Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

—De todas maneras fueron muy amables al darnos toda esta comida —dijo Asfalto—. No nos van a faltar los repollos, ¿eh?

—Oh, cierra el pico —protestó Odro. Se volvió hacia Buddy, que estaba sentado con la barbilla apoyada en las manos—. Anímate —dijo—. Dentro de un par de horas estaremos en Pseudópolis.

—Bien —dijo Buddy con voz distante.

Odro volvió a subir al pescante de la carreta y tiró de Cliff hacia él.

—¿Te has fijado en que se queda todo callado? —susurró.

—Aja. ¿Piensas que estará… ya sabes… terminada para cuando volvamos?

—En Ankh-Morpork puedes conseguir que te hagan cualquier cosa —repuso Odro con firmeza—. He de haber llamado a todas las malditas puertas de la calle de los Artesanos Habilidosos. ¡Veinticinco dólares!

—¿Y tú te quejas? No lo estamos pagando con tu diente.

Ambos se volvieron para mirar a su guitarrista.

Que tenía la mirada perdida en los campos interminables.

—Estaba ahí-murmuró.

Las plumas cayeron al suelo en espiral.

—No tenías por qué hacer eso —protestó el cuervo, aleteando para ponerse derecho—. Bastaba con que me lo pidieras.

IIIC.

—De acuerdo, pero antes habría estado mejor.

El cuervo encrespó las plumas y contempló el paisaje que resplandecía bajo el cielo oscuro.

—Conque este es el lugar, ¿eh? —dijo—. ¿Estás seguro de que no eres la Muerte de los Cuervos también?

IIIC.

—La forma no significa gran cosa. Y aunque lo hiciera tú tienes el hocico puntiagudo, ¿no? ¿Qué era lo que querías?

La Muerte de las Ratas agarró un ala y tiró de ella.

—¡De acuerdo, de acuerdo!

El cuervo miró a un gnomo de jardín. El gnomo pescaba en un estanque ornamental. Los peces eran esqueléticos, pero eso no parecía ser un obstáculo para que disfrutasen la vida, o lo que fuese que estaban disfrutando.

Luego agitó las alas y siguió a la rata dando saltitos.

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo dio un paso atrás.

Jimbo, Crash, Noddy y Escoria lo miraron con cara de expectación.

—¿Para qué son todas esas cajas, señor Escurridizo? —preguntó Crash.

—Eso —dijo Escoria.

Escurridizo colocó cuidadosamente la décima caja encima de su trípode.

—¿Habéis visto alguna vez un iconógrafo, muchachos? —preguntó después.

—Oh, por descontado que… quiero decir, claro, tronco —dijo Jimbo—. Dentro llevan un demonio pequeño que pinta imágenes de las cosas hacia donde apuntas.

—Pues esto es como el iconógrafo, solo que para el sonido —aclaró Escurridizo.

Jimbo entornó los ojos y miró más allá de la tapa abierta.

—No veo ningún demonio, sen… digo, colega-dijo.

—Eso es porque no hay ninguno —dijo Escurridizo. Aquello también le empezaba a preocupar a él. Se hubiese sentido un poquito más tranquilo si hubiera habido un demonio o cualquier clase de magia, algo que fuera simple y comprensible. No le gustaba la idea de vender su alma a la ciencia—. Bueno, a lo que íbamos… El Nardo… —comenzó diciendo.

—Escoria y los Cavernícolas —dijo Jimbo.

—¿Qué?

—Escoria y los Cavernícolas —repitió Jimbo amablemente—. Es nuestro nuevo nombre.

—¿Por qué lo habéis cambiado? Todavía no llevabais ni veinticuatro horas siendo El Nardo.

—Sí, pero finalmente pensamos que el nombre nos impedía avanzar.

—¿Cómo podía impediros avanzar? Pero si no estáis yendo a ninguna parte. —Escurridizo los miró fijamente y luego se encogió de hombros—. En fin, como quiera que os llaméis… quiero que cantéis vuestra mejor canción, pero qué cosas digo, delante de esas cajas. Todavía no… todavía no… esperad un momento…

Escurridizo se retiró al rincón más alejado de la habitación y se caló el sombrero hasta las orejas.

—De acuerdo, ya podéis empezar —dijo.

Sumido en una deliciosa sordera, estuvo contemplando al grupo durante varios minutos hasta que un cese general en el movimiento indicó que lo que fuera que hubiesen estado perpetrando ya se había cometido.

Entonces fue a inspeccionar las cajas. Los alambres estaban vibrando suavemente, pero apenas había ningún sonido.

Escoria y los Cavernícolas hicieron corro a su alrededor.

—¿Ha funcionado, señor Escurridizo? —preguntó Jimbo.

Escurridizo negó con la cabeza.

—No tenéis lo que hay que tener, muchachos —sentenció.

—¿Qué es lo que hay que tener, señor Escurridizo?

—Ahí sí que me habéis pillado. Vosotros tenéis algo —dijo al ver sus caras de consternación—, pero no tenéis mucho, sea de lo que sea.

—Ejem… Esto no significa que no se nos vaya a dejar tocar en el Festival Gratis, ¿verdad, señor Escurridizo? —dijo Crash.

—Quizá —dijo Escurridizo, sonriendo benévolamente.

—¡Muchísimas gracias, señor Escurridizo!

Escoria y los Cavernícolas salieron a la calle.

—Tenemos que empezar a cogerle el truco si queremos dejarlos alucinados en el Festival —observó Crash.

—¿Te refieres a hacer algo como… aprender a tocar? —preguntó Jimbo.

—¡No! La Música Con Rocas Dentro es algo que simplemente ocurre. Si te dedicas a aprender, nunca conseguirás llegar a ninguna parte —dijo Crash—. No, lo que quiero decir es que… —Miró a su alrededor—. Para empezar, tenemos que vestir mejor. ¿Fuiste a mirar lo de las chaquetas de cuero, Noddy?

—Algo así-dijo Noddy.

—¿Qué significa «algo así»?

—Algo así como cuero. Me pasé por la curtiduría del Camino de Fedre y allí tenían algo de cuero, claro, pero es un poquito… aromático…

—De acuerdo. Esta noche podemos empezar a trabajar en ellas.

¿Y cómo está lo de los pantalones de piel de leopardo, Escoria? Ya sabes que dijimos que unos pantalones de piel de leopardo serían una idea genial.

Una mueca de preocupación trascendental cruzó por el rostro de Escoria.

—Los tengo, más o menos —dijo.

—O los tienes o no los tienes —repuso Crash.

—Sí, pero es que son un poquito… —dijo Escoria—. Mira, no encontré ninguna tienda donde hubieran oído hablar de nada parecido pero, ejem, ¿sabes ese circo que estuvo aquí la semana pasada? Pues el caso es que estuve hablando con el tipo del sombrero de copa y, bueno, al final me salió bastante barato y…

—¿Qué has comprado, Escoria? —preguntó Crash bajando la voz.

—Míralo de esta manera —dijo Escoria con sudorosa jovialidad—. Es como unos pantalones de piel de leopardo, una camisa de piel de leopardo y un sombrero de piel de leopardo.

—Escoria —dijo Crash, en tonos graves de amenaza resignada—, has comprado un leopardo, ¿verdad?

—Algo un poco leopárdico, sí. Es varón.

—Oh, cielos…

—Pero una auténtica ganga por veinte dólares —explicó Escoria—. El hombre me aseguró que no le ocurría nada grave.

—¿Y entonces por qué se quería librar de ese leopardo varón? —quiso saber Crash.

—Resulta que es un poco rojo. El hombre me dijo que la gente lo confundía con un oso.

—¡Bueno, pues entonces no nos sirve de nada!

—No entiendo por qué. Los pantalones pueden ser de cualquier color.

¿LE SOBRA UN PENIQUE, JOVEN SEÑOR?

—Largo, abuelo —dijo Crash sin inmutarse.

LES DESEO BUENA SUERTE.

—Mi padre dice que hoy día hay demasiados mendigos rondando por ahí —dijo Crash mientras pasaban junto al pedigüeño—. Dice que el Gremio de Mendigos debería hacer algo al respecto.

—Pero todos los mendigos pertenecen al Gremio —repuso Jimbo.

—Bueno, pues no deberían dejar ingresar a tanta gente.

—Sí, pero siempre es mejor que estar por las calles.

Escoria, que de todo el grupo era quien tenía menos actividad cerebral que pudiera interponerse entre su persona y la auténtica observación del mundo, se había quedado un poco rezagado. Tenía la inquietante sensación de que acababa de pisar la tumba de alguien.

—Ese mendigo parecía un poquito delgado —musitó.

Los demás no le estaban prestando atención. Habían vuelto a la discusión habitual.

—Ya estoy harto de ser Escoria y los Cavernícolas —exclamó Jimbo—. Es una porquería de nombre.

—Muy, pero que muy delgado —dijo Escoria mientras rebuscaba en su bolsillo.

—Sí, a mí me gustaba más cuando éramos Los Cuales —intervino Noddy.

—¡Pero si solo fuimos Los Cuales durante media hora! —exclamó Crash—.[26] Ayer. Entre ser Esfumino y Querubines del Averno, ¿os acordáis?

Escoria localizó una moneda de diez peniques y dio media vuelta.

—Tiene que haber aunque sea un solo nombre bueno —dijo Jimbo—. Apuesto a que lo reconoceremos tan pronto como lo veamos.

—Sí, troncos. Bueno, pues tenemos que encontrar algún nombre por el que no empecemos a discutir al cabo de cinco minutos —dijo Crash—. Que la gente no sepa quiénes somos no le está haciendo ningún bien a nuestra carrera.

—El señor Escurridizo dice que en realidad, sí —intervino Noddy.

—Eso es lo que dice él, pero mi padre siempre dice que las piedras rodantes no crían musgo —repuso Crash.

—Aquí tiene, anciano —comentó Escoria al principio de la calle.

GRACIAS, dijo la agradecida Muerte.

Escoria se apresuró a alcanzar a los demás, que habían vuelto a abordar el tema de los varones con pigmentaciones rojizas.

—¿Dónde lo metiste, Escoria? —preguntó Crash.

—Bueno, ya conoces esa especie de dormitorio tuyo…

—¿Cómo se mata un leopardo? —preguntó Noddy.

—Eh, se me ha ocurrido una idea —dijo Crash lúgubremente—. Dejaremos que muera atragantado por Escoria.

El cuervo inspeccionó el reloj del vestíbulo con la mirada experta de alguien que sabe reconocer el valor de los buenos decorados.

Como ya había observado Susan, no era que el reloj fuera pequeño, sino que se hallaba desplazado dimensionalmente; parecía pequeño, pero solo de la misma manera en que algo muy grande visto desde lejos parece pequeño: la mente recuerda constantemente a los ojos que se están equivocando. Pero aquello también ocurría con el reloj al mirarlo de cerca. Estaba hecho de alguna madera oscura, ennegrecida por el paso del tiempo. Había un péndulo, que oscilaba lentamente.

El reloj no tenía manecillas.

—Impresionante —declaró el cuervo—. Esa hoja de guadaña en el péndulo es un toque magnífico. Muy gótico. Nadie podría mirar ese reloj y no pensar que…

¡ IIIC!

—De acuerdo, de acuerdo, ya voy. —El cuervo cruzó aleteando la estancia para posarse encima del marco ornamental de una puerta. Tenía un motivo de calavera y huesos—. Un gusto excelente-dijo.

IIIC. IIIC.

—Bueno, supongo que cualquiera puede dedicarse a la fontanería —dijo el cuervo—. Una cosa curiosa. ¿Sabías que al retrete se le puso ese nombre por sir Charles Retrete? Eso no lo sabe mucha…

IIIC.

La Muerte de las Ratas empujó la gran puerta que llevaba a la cocina. Esta se abrió con un chirrido pero allí, de nuevo, había algo que no acababa de encajar. Quien lo escuchaba tenía siempre la sensación de que el chirrido había sido añadido por alguien que, pensando que una puerta como aquella en un entorno como aquel debería chirriar, le había insertado uno.

Albert estaba lavando los platos en el fregadero de piedra con los ojos clavados en la nada.

—Ah —dijo, volviéndose—, eres tú. ¿Qué es esa cosa?

—Soy un cuervo —aclaró el cuervo, nerviosamente—. Uno de los pájaros más inteligentes, por cierto. Mucha gente piensa que el pájaro más inteligente que existe es el mina ajeno, pero…

¡ IIIC!

El cuervo se encrespó las plumas con el pico.

—Me encuentro aquí en calidad de intérprete —dijo.

—¿Ha dado con él? —preguntó Albert.

La Muerte de las Ratas estuvo chillando bastante tiempo.

—Ha mirado en todas partes. Ni rastro —dijo el cuervo.

—Entonces es que no quiere que le encuentren —dijo Albert. Limpió la grasa de un plato adornado con un motivo de calaveras—. Eso no me gusta nada.

IIIC.

—La rata dice que eso no es lo peor —dijo el cuervo—. La rata dice que deberías saber qué es lo que ha estado haciendo la nieta…

La rata chilló. El cuervo habló.

El plato se hizo añicos contra el fregadero.

—¡Ya lo sabía yo! —gritó Albert—. ¡Le ha salvado! ¡Esa chica no tiene ni la más remota idea! ¡Muy bien! Esto lo voy a solucionar yo mismo. Así que el amo piensa que puede desaparecer sin dejar rastro, ¿eh? ¡No del viejo Albert! ¡Vosotros dos esperad aquí!

Ya había carteles pegados por toda Pseudópolis. Las noticias vuelan, especialmente cuando es Y. V. A.L.R. Escurridizo el que paga los caballos.

—¡Hola, Pseudópolis!

Tuvieron que llamar a la Guardia de la ciudad. Tuvieron que organizar una cadena de cubos desde el río. Asfalto tuvo que plantarse delante del camerino de Buddy empuñando una gran porra. Con un clavo en ella.

De pie ante el trozo de espejo que había en su dormitorio, Albert se cepillaba furiosamente el pelo. El pelo era blanco. Al menos, hacía mucho tiempo había sido blanco. En la actualidad era del color del dedo índice de un adicto al tabaco.

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