómetro y luego cerró la tapa bruscamente.
—Bien —dijo—. ¿Y ahora qué?
¡IIIC!
—¿Qué?
Y alguien le golpeó en la cabeza.
No fue un golpe calculado para matar. Timo Gandulancia, miembro del Gremio de Ladrones, sabía lo que ocurría a los ladrones que mataban a la gente. El Gremio de Asesinos llegaba y hablaba muy brevemente con ellos; de hecho, lo único que les decían era: «Adiós».
Lo único que pretendía era dejar inconsciente al viejo para poder vaciarle los bolsillos.
No había esperado escuchar el sonido que produjo el cuerpo contra el suelo. Fue como el tintineo del cristal al romperse, pero con unos inquietantes tonos añadidos cuyos ecos siguieron resonando en los oídos de Timo mucho tiempo más del que deberían.
Algo saltó del cuerpo y llegó hasta la cara de Timo con un zumbido. Dos garras esqueléticas le agarraron las orejas y un hocico huesudo salió disparado hacia delante y le propinó un buen golpe en la frente. Timo gritó y salió corriendo.
La Muerte de las Ratas volvió a caer al suelo y corrió hacia Albert. Le dio palmaditas en la cara, lo pateó frenéticamente unas cuantas veces y después, dejándose llevar por la desesperación, le mordió en la nariz.
Luego agarró el cuello de la camisa de Albert y trató de sacarlo de la calzada, pero enseguida se produjo un admonitorio tintineo de cristal.
Las cuencas oculares se volvieron histéricamente hacia el portón cerrado del Tambor. Los bigotes osificados se erizaron.
Un instante después Hibisco abrió la puerta, aunque solo fuese para detener los golpes atronadores.
—He dicho que está…
Algo pasó como una exhalación entre sus piernas, se detuvo un momento para morderle en el tobillo y luego se escabulló hacia la puerta trasera, con la nariz firmemente pegada al suelo.
Lo llamaban el Parque del Abandono no porque lo sufriera más que el resto de la ciudad, sino porque el abandono fue una vez la medida de tierra que podía arar un hombre con tres bueyes y medio durante un jueves lluvioso; el parque tenía exactamente esa cantidad de terreno, y en Ankh-Morpork la gente se aferraba siempre a la tradición y a menudo también a otras cosas.
Tenía árboles, hierba y un estanque con peces auténticos. Y, por uno de esos caprichos de la historia cívica, era un lugar bastante seguro. La gente rara vez sufría atracos en el Parque del Abandono. Como a todos los demás, a los atracadores también les gusta tomar el sol en algún lugar seguro. El Parque del Abandono era, por así decirlo, territorio neutral.
Y ya se estaba llenando, a pesar de que no había gran cosa que ver aparte de los trabajadores que seguían montando un gran escenario junto al estanque. Detrás del escenario se había delimitado un área mediante tiras de tela de saco clavadas a unos cuantos postes. De vez en cuando alguien se dejaba arrastrar por la emoción y trataba de colarse, pero siempre era arrojado al lago por los trolls de Crysoprase.
Crash y su grupo llamaban la atención entre los músicos que estaban ensayando, en parte porque Crash se había quitado la camisa para que Jimbo pudiera ponerle tintura de yodo en las heridas.
—Pensé que bromeabas —gruñó Crash.
—Ya te dije que estaba en tu dormitorio —replicó Escoria.
—¿Cómo voy a tocar la guitarra así? —dijo Crash.
—Bueno, de todas maneras no sabes tocarla —dijo Noddy.
—Quiero decir que, bueno, mira mi mano. Mírala.
Miraron su mano. La mamá de Jimbo le había puesto un guante después de tratar las heridas; no eran muy profundas, porque ni siquiera un leopardo estúpido pasará mucho tiempo cerca de alguien que quiera quitarle los pantalones.
—Un guante —dijo Crash con una voz terrible—. ¿Quién ha oído hablar nunca de un músico serio que lleve un guante? ¿Cómo voy a tocar la guitarra llevando puesto un guante?
—¿Cómo ibas a tocar la guitarra de todas formas?
—No sé por qué os sigo aguantando a los tres —dijo Crash—. Estáis estorbando mi desarrollo artístico. Estoy pensando en dejaros y formar mi propia banda.
—Tú no vas a hacer eso —dijo Jimbo—, porque no encontrarás a nadie todavía peor que nosotros. Admitámoslo de una vez. Somos basura.
Estaba expresando en voz alta una opinión tácita hasta el momento pero compartida por todos. Los otros músicos que había a su alrededor eran bastante malos, eso era cierto. Pero aquello era todo lo que eran.
Algunos de ellos poseían cierto talento musical menor; en cuanto al resto, simplemente no sabían tocar. No tenían un batería que no acertaba a los tambores y un bajista con el mismo ritmo natural que un accidente de tráfico. Y generalmente conservaban el nombre que habían escogido. Podían ser nombres poco imaginativos, como «Un Troll Enorme y Algunos Otros Trolls» o «Enanos Con Altitud», pero al menos ellos sabían quiénes eran.
—¿Qué os parece si nos llamamos «Somos Una Basura De Banda»? —preguntó Noddy, metiéndose las manos en los bolsillos.
—Puede que seamos basura —gruñó Crash—, pero somos basura que toca Música Con Rocas Dentro.
—Bueno, bueno, ¿y qué tal va todo? —dijo Escurridizo, abriéndose paso a través de los sacos—. Ya no falta mucho… ¿Qué estáis haciendo aquí vosotros?
—Estamos en el programa, señor Escurridizo —dijo Crash mansamente.
—¿Cómo podéis estar en el programa cuando no sé cómo os llamáis? —dijo Escurridizo, señalando con irritación uno de los carteles—. ¿Vuestro nombre está ahí?
—Probablemente estamos donde pone «Y Bandas De Acompañamiento» —dijo Noddy.
—¿Qué te ha pasado en la mano? —preguntó Escurridizo.
—Me la mordieron mis pantalones —explicó Crash, lanzando una mirada asesina a Escoria—. En serio, señor Escurridizo, ¿no podría darnos otra oportunidad?
—Ya veremos —dijo Escurridizo, y se fue.
Se sentía demasiado animado para discutir mucho. Las salchichas-en-panecillo se estaban vendiendo muy deprisa, pero únicamente cubrían los gastos menores. Había maneras de sacar dinero de la Música Con Rocas Dentro en las que nunca había pensado… y eso que Y. V. A. L. R. Escurridizo pensaba en el dinero a todas horas.
Por ejemplo, estaban las camisetas. Eran de un algodón tan barato y tenue que eran prácticamente invisibles bajo una buena luz y tendían a disolverse en la colada. ¡Y Escurridizo ya había vendido seiscientas! ¡A cinco dólares cada una! Todo lo que tenía que hacer era comprarle diez por un dólar a la Comercial General Klatchiana y pagarle medio dólar por cada una a Pizarroso para que las imprimiera.
Pizarroso, mostrando una iniciativa nada propia de un troll, se había decidido a imprimir sus propias camisetas. Decían:
PizaRossoS,
Los Frotes, 12
Se Hacen Cosas.
La gente las estaba comprando, estaba pagando dinero para anunciar el taller de Pizarroso. Escurridizo nunca había soñado que el mundo pudiera funcionar así. Era como ver ovejas esquilándose a sí mismas. Fuera lo que fuese que estuviera causando aquella inversión en las leyes de la práctica comercial, Escurridizo lo quería en rodajas bien grandes.
Ya le había vendido la idea a Subliminal el zapatero en la calle Nuevos Remendones[29] y un centenar de camisetas habían salido de la tienda por su propio pie, lo cual era más de lo que hacía normalmente la mercancía de Subliminal. ¡La gente quería las prendas solo porque llevaban cosas escritas!
Escurridizo estaba ganando dinero. ¡Miles de dólares en un día! Y delante del escenario había alineadas cien trampas para música, listas para capturar la voz de Buddy. ¡Si las cosas seguían a aquel ritmo, dentro de varios billones de años Escurridizo sería más rico de lo que nunca se hubiera atrevido a soñar!
¡Larga vida a la Música Con Rocas Dentro!
Solamente había una nubécula en aquel mundo de color de rosa.
El Festival iba a empezar a mediodía. Escurridizo tenía planeado que empezaran tocando muchas de las bandas pequeñas y malas (es decir, todas ellas) y finalizar con La Banda. Así que no había razón para preocuparse aunque no estuvieran allí en ese preciso instante.
Pero no estaban allí en ese preciso instante. Escurridizo estaba preocupado.
Una diminuta figura oscura recorría las orillas del Ankh, moviéndose tan deprisa como para ser un borrón. Zigzagueaba desesperadamente de un lado a otro, olisqueándolo todo.
La gente no la veía. Pero veían a las ratas. Negras, marrones y grises, las ratas estaban abandonando las rampas y atracaderos que había junto al río, corriendo unas sobre las otras en un intento decidido de alejarse lo más posible de allí.
Un montón de heno se agitó y dio a luz un Odro.
El enano cayó rodando al suelo y gimió. Una fina lluvia se dejaba mecer por el viento sobre el paisaje. Odro se levantó a duras penas, contempló los campos ondulados a su alrededor y luego desapareció un momento detrás de un seto.
Unos segundos después volvió trotando, exploró el almiar durante un rato hasta que encontró una parte más desigual que el resto y la pateó repetidamente con su bota de puntera metálica.
—¡Ay!
—Do bemol-dijo Odro—. Buenos días, Cliff. ¡Hola, mundo! No sé si podré seguir aguantando la vida en la línea telúrica, ya sabes: los repollos, la mala cerveza, las ratas agobiándote todo el día…
Cliff salió arrastrándose del montón de heno.
—Anoche debí de tomar algo de cloruro de amonio en mal estado —dijo—. ¿La tapa de mi cabeza sigue en su sitio?
—Sí.
—Lástima.
Sacaron a Asfalto del almiar tirando de sus botas y lo hicieron volver en sí atizándole repetidamente.