Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

—Burgueses —dijo Odro.

—Sabes, ese jinete que nos ha adelantado esta mañana… —dijo Asfalto—. Estoy pensando que quizá las noticias viajan.

—Sí, pero no fuimos nosotros los que destrozamos ese teatro —dijo Cliff.

—Bueno, solo les disteis seis bises —dijo Asfalto.

—Tampoco organizamos toda esa bronca en las calles.

—Estoy seguro de que los hombres de las hojas afiladas lo entenderán perfectamente.

—Quizá no quieren que redecoren sus hoteles. Ya te dije que combinar cortinas naranjas con papel de pared amarillo era un error.

La carreta se detuvo. Un gordinflón ataviado con un tricornio y una capa ribeteada de piel frunció el ceño a la banda con una mueca de incomodidad.

—¿Son ustedes los músicos conocidos como La Banda Con Rocas Dentro? —preguntó.

—¿Hay algún problema, oficial? —dijo Asfalto.

—Soy el alcalde de Quirm. Según las leyes de Quirm, no se puede tocar Música Con Rocas Dentro en la ciudad. Mire, lo pone justo aquí…

Agitó un rollo de pergamino. Odro lo cogió.

—Me parece que la tinta todavía está húmeda —observó.

—La Música Con Rocas Dentro constituye una molestia pública, y se ha demostrado que es nociva para la salud y la moral y que causa giramientos antinaturales del cuerpo —sentenció el hombre, recuperando el pergamino.

—¿Eso significa que no podemos entrar en Quirm? —preguntó Odro.

—Pueden entrar si no hay más remedio —dijo el alcalde—. Pero no van a tocar.

Buddy se incorporó en la carreta.

—Pero tenemos que tocar —exclamó.

La guitarra giró al extremo de su correa. Buddy agarró el mástil y alzó amenazadoramente la mano para rasguear.

Odro miró desesperado a su alrededor. Cliff y Asfalto ya se habían llevado las manos a los oídos.

—¡Ah! —dijo—. Creo que lo que tenemos aquí es una ocasión para negociar, ¿verdad?

Bajó de la carreta.

—Supongo que su señoría todavía no ha oído hablar de la tasa sobre la música —dijo.

—¿Qué tasa sobre la música? —preguntaron Asfalto y el alcalde al mismo tiempo.

—Oh, se impuso hace muy poco —dijo Odro—. Debido a la popularidad de la Música Con Rocas Dentro. La tasa sobre la música, cincuenta peniques por entrada. En Sto Lat supongo que la recaudación tuvo que ascender a, um, doscientos cincuenta dólares. Más del doble en Ankh-Morpork, naturalmente. Fue una idea del patricio.

—¿De veras? Suena muy típico de Vetinari, desde luego— le dijo el alcalde. Se frotó la barbilla—. ¿Ha dicho doscientos cincuenta dólares en Sto Lat? ¿De veras? Y ese sitio apenas tiene cuatro calles.

Un guardia con una pluma en el casco saludó nerviosamente.

—Disculpe, señor alcalde, pero la nota de Sto Lat decía que…

—Un momento —interrumpió el alcalde con enojo—. Estoy pensando…

Cliff se inclinó hacia Odro.

—Esto es soborno, ¿verdad? —susurró.

—Esto son impuestos —dijo Odro. El guardia volvió a saludar.

—Pero de verdad, señor, los guardias de…

—¡Capitán! —espetó el alcalde, todavía contemplando pensativamente a Odro—. ¡Esto es política! ¡Haga el favor!

—¿También? —dijo Cliff.

—Y para demostrar nuestra buena voluntad —dijo Odro—, sería buena idea que pagáramos la tasa antes de la actuación, ¿no le parece?

El alcalde los miró con asombro, un hombre no demasiado seguro de que su mente pudiera digerir la idea de unos músicos con dinero.

—Señor alcalde, el mensaje decía…

—Doscientos cincuenta dólares —dijo Odro.

—Señor alcalde…

—Bueno, capitán —habló el alcalde, con aire de haber tomado una decisión—, todos sabemos que en Sto Lat son un poquito raros. Después de todo, no es más que música. Ya dije que me parecía una nota muy extraña. No veo qué daño puede hacer la música. Y es evidente que estos homb… esta gente está teniendo mucho éxito —añadió. Se notaba que aquel era un argumento de mucho peso para el alcalde, como lo es para muchas personas. A nadie le gustan los ladrones pobres—. Sí, sería muy propio de los latsianos intentar tomarnos el pelo de esa manera. Solo porque vivimos aquí ya se piensan que somos idiotas.

—Sí, pero los de Pseudopo…

—¡Ah, ellos! Pandillas de engreídos. No hay nada malo en un poquito de música, ¿verdad? Especialmente —el alcalde miró a Odro— cuando es por el bien cívico. Déjelos pasar, capitán.

Susan montó.

Conocía el lugar. En una ocasión incluso lo había visto. Habían puesto una cerca nueva a lo largo del camino, pero seguía siendo peligroso.

También conocía el momento.

Justo antes de que empezaran a llamarlo la Curva del Hombre Muerto.

—¡Hola, Quirm!

Buddy puso un acorde. Y una postura. Un tenue resplandor blanco, como el brillo de las lentejuelas baratas, ribeteaba su silueta.

—¡Uh— uh— uh!

Las aclamaciones se convirtieron en el familiar muro de sonido.

Yo creía que moriríamos a manos de personas a las que no les gustábamos, pensó Odro. Ahora creo que es posible morir a manos de personas que nos adoran…

Miró cautelosamente a su alrededor. El capitán no era ningún estúpido, y había guardias apostados a lo largo de las paredes. Espero que Asfalto haya dejado el caballo y la carreta fuera como le pedí…

Miró a Buddy, que centelleaba bajo la atención del público.

Un par de bises y luego bajamos la escalera de atrás y nos vamos, pensó Odro. La gran saca de cuero había sido encadenada a la pierna de Cliff. Cualquiera que intentara llevársela se encontraría remolcando a una tonelada de batería.

Ni siquiera sé lo que vamos a tocar, pensó Odro. Nunca lo sé. Me limito a soplar y… ahí está. Que nadie me venga con que eso está bien.

Buddy giró el brazo como si fuera un lanzador de disco y de la guitarra manó un acorde hacia los oídos del público.

Odro se llevó el cuerno a los labios. El sonido que emergió de él fue como quemar terciopelo negro en una habitación sin ventanas.

Antes de que el hechizo de la Música Con Rocas Dentro llenara su alma, Odro pensó: Voy a morir. Eso es parte de la música. Voy a morir realmente pronto. Puedo sentirlo. Cada día. Se está acercando…

Lanzó otra mirada a Buddy. El muchacho estaba escudriñando el público, como si buscara a alguien entre la multitud que gritaba.

Tocaron «Música con rocas del calabozo». Tocaron «Preparado para la música con rocas dentro». Tocaron «Sendero al paraíso» (y un centenar de personas del público juraron que por la mañana comprarían una guitarra).

Tocaron con el corazón y, especialmente, con el alma.

Salieron del escenario después del noveno bis. La multitud seguía pateando el suelo y pidiendo más mientras ellos se escurrían por la ventana del retrete y saltaban al callejón.

Asfalto vació un saco dentro de la bolsa de cuero.

—¡Otros setecientos dólares! —dijo, ayudándoles a subir a la carreta.

—Ya, y a nosotros nos tocan diez dólares por cabeza —dijo Odro.

—Eso díselo al señor Escurridizo —replicó Asfalto, mientras los cascos de los caballos repicaban hacia las puertas.

—Lo haré.

—No importa —dijo Buddy—. A veces lo haces por el dinero, pero a veces lo haces por el espectáculo.

—¡Ja! Por encima de mí cadáver.

Odro hurgó debajo del pescante. Asfalto había metido allí dos cajas de cerveza.

—Mañana es el Festival, chicos —tronó la voz de Cliff.

El arco de la puerta pasó por encima de ellos. Desde allí aún se escuchaba el griterío de la multitud.

—Después de eso tendremos un contrato nuevo —dijo el enano—. Con montones de ceros en él.

—Ahora ya tenemos ceros —dijo Cliff.

—Sí, pero no tienen precisamente muchos números delante. ¿Eh, Buddy?

Se volvieron a mirarlo. Buddy estaba dormido, sujetando la guitarra contra su pecho.

—Como un ceporro —observó Odro.

Se volvió a girar. El camino se extendía ante ellos, pálido bajo la claridad de las estrellas.

—Tú dijiste que solo querías trabajar —dijo Cliff—. Dijiste que no querías ser famoso. ¿Qué opinas ahora de tener que preocuparte por todo ese oro y que las chicas te tiren su cota de malla?

—Tendré que cargar con ello.

—Yo querría tener una cantera —confesó el troll.

—¿Sí?

—Sí. En forma de corazón.

Una noche oscura de tormenta. Un carruaje, ya sin caballos, chocó contra la precaria valla, que se reveló inútil, y cayó desfiladero abajo. Ni siquiera llegó a chocar con un saliente rocoso antes de estrellarse en el cauce seco del río que había al fondo y estallar en mil pedazos. Entonces prendió el aceite de los panales del carruaje y tuvo lugar una segunda explosión, de la cual salió rodando —porque existen ciertas convenciones, incluso en la tragedia— una rueda en llamas.

Lo que extrañó a Susan fue que no sentía nada. Podía tener pensamientos tristes, porque en aquellas circunstancias tenían que ser tristes. Sabía quiénes iban dentro del carruaje. Pero ya había ocurrido. No había nada que ella pudiera hacer para evitarlo, porque si lo hubiera evitado, entonces no habría ocurrido. Y ella estaba allí viéndolo ocurrir. Así que no lo había hecho. Así que había ocurrido. Susan sintió que la lógica de la situación se colocaba en su sitio como una serie de enormes losas de plomo cayendo del cielo.

Quizá había algún lugar en el que no había ocurrido. Quizá el carruaje había patinado en sentido opuesto, quizá había habido una roca oportuna, quizá el carruaje no había pasado siquiera por allí, quizá el cochero se había acordado de la súbita curva. Pero todas aquellas posibilidades solo podían existir si también estaba esta en concreto.

Aquel conocimiento no era de ella. Fluía hacia Susan desde una mente mucho, mucho más antigua.

A veces lo único que podías hacer por las personas era estar allí.

Llevó a Binky hacia las sombras que había junto al camino del risco y esperó. Pasados uno o dos minutos se oyó un repiqueteo de piedras, y un caballo y su jinete llegaron por un sendero casi vertical que subía desde el cauce del río.

Los ollares de Binky se dilataron.

La parapsicología no tiene ninguna palabra para la sensación inquietante que se experimenta al hallarse en presencia de uno mismo.[28]

Susan vio a la Muerte desmontar y quedarse inmóvil, apoyado en la guadaña mientras miraba hacia el cauce. Pero él habría podido hacer algo, pensó. ¿Verdad? La figura se irguió, pero no se volvió.

SÍ. YO HABRÍA PODIDO HACER ALGO.

—¿Cómo… cómo sabías que yo estaba aquí? La Muerte agitó una mano con irritación.

TE RECUERDO. Y AHORA DEBES ENTENDER ESTO: TUS PADRES SABÍAN QUE LAS COSAS TIENEN QUE OCURRIR. TODO TIENE QUE OCURRIR EN ALGUNA PARTE. ¿ACASO PIENSAS QUE NO LES HABLÉ DE ESO? PERO YO NO PUEDO DAR VIDA. SOLO PUEDO CONCEDER… EXTENSIÓN. INMUTABILIDAD. SOLO LOS HUMANOS PUEDEN DAR VIDA. Y ELLOS QUERÍAN SER HUMANOS, NO INMORTALES. SI TE AYUDA EN ALGO, MURIERON AL INSTANTE. AL INSTANTE.

Tengo que preguntarlo, pensó Susan. Tengo que decirlo. O no soy humana.

—¿Yo podría regresar y salvarlos…?

Solo el más leve de los temblores indicaba que la oración anterior era una pregunta.

¿SALVAR? ¿PARA QUÉ? ¿UNA VIDA QUE HA LLEGADO A SU FIN? ALGUNAS COSAS TERMINAN. YO LO SÉ. NO SIEMPRE HE PENSADO DE ESA MANERA. PERO… ¿QUÉ SOY YO SIN EL DEBER? TIENE QUE HABER UNA LEY.

La Muerte se subió a la silla y, todavía sin volverse de cara a Susan, espoleó a Binky por encima del desfiladero.

Había un pajar en la parte trasera de unas caballerizas en el Camino de Fedre. Se agitó por un instante y entonces se oyó una palabrota amortiguada.

Una fracción de segundo después se produjo un ataque de tos y otra palabrota mucho mejor dentro de un granero próximo al mercado de reses.

Casi inmediatamente, unas tablas del suelo podridas hicieron erupción en un viejo almacén de alimentación de la calle Corta, seguidas de una palabrota que rebotó en un saco de harina.

—¡Roedor idiota! —bramó Albert mientras se sacaba cereales de una oreja con el dedo.

IIIC.

—¡Yo diría que sí! ¿Qué tamaño crees que tengo?

Albert se limpió el abrigo de heno y harina y se acercó a la ventana.

—Vaya —dijo—. Acerquémonos al Tambor Remendado, entonces.

En el bolsillo de Albert la arena continuaba su interrumpido viaje del futuro al pasado.

Hibisco Negrolmo había decidido cerrar durante una hora. El proceso era simple. Primero él y sus empleados recogían cualquier jarra o vaso que no se hubiera roto. Eso no requería mucho tiempo. Luego venía una búsqueda poco metódica de cualquier arma con un valor de reventa elevado y un registro rápido de cualquier bolsillo cuyo propietario fuera incapaz de quejarse por estar borracho, muerto o ambas cosas. Luego se apartaban los muebles, y todo lo demás se sacaba con la escoba por la puerta trasera y acababa en el ancho seno marrón del río Ankh, donde iba amontonándose y, gradualmente, se hundía.

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