—Es mi obligación, eso es lo que es —musitaba—. No sé dónde estaría el amo sin mí. ¡Puede que se acuerde del futuro, pero siempre lo entiende todo al revés! Claro, él puede ir por ahí preocupándose de las verdades eternas, pero ¿quién tiene que ir recogiendo los platos rotos después? El tonto del pueblo, faltaría más.
Se miró en el espejo.
—¡Muy bien! —dijo.
Debajo de la cama había una maltrecha caja de zapatos. Albert la sacó con mucho, mucho cuidado y levantó la tapa. Estaba medio llena de lana de algodón y dentro, depositado en el nido de algodón, había un biómetro.
En él estaba tallado el nombre de Alberto Malich.
La arena que había dentro se hallaba inmóvil, congelada en plena caída. Ya no quedaba mucha en la cavidad superior.
Allí el tiempo no transcurría.
Aquello formaba parte del Acuerdo. Albert trabajaba para la Muerte y el tiempo no transcurría, excepto cuando Albert iba al Mundo.
Al lado del reloj había un trozo de papel. Alguien había escrito las cifras «91» en la parte de arriba, pero iban descendiendo números más bajos por la página. 73… 68… 37… 19.
¡Diecinueve!
¿En qué podía haber estado pensando? Había permitido que se le fuera escurriendo la vida en horas y minutos, y últimamente había habido muchos más que antes. Estuvo todo aquel asunto del fontanero, naturalmente. Y las compras. Al amo no le gustaba ir de compras. Le costaba mucho conseguir que le atendieran. Y Albert se había tomado algunas vacaciones, porque era agradable ver el sol, cualquier sol, y sentir el viento y la lluvia; el amo hacía todo lo que podía, pero no había manera de que le salieran bien. Y verduras decentes, a eso tampoco le podía coger el truco. Nunca sabían como si estuvieran bien maduras.
Le quedaban diecinueve días en el mundo. Pero eran más que suficientes.
Albert se guardó el biómetro en el bolsillo, se puso un abrigo y bajó por la escalera con decisión.
—Tú —dijo, señalando a la Muerte de las Ratas—, ¿no puedes percibir ninguna señal de él? Tiene que haber algo. Concéntrate.
IIIC.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que lo único que recuerda es algo relacionado con la arena.
—Arena —dijo Albert—. De acuerdo. Es un buen comienzo. Inspeccionaremos toda la arena.
¿INC?
—Donde quiera que el amo esté, dejará huellas.
Una serie de sonidos susurrantes despertó a Cliff. La silueta de Odro se recortaba contra la luz del amanecer, empuñando una brocha.
—¿Qué estás haciendo, enano?
—Hice que Asfalto trajera un poco de pintura —dijo Odro—. Estas habitaciones están hechas una pena.
Cliff se incorporó sobre los codos y miró alrededor.
—¿Cómo se llama el color de la puerta?
—Eau-de-nil.
—Es bonito.
—Gracias —dijo Odro.
—Las cortinas también están muy bien.
La puerta se abrió con un crujido. Asfalto entró, cargado con una bandeja, y cerró la puerta tras él de una patada.
—Oh, lo siento —se excusó.
—Pintaré encima de la muren —dijo Odro.
Asfalto dejó la bandeja en el suelo, temblando de excitación.
—¡Todo el mundo está hablando de vosotros, chicos! —exclamó—. Y dicen que de todas maneras ya iba siendo hora de que construyeran un teatro nuevo. Os he traído huevos con beicon, huevos con rata, huevos con coque, y… y… qué era lo que os tenía que contar… ah, sí. El capitán de la Guardia dice que si todavía estáis en la ciudad cuando salga el sol, se encargará personalmente de que os entierren vivos. Ya tengo preparada la carreta junto a la puerta trasera. Unas cuantas jovencitas han estado escribiéndole cosas con pintalabios. Bonitas cortinas, por cierto. Los tres miraron a Buddy.
—No se ha movido —informó Odro—. Después de la actuación se desplomó en la cama y se quedó como un tronco.
—Bueno, anoche no paraba de saltar y correr —dijo Cliff.
Buddy seguía roncando suavemente.
—Cuando regresemos —dijo Odro—, deberíamos tomarnos unas buenas vacaciones en algún sitio.
—Tienes razón —dijo Cliff—. Si salimos de esta con vida, me echaré las rocas a la espalda y empezaré a andar, y la primera vez que alguien me pregunte qué son esas cosas que llevo a la espalda, allí es donde me quedaré a vivir.
Asfalto asomó la cabeza por la puerta y miró la calle.
—¿Podéis comer todos deprisa? —les preguntó—. Lo digo porque hay unos cuantos hombres de uniforme ahí fuera. Con palas.
Allá en Ankh-Morpork, el señor Clete estaba estupefacto.
—¡Pero ustedes estaban contratados! —exclamó.
—El término exacto es «solicitar nuestros servicios», no «contratarnos» —dijo lord Downey, presidente del Gremio de Asesinos. Miró a Clete sin intentar ocultar su desagrado—. Pero por desgracia ya no podemos seguir manteniendo su acuerdo.
—Pero si son solo músicos —dijo el señor Clete—. No pueden ser tan difíciles de matar, ¿verdad?
—Mis colaboradores muestran una cierta reticencia a hablar de ello —dijo lord Downey—. Todos parecen tener la impresión de que los clientes se encuentran protegidos de alguna manera. Evidentemente, le devolveremos el remanente de la tarifa que pagó.
—Protegidos —murmuró Clete, mientras atravesaban con alivio el arco que daba entrada al Gremio de Asesinos.
—Bueno, ya le conté lo que ocurrió en el Tambor cuando… —empezó a decir Satchelmouth.
—Eso no son más que supersticiones —lo interrumpió Clete.
Alzó la mirada hacia una pared, en la que tres pósters del Festival se pavoneaban en colores primarios.
—Fue estúpido por tu parte pensar que los asesinos servirían de algo fuera de la ciudad —murmuró Clete.
—¿Yo? Pero si yo no…
—Aléjalos más de diez kilómetros de un sastre decente y de un espejo, y los asesinos se desmoronan —añadió Clete.
Miró el póster.
—Gratis —murmuró—. ¿Has hecho correr la voz de que cualquiera que toque en ese Festival quedará inmediatamente fuera del Gremio?
—Sí, señor. No creo que les preocupe demasiado, señor. Quiero decir que algunos de ellos se han estado reuniendo, señor. Verá, dicen que dado que hay mucha más gente que quiere ser músico de la que vamos a admitir en el Gremio, entonces deberíamos…
—¡Eso es la ley de la turba! —exclamó Clete—. ¡Quieren agruparse para imponerle reglas inaceptables a una ciudad indefensa!
—El problema, señor, es que si son muchos… —dijo Satchelmouth—. Como se les ocurra ir a hablar a palacio… Bueno, señor, usted ya conoce al patricio…
Clete asintió, taciturno. Un gremio solo era poderoso mientras fuese evidente que hablaba en nombre de los miembros de su circunscripción.
Imaginó a cientos de músicos acudiendo en manada al palacio. Cientos de músicos que no pertenecían al Gremio…
El patricio era un pragmático. Nunca intentaba reparar las cosas que funcionaban. Las cosas que no funcionaban, sin embargo, se hacían pedazos.
El único destello de esperanza era que todos estarían demasiado ocupados trasteando con la música para pensar en política. Aquello siempre le había dado muy buenos resultados a Clete.
Entonces se acordó de que Escurridizo estaba en el ajo. Esperar que aquel horror de hombre no pensara en nada relacionado con el dinero era como esperar que las rocas no pensaran en la gravedad.
—¿Hola? ¿Albert?
Susan abrió la puerta de la cocina. La inmensa habitación estaba vacía.
—¿Albert?
Probó suerte en el piso de arriba. Allí estaba su propia habitación y también había un pasillo lleno de puertas que no se abrían y que posiblemente no lo harían jamás: las puertas y los marcos tenían el aspecto de ser una sola pieza hecha a partir de un molde. Presumiblemente la Muerte tendría un dormitorio, aunque proverbialmente la Muerte nunca dormía. Quizá se limitaba a leer en la cama.
Susan fue probando los picaportes hasta que encontró uno que giró.
La Muerte sí tenía un dormitorio.
Había acertado en muchos de los detalles. Por supuesto. Después de todo, la Muerte veía montones de dormitorios. En el centro de las hectáreas de suelo había una gran cama de cuatro postes, aunque cuando Susan la tanteó experimentalmente descubrió que las sábanas eran tan sólidas como la roca.
Había un espejo de cuerpo entero y un armario. Susan echó un vistazo en su interior, solo por si acaso hubiera una selección de túnicas, pero lo único que encontró fue unos cuantos zapatos viejos en el fondo del armario.[27]
Un tocador acogía un juego de aguamanil y jofaina con un motivo de calaveras y omegas, así como toda una variedad de botellas y otros artículos.
Susan los fue cogiendo uno por uno. Loción para después del afeitado. Pomada. Refrescador para el aliento. Un par de cepillos para el pelo con el dorso de plata.
Todo resultaba bastante triste. Estaba claro que la Muerte se había hecho la idea de lo que un caballero debería tener en su tocador sin encararse previamente con una o dos cuestiones fundamentales.
Finalmente terminó encontrando una escalera más pequeña y más estrecha.
—¿Albert?
Al final de la escalera había una puerta.
—¿Albert? ¿Hay alguien?
Susan se dijo que anunciar previamente tu presencia significaba que no estabas irrumpiendo sin permiso, y empujó la puerta.
Era una habitación pequeña. Realmente pequeña. Tenía unos pocos muebles de dormitorio y una cama estrecha. Una pequeña estantería contenía un puñado de libritos de aspecto poco interesante. En el suelo había un trozo de papel muy viejo que, al recogerlo Susan, resultó estar cubierto de números, todos ellos tachados excepto el último, que era: 19.
Uno de los libros era La jardinería en condiciones difíciles.
Regresó al estudio. En realidad, ya sabía de antemano que no había nadie en la casa. El aire parecía estar muerto.
En los jardines había la misma atmósfera. La Muerte podía crear la mayor parte de las cosas, excepto las relacionadas con la fontanería. Pero su capacidad no alcanzaba a crear la vida. Eso tenía que ser añadido, como la levadura en el pan. Sin ella, todo era hermosamente limpio y ordenado y aburrido, aburrido, aburrido.
«Así es como tiene que haber sido —pensó—. Y entonces, un día, adoptó a mi madre. Sentía curiosidad.»
Volvió al sendero que atravesaba el huerto.
«Y cuando yo nací mamá y papá tuvieron tanto miedo de que aquí me sintiera como en casa, que me educaron para que fuese… bueno… una Susan. ¿Qué clase de nombre es ese para la nieta de la Muerte? Una chica así debería tener mejores pómulos, el pelo liso y un nombre con uves y equis.»
Allí, una vez más, estaba lo que él había hecho para ella. Sin la ayuda de nadie. Desarrollando todo el razonamiento a partir de los mismísimos principios fundamentales…
Un columpio. Un simple columpio.
En el desierto que se extiende entre Klatch y Hershebia ya hacía un calor abrasador.
El aire rieló y luego se oyó un «pop». Albert apareció en lo alto de una duna. En el horizonte había un fuerte hecho con ladrillos de barro cocido.
—La Legión Extranjera klatchiana —musitó Albert, mientras la arena iniciaba su inexorable progreso hacia el interior de sus botas.
Albert se encaminó penosamente hacia el fuerte con la Muerte de las Ratas sobre su hombro.
Llamó a la puerta, en la que había algunas flechas clavadas; pasado un rato se abrió una mirilla.
—¿Qué quiere, ofendi? —dijo una voz desde algún lugar detrás de ella.
Albert alzó una tarjeta.
—¿Ha visto a alguien que no tuviera este aspecto? —quiso saber.
Hubo silencio.
—Entonces se lo plantearé así: ¿ha visto a algún misterioso desconocido que no hablara de su pasado? —preguntó Albert.
—Esto es la Legión Extranjera klatchiana, ofendi. La gente no habla de su pasado. Se alistan para… para…
A medida que la pausa iba prolongándose, Albert empezó a sospechar que tendría que ser él quien reanudara la conversación.
—¿Olvidar?
—Eso. Olvidar. Sí.
—Bueno, ¿y han tenido recientemente algún recluta que fuese, digamos, un poco raro?
—Podría ser —dijo la voz muy despacio—. No me acuerdo.
La mirilla se cerró de golpe.
Albert volvió a aporrearla. La mirilla se abrió.
—Sí, ¿qué pasa?
—¿Está seguro de que no puede acordarse?
—¿Acordarme de qué?
Albert inspiró profundamente.
—¡Exijo ver al oficial al mando!
La mirilla se cerró. La mirilla se abrió.
—Lo siento. Parece ser que yo soy el oficial al mando. Usted no es un h’ez o un hershebiano, ¿verdad?
—¿No lo sabe?
—Estoy… casi seguro de que tengo que haberlo sabido. En algún momento. Ya sabe como es esto… tengo la cabeza como un… una cosa, ya sabe… con agujeros… sirve para escurrir la lechuga… ejem…
Hubo un sonido de cerrojos descorridos y se abrió un postigo en el pórtico.