—Iré allí sin más dilación —dijo.
Los guardias lo vieron alejarse.
—Lleva una camisa de dormir —comentó el cabo Nobbs. —Una túnica bárdica, Nobby —aclaró el sargento Colon. Los guardias siguieron su camino—. Muy bárdicos, los nellofselekianos.
—¿Cuánto tiempo le da, sargento?
Colon agitó una mano en el gesto plano y ondulatorio de quien se dispone a hacer una conjetura basada en la experiencia.
—Dos, tres días —respondió.
Rodearon la mole de la Universidad Invisible y siguieron por Las Traseras, una callejuela polvorienta que veía muy poco tráfico o actividad comercial y que por ello era uno de los lugares favoritos de la Guardia a la hora de ocultarse, fumar y explorar los reinos de la mente.
—Usted conoce el salmón, sargento —dijo Nobby.
—Es un pez de cuya existencia estoy al corriente, sí.
—Ya sabe que venden una especie de filetes enlatados…
—Eso es lo que se me ha dado a entender, sí.
—Bueeeno…, ¿y cómo es que todas las latas tienen el mismo tamaño? El salmón se afirma por los extremos.
—Una observación muy interesante, Nobby. Me parece que…
El guardia se calló y miró al otro lado de la calle. El cabo Nobbs siguió la dirección de su mirada.
—Esa tienda —dijo el sargento Colon—. Esa tienda que hay ahí… ¿Estaba ahí ayer?
Nobby contempló la pintura que empezaba a desprenderse, el pequeño escaparate cubierto de mugre, la puerta desvencijada.
—Por supuesto —afirmó—. Siempre ha estado ahí. Lleva años ahí.
Colon cruzó la calle y frotó la suciedad. Había formas oscuras vagamente visibles en la penumbra.
—Sí, claro —farfulló—. Es solo que… quiero decir que… ¿Ayer ya llevaba años ahí?
—¿Se encuentra bien, sargento?
—Vamos, Nobby —apremió el sargento, empezando a alejarse de la tienda todo lo deprisa que podía.
—¿Adonde, sargento?
—A cualquier sitio que no sea aquí.
Entre los oscuros montículos de mercancía, algo notó su marcha.
Imp ya había admirado los edificios de los distintos gremios: la majestuosa fachada del Gremio de Asesinos, las espléndidas columnas del Gremio de Ladrones, el humeante pero todavía impresionante socavón donde había estado el Gremio de Alquimistas hasta el día anterior. Y, claro, le resultó decepcionante descubrir que el Gremio de Músicos, cuando por fin consiguió dar con él, ni siquiera era un edificio. No era más que un par de habitaciones diminutas situadas encima de una barbería.
Tomó asiento en la sala de espera de paredes marrones y esperó. En la pared que tenía delante había un letrero. Decía: «Por Su Bienestar y Comodidad, NO FUMAR». Imp no había fumado ni una sola vez en la vida, porque en Nellofselek todo estaba demasiado empapado para poder fumarlo. Pero de pronto se sintió inclinado a probarlo.
Los otros únicos ocupantes de la habitación eran un troll y un enano. Imp no se sentía muy a gusto en su compañía. El troll y el enano no paraban de mirarlo.
Finalmente el enano dijo:
—¿Eres elvish?
—¿Élfico? ¿Yo? ¡No!
—Pues llevas el pelo un poco a lo elvish.
—No tengo absolutamente nada de élfico, de veras.
—¿De dónde eres? —preguntó el troll.
—De Nellofselek —respondió Imp. Cerró los ojos. Sabía lo que les hacían tradicionalmente los trolls y los enanos a las personas sospechosas de ser elfos. El Gremio de Músicos habría podido aprender unas cuantas cosas.
—¿Qué es eso que tienes ahí? —preguntó el troll. Delante de los ojos llevaba dos cuadrados grandes de un cristal oscuro, sostenidos por un par de alambres gruesos que se curvaban en sus orejas.
—Es un arpa, mira.
—¿Eso tocas?
—Sí.
—Entonces, ¿eres druida?
—¡No!
Volvió a haber silencio mientras el troll iba poniendo un poco de orden en sus pensamientos.
—Pues con esa camisa de dormir pareces druida —gruñó, pasado un rato.
El enano sentado al otro lado de Imp empezó a reír por lo bajo.
A los trolls tampoco les caían nada bien los druidas. Cualquier especie inteligente que pase montones de tiempo en una postura estacionaria que le hace parecer una roca verá con muy malos ojos a cualquier otra especie que la arrastre durante cien kilómetros rodando sobre troncos y luego la entierre hasta las rodillas en un círculo. La primera especie tiende a sentir que le sobran los motivos para disgustarse.
—Verás, en Nellofselek todo el mundo se viste así —dijo Imp—. ¡Pero yo soy un bardo! No soy un druida. ¡Odio las rocas!
—Ayayay —murmuró el enano.
El troll observó de arriba abajo a Imp, recorriéndolo con una mirada muy lenta y deliberada. Luego dijo, sin ninguna sombra particular de amenaza:
—¿Llevas poco en esta ciudad?
—Acabo de llegar —repuso Imp. Ni siquiera llegaré a la puerta, pensó. Ahora van a aplastarme y me dejarán convertido en pulpa.
—Aquí tienes un poco de consejo gratis que deberías saber. Esto es un consejo gratis que te estoy dando a cambio de nada. En esta ciudad, «roca» es una palabra para decir troll. Una palabra mala para decir troll que usan los humanos estúpidos. Si llamas roca a un troll, tienes que estar preparado para pasar algún tiempo buscando tu cabeza. Especialmente si llevas el pelo un poco a lo elvish. Esto es un consejo gratis porque tú eres un bardo y un músico, igual que yo.
—¡Por supuesto! ¡Muchas gracias! ¡Sí! —dijo Imp, inundado por el alivio.
Cogió su arpa y tocó unas cuantas notas. Aquello pareció relajar un poquito el ambiente. Todo el mundo sabía que los elfos nunca habían sido capaces de tocar música.
—Lias Piedrazul —se presentó el troll, extendiendo algo descomunal en lo que había dedos.
—Imp y Celyn —dijo Imp—. ¡Nada que ver con Huevar rocas de un liado a otro de ninguna manera!
Una mano más pequeña y nudosa le fue ofrecida a Imp desde el otro lado. La mirada de Imp fue subiendo por el brazo que iba asociado a la mano, el cual era propiedad del enano. Era pequeño, incluso para ser un enano. Un gran cuerno de bronce reposaba encima de sus rodillas.
—Odro Hijodeodro —se presentó el enano—. ¿Solo tocas el arpa?
—Toco cualquier cosa que tenga cuerdas —respondió Imp—. Pero, verás, el arpa es la reina de los instrumentos.
—Yo puedo soplar cualquier cosa —dijo Odro.
—¿De veras? —inquirió Imp. Buscó alguna clase de comentario cortés—. Eso tiene que hacerte muy popular.
El troll levantó del suelo un gran saco de cuero.
—Esto es lo que yo toco —dijo. Varias rocas grandes y redondas cayeron al suelo. Lias recogió una y le dio con un dedo. La roca hizo «bam».
—¿Música hecha con rocas? —preguntó Imp—. ¿Cómo la llamáis?
—La llamamos ggroohauga —dijo Lias—, que significa música hecha con rocas.
Las rocas eran de distintos tamaños y habían sido cuidadosamente afinadas aquí y allá mediante pequeñas muescas labradas en la piedra.
—¿Puedo? —dijo Imp.
—Adelante.
Imp seleccionó una roca pequeña y la golpeó suavemente con el dedo. La roca hizo «bop». Otra más pequeña hizo «bing».
—¿Qué haces con ellas? —preguntó.
—Las hago entrechocar.
—¿Y luego qué?
—¿A qué te refieres con «y luego qué»?
—¿Qué haces después de entrechocarlas?
—Las vuelvo a entrechocar —repuso Lias, batería nato.
La puerta de la otra habitación se abrió y un hombre con una nariz puntiaguda asomó la cabeza.
—¿Vais juntos? —preguntó secamente.
Es cierto que había un río, según la leyenda, una gota del cual le robaría la memoria a un hombre.
Muchas personas daban por sentado que dicho río era el Ankh, cuyas aguas se pueden beber o incluso cortarlas en trozos y masticarlas. Un sorbo del Ankh probablemente le robaría la memoria a un hombre, o al menos haría que le ocurrieran cosas que no desearía recordar bajo ninguna circunstancia.
De hecho, existía otro río que cumplía las condiciones que decía la leyenda. Solo había una pega. Nadie sabe dónde se halla ese río, porque cuando lo encuentran siempre están bastante sedientos.
La Muerte dirigió su atención hacia otro lugar.
—¿Setenta y cinco dólares? —preguntó Imp—. ¿Solo para tocar música?
—Son veinticinco dólares por la inscripción, más el veinte por ciento en concepto de tasas varias y quince dólares más por la suscripción anual voluntaria obligatoria al Fondo de Pensiones —dijo el señor Clete, secretario del Gremio de Músicos.
—¡Pero nosotros no tenemos tanto dinero!
El hombre se encogió de hombros en señal evidente de que, si bien era cierto que el mundo tenía muchos problemas, este precisamente no le concernía a él.
—Pero quizá podamos pagarle cuando hayamos ganado algo —dijo Imp con un hilo de voz—. Solo con que usted pudiera, ya sabe, darnos una o dos semanas…
—No se os permite tocar en ningún sitio a menos que seáis miembros del Gremio —declaró el señor Clete.
—Pero no podemos ser miembros del Gremio hasta que hayamos tocado —objetó Odro.
—Así es —confirmó el señor Clete con voz jovial—. Jat. Jat. Jat.
Era una risa muy extraña, totalmente desprovista de alegría y ligeramente pajarraca. Se parecía mucho a su propietario, que era lo que se obtendría al extraer material genético de algo fosilizado en ámbar y luego ponerle un traje.
Lord Vetinari había alentado el desarrollo de los gremios. Eran los engranajes sobre los que se deslizaba el mecanismo de relojería de una ciudad bien organizada. Una gota de aceite por aquí… una varilla insertada allá, naturalmente… y a grandes rasgos, todo funcionaba.
Y dieron origen, de la misma manera que el estiércol utilizado como abono da origen a los gusanos, al señor Clete. No era, según los parámetros establecidos, un mal hombre; claro que, desde un punto de vista objetivo, una rata portadora de la peste tampoco es un mal bicho.
El señor Clete se desvivía trabajando en beneficio de su prójimo. Consagraba su existencia a ello. Porque en el mundo hay muchas cosas que necesitan hacerse pero nadie quiere hacer y la gente le agradecía al señor Clete que las hiciera. Como llevar las minutas, por ejemplo. Asegurarse de que la relación de miembros del gremio estuviera debidamente actualizada. Archivar. Organizar.
Se había desvivido trabajando en favor del Gremio de Ladrones, aunque él jamás hubiera sido un ladrón, al menos no en el sentido habitual del término. Luego quedó vacante un puesto bastante mejor en el Gremio de Bufones, y el señor Clete no era tan payaso como para dejarlo pasar. Y finalmente, llegó el secretariado en el Gremio de Músicos.
En teoría, el señor Clete habría tenido que ser músico. Así que se compró una caja de música y papel. Hasta aquel momento el Gremio de Músicos había sido gestionado por auténticos músicos, y en consecuencia la relación de miembros no guardaba ninguna relación con la realidad, casi nadie había pagado las cuotas últimamente y la organización le debía varios miles de dólares a Crysoprase el troll a un interés capital. El señor Clete ni siquiera tuvo que presentarse a una audición.
Cuando el señor Clete abrió el primero de aquellos libros de contabilidad que nadie anotaba y observó aquel desorden patas arriba, sintió una emoción tan profunda como maravillosa. Desde aquel preciso instante, el señor Clete nunca más miró atrás. Se pasó muchísimo tiempo mirando hacia abajo. Y aunque el Gremio de Músicos tenía un presidente y un consejo, también tenía al señor Clete, el cual se hizo cargo de las minutas y se aseguró de que todo funcionara como la seda mientras sonreía discretamente para sus adentros. Es un hecho extraño pero confirmado que, cada vez que los hombres se sacuden el yugo de los tiranos y deciden gobernarse por sí mismos, siempre termina apareciendo, como una seta después de la lluvia, el señor Clete.
Jat. Jat. Jat. La hilaridad del señor Clete era inversamente proporcional al grado humorístico de la situación.
—¡Pero eso no tiene ningún sentido!
—Bienvenidos al maravilloso mundo de la economía gremial —dijo el señor Clete—. Jat. Jat. Jat.
—¿Y entonces qué pasa si tocamos sin pertenecer al Gremio? —preguntó Imp—. ¿Nos confiscan los instrumentos?
—Para empezar —respondió el secretario—. Y luego, bueno, digamos que nos encargamos de devolvéroslos. Jat. Jat. Jat. Por cierto… no serás élfico, ¿verdad?
—Setenta y cinco dólares es criminal —dijo Imp mientras peregrinaban por las calles vespertinas.
—Peor que criminal —dijo Odro—. Tengo entendido que el Gremio de Ladrones solo cobra un porcentaje.
—Y te hacen miembro como es debido y todo lo demás —gruñó Lias—. Hasta tienes derecho a pensión. Y todos los años organizan una salida a Quirm con comida incluida.
—Lia música debería ser gratuita —opinó Imp.