Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

El posible oficial era un sargento, al menos en la escasa medida en que Albert estaba familiarizado con los grados klatchianos. Tenía el aspecto de alguien que, entre las cosas que no podía recordar, incluiría una buena noche de sueño. Si se acordaba de hacerlo.

Dentro del fuerte había unos cuantos soldados klatchianos más, sentados o manteniéndose en pie a duras penas. Muchos estaban vendados, y había un número bastante más elevado de soldados, yaciendo o depositados sobre la dura arena, que nunca volverían a necesitar una noche de sueño.

—¿Qué ha estado ocurriendo aquí? —preguntó Albert. Su tono era tan autoritario que el sargento se encontró saludando.

—Fuimos atacados por los h’eces, señor —dijo, bamboleándose ligeramente—. ¡Había centenares de ellos! Nos superaban en número por… ejem… ¿cuál es el número que hay después del nueve? Tiene un uno. —Diez.

—Por diez a uno, señor.

—Aun así, veo que han sobrevivido —repuso Albert.

—Ah —dijo el sargento—. Sí. Ejem. Sí. Ahí es donde todo se complica un poco, de hecho. Ejem. ¿Cabo? Sí, usted. No, el que está a su lado. El de los dos galones.

—¿Yo? —preguntó un soldado bajito y gordo.

—Sí. Cuéntele lo que sucedió.

—Oh. Claro. Ejem. Bueno, los muy bastardos nos habían llenado de flechas, ¿comprende? Y parecía que ya estábamos perdidos. Entonces alguien propuso que subiéramos los cuerpos a las almenas, con sus ballestas y sus lanzas y todo, para que aquellos bastardos pensaran que seguíamos al completo…

—No es una idea original, cuidado —intervino el sargento—. Se ha hecho docenas de veces.

—Sí —dijo el cabo nerviosamente—. Eso es lo que tuvieron que pensar ellos. Y entonces… y entonces… cuando bajaban al galope por las dunas… cuando ya casi los teníamos encima, riendo y todo eso, diciendo cosas como «otra vez ese viejo truco»… alguien gritó «¡Fuego!» y todos abrieron fuego.

—¿Los muertos…?

—Me alisté en la Legión para… ejem… ya sabe, eso que se hace con la mente… —empezó a decir el cabo.

—¿Olvidar? —dijo Albert.

—Eso, eso. Olvidar. Y llevo ya algún tiempo mejorando en ello. Pero no voy a olvidar a mi viejo compañero Codeador Malik lleno de flechas y aun así dándole su merecido al enemigo —dijo el cabo—. Eso es algo que no olvidaré en mucho tiempo. Aunque le aseguro que lo voy a intentar, eso sí.

Albert alzó la mirada hacia las almenas. Estaban vacías.

—Alguien los hizo formar en formación y luego todos salieron del fuerte —dijo el cabo—. Y acabo de salir a mirar hace un momento y no había más que tumbas. Tienen que haberlas cavado los unos para los otros…

—Cuénteme quién es ese «alguien» al que no para de referirse —dijo Albert.

Los soldados se miraron.

—Precisamente hemos estado hablando de eso —dijo el sargento—. Hemos estado tratando de recordar. Él estaba en… el Pozo… cuando empezó todo…

—¿Era alto? —preguntó Albert.

—Podría haber sido alto, podría haber sido alto —asintió el cabo—. Tenía la voz de alguien que es muy alto, desde luego —añadió, con aire perplejo ante las palabras que salían de su propia boca.

—¿Qué aspecto tenía?

—Bueno, tenía una… con… y era digamos que… más o menos… un…

—¿Tenía un aspecto… sonoro y profundo? —indicó Albert.

El cabo sonrió con alivio.

—Es él —afirmó—. El soldado… el soldado… Veau… Veau… no me acuerdo bien de su nombre…

—Sé que cuando salió por la… —empezó a decir el sargento, y entonces se puso a chasquear los dedos con irritación—. Ya sabe, eso que se abre y se cierra. De madera. Con pestillos y bisagras. Gracias. La puerta. Sí, eso es… la puerta. Pues cuando salió por la puerta dijo… ¿Qué fue lo que dijo, cabo?

—Dijo: «HASTA EL MÁS MÍNIMO DETALLE», señor.

Albert paseó la mirada por el fuerte.

—Así que se ha ido.

—¿Quién?

—El hombre del que me hablaba hace unos instantes.

—Ah. Sí. Ejem. ¿Tiene alguna idea de quién era, ofendi? Porque, bueno, fue asombroso… para que luego digan de la moral de la tropa…

—Plantados en sus puestos como cadáveres, ¿eh? —dijo Albert, que podía ser desagradable cuando quería—. Supongo que no dijo adonde iría a continuación.

—¿Adonde iría a continuación quién? —preguntó el sargento, frunciendo el ceño en honesta duda.

—Olvide que se lo he preguntado —repuso Albert.

Le echó una última mirada al fortín. Que sobreviviera o no que la línea de puntos del mapa siguiera una dirección u otra, probablemente no tendría demasiada importancia en la historia del mundo.

Era típico del amo tratar de apañar un poquito las cosas…

A veces también intenta ser humano, pensó. Y siempre mete la pata.

—Sigan con lo suyo, sargento —dijo, y volvió al desierto.

Los legionarios lo vieron desaparecer tras las dunas, y luego volvieron a la labor de poner un poco de orden en el fuerte.

—¿Quién cree que era?

—¿Quién?

—La persona que acaba de mencionar.

—¿Lo hice?

—¿El qué?

Albert coronó una duna. Desde allí podía entreverse la línea de puntos, serpenteando traicioneramente a través de la arena.

IIIC.

—Lo mismo opino yo, créeme —dijo Albert.

Se sacó del bolsillo un pañuelo extremadamente sucio, le hizo un nudo en cada esquina y luego se lo puso en la cabeza.

—Muy bien —dijo, pero había una sombra de incertidumbre en su voz—. Me parece que no estamos tratando este asunto con lógica.

IIIC.

—Nos podríamos pasar el día persiguiéndolo por todas partes.

IIIC.

—Así que quizá, deberíamos reflexionar sobre esto.

IIIC.

—Y ahora veamos… si estuvieras en el Disco, te sintieras decididamente un poco raro y pudieras ir absolutamente a cualquier lugar, a cualquiera fuese el que fuese… ¿adonde irías?

¿IIIC?

—Absolutamente a cualquiera. Pero a uno en el que nadie recuerde tu nombre.

La Muerte de las Ratas contempló el desierto interminable, liso y por encima de todo seco que se extendía a su alrededor.

IIIC.

—Sabes, creo que tienes razón.

Era un manzano.

«Me hizo un columpio», recordó Susan.

Se sentó y contempló aquello.

Era bastante complicado. En la medida en que la construcción resultante permitía inferir los procesos mentales que hubo detrás de ella, las cosas habían ido de la siguiente manera:

Estaba claro que un columpio debería colgarse de la rama más robusta.

De hecho —dado que la seguridad era algo primordial—, sería preferible colgarlo de las dos ramas más resistentes, una para cada cuerda.

Dichas ramas habían resultado estar en los lados opuestos del árbol.

No volver nunca atrás. Eso formaba parte de la lógica. Seguir siempre adelante, dando un paso lógico tras otro.

Así que… había eliminado unos dos metros de la parte central del tronco del árbol, permitiendo de esa manera que el columpio pudiera, bueno, columpiarse.

El árbol no se había muerto. Seguía gozando de muy buena salud.

No obstante, la falta de una sección importante del tronco había hecho que surgiese un nuevo problema. Dicho problema se había superado mediante la adición de dos grandes soportes bajo las ramas, un poco más hacia fuera que las cuerdas del columpio, que mantenían toda la parte de arriba del árbol aproximadamente a la altura correcta sobre el suelo.

Susan rememoró cómo se había reído, incluso entonces. Y él se había quedado plantado allí, incapaz de entender qué era lo que estaba mal.

Entonces Susan lo vio todo, claro y diáfano ante sus ojos.

Así era como funcionaba la Muerte. Nunca entendía del todo lo que estaba haciendo. Hacía cosas, y siempre le acababan saliendo mal. ¿La madre de Susan? De pronto la Muerte tuvo entre sus manos a una mujer adulta y no supo qué hacer a continuación. Por eso hizo otra cosa para enmendarlo, con lo cual quedó todo aun peor. ¿Su padre? ¡El aprendiz de la Muerte! Y cuando eso también salió mal, y el potencial para salir mal venía implícito en la situación, la Muerte hizo otra cosa para enmendarlo.

Le dio la vuelta al reloj de arena.

Después de aquello, todo fue cuestión de matemáticas.

Y del Deber.

—¡Hola… cuernos, Odro, dime dónde estamos…!

—¡Sto Lat!

—¡Hey!

El público era todavía más numeroso. Había habido más tiempo para pegar los carteles, más tiempo para el boca-a-boca procedente de Ankh-Morpork. Y, como pudo ver la banda, buena parte de los presentes los habían seguido desde Pseudópolis.

En una breve pausa entre temas, justo antes del momento en que la gente empezó a dar saltos encima del mobiliario, Cliff se inclinó hacia Odro.

—¿Ves a esa troll que hay en primera fila? —dijo—. ¿Esa encima de cuyos dedos está ahora dando botes Asfalto? —¿La que parece un montón de desechos? —Pues estaba en Pseudópolis —afirmó Cliff, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Y no para de mirarme!

—Pues ve a por ella, muchacho —le animó Odro, quitando la saliva de su cuerno—. Hay que darle una alegría al monolito, ¿eh?

—¿Crees que es una de esas trupis de las que nos habló Asfalto?

—Podría ser.

Otras noticias también habían volado.

El amanecer fue testigo de otra habitación de hotel redecorada, una proclama de la reina Keli en la que se instaba a la banda a salir de la ciudad en una hora o sufrir pena de sufrimientos, y una salida rápida más.

Buddy estaba acostado en la carreta que se bamboleaba sobre los adoquines en dirección a Quirm.

Ella no había aparecido. Buddy había escudriñado el público durante ambas noches, y ella no había aparecido. Incluso se había levantado de madrugada para recorrer las calles desiertas, por si ella lo estuviera buscando. A esas alturas se preguntaba si ella existía. Pensándolo bien, no estaba del todo seguro de existir él mismo, excepto cuando se encontraba encima del escenario.

Escuchó sin demasiada atención la conversación que estaban manteniendo los demás.

—¿Asfalto?

—¿Sí, señor Odro?

—Cliff y yo no hemos podido evitar reparar en algo.

—¿Sí, señor Odro?

—Has estado llevando una gran bolsa de cuero a todas partes, Asfalto.

—Sí, señor Odro.

—Me parece que esta mañana la bolsa pesaba un poco más.

—Sí, señor Odro.

—El dinero va en la bolsa, ¿verdad?

—Sí, señor Odro.

—¿Cuánto hay?

—Ejem. El señor Escurridizo dijo que no debía preocuparos con cuestiones de dinero —dijo Asfalto.

—No nos importa que lo hagas —repuso Cliff.

—Exacto —dijo Odro—. De hecho, queremos preocuparnos.

—Ejem. —Asfalto se lamió los labios. Había algo muy intencionado en las maneras de Cliff—. Cerca de dos mil dólares, señor Odro.

La carreta siguió bamboleándose durante un rato. El paisaje había cambiado un poco. Había colinas y las granjas eran más pequeñas.

—Dos mil dólares —dijo Odro—. Dos mil dólares. Dos mil dólares. Dos mil dólares.

—¿Por qué no paras de decir dos mil dólares? —quiso saber Cliff.

—Nunca había tenido ocasión de decir dos mil dólares.

—Pues no lo digas tan alto.

—¡DOS MIL DÓLARES!

—¡Chist! —dijo Asfalto, desesperadamente, mientras los ecos del grito de Odro resonaban en las colinas—. ¡Esto está lleno de bandidos!

Odro echó un vistazo a la saca.

—A mí me lo vas a decir —murmuró.

—¡No me refería al señor Escurridizo!

—Estamos en el camino que va de Sto Lat a Quirm —dijo Odro pacientemente—. Esto no es el camino de las Montañas del Carnero. Esto es la civilización, y en la civilización no te roban en el camino. —Volvió a contemplar la bolsa con expresión sombría—. Se esperan a que entres en las ciudades. Por eso se la llama civilización. Ja, ¿puedes decirme cuándo fue la última vez que robaron a alguien en este camino?

—El viernes, creo —dijo una voz desde las rocas—. Oh, mier…

Los caballos se pusieron de manos y luego se echaron al galope. El chasquido del látigo de Asfalto había sido una reacción casi instintiva.

No redujeron la velocidad hasta que llevaron recorridos unos cuantos kilómetros más de camino.

—Deja de hablar de dinero, ¿de acuerdo? —siseó Asfalto.

—Soy un músico profesional —dijo Odro—. Es normal que piense en el dinero. ¿Cuánto queda para llegar a Quirm?

—Ahora mucho menos —respondió Asfalto—. Unos tres kilómetros.

Después de la siguiente colina la ciudad se extendió ante ellos, descansando cómodamente en su bahía.

Había una pequeña multitud en las puertas de la ciudad, que estaban cerradas. El sol de la tarde relucía en los cascos.

—¿Cómo se llaman esos palos largos que tienen un hacha en la punta? —preguntó Asfalto.

—Picas —dijo Buddy.

—Pues hay muchísimas —comentó Odro.

—No pueden ser para nosotros, ¿verdad? —dijo Cliff—. Solo somos músicos.

—Y también se ve a unos hombres con túnicas largas, cadenas de oro y no sé qué más —informó Asfalto.

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