Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

—Debe de haber muerto —dijo Asfalto.

Odro se puso de pie en la carreta y extendió los brazos.

—¡Hola, Escrote! —gritó.

El letrero que había encima de la caballeriza se desprendió del último clavo y cayó sobre el polvo.

—Lo que más me gusta de la vida en la carretera —declaró Odro— es la gente extraordinaria y los sitios interesantes que te encuentras.

—Supongo que de noche estará todo un poco más vivo —replicó Asfalto.

—Sí-dijo Cliff—. Sí, no me cuesta nada creerlo. Sí. Parece la clase de pueblo que cobra vida de noche. Parece que lo mejor sería enterrar todo el pueblo en un cruce de caminos y atravesarle las carnes con una estaca.

—Hablando de carnes… —dijo Odro.

Miraron la taberna. El letrero, resquebrajado y ya casi sin pintura, conseguía a duras penas transmitir las palabras «El Repollo Alegre».

—Lo dudo mucho —dijo Asfalto.

Había algunas personas en la taberna tenuemente iluminada, sentadas en un silencio hosco. Los viajeros fueron atendidos por el tabernero, cuyas maneras indicaban que les deseaba una muerte horrible tan pronto como salieran del establecimiento. La cerveza sabía como si estuviera más que dispuesta a contribuir a aquel propósito.

Se acurrucaron en una mesa, conscientes de los ojos fijos en ellos.

—He oído hablar de sitios así —susurró Odro—. Entras en un pueblecito con un nombre como Afable o Amistad, y al día siguiente eres carne para barbacoa.

—Yo no —objetó Cliff—. Soy demasiado pétreo.

—Bueno, pues entonces tú eres piedra para el parque —repuso el enano.

Paseó la mirada por una hilera de rostros fruncidos y alzó teatralmente su jarra.

—¿Qué tal van los repollos? —preguntó—. He visto en los campos que están preciosos y amarillos. Ya están maduros, ¿eh? Eso es bueno, ¿eh?

—Eso es por el pulgón del repollo —dijo alguien entre las sombras.

—Qué bien, qué bien —exclamó Odro. Era un enano. Los enanos no cultivaban la tierra.

—En Escrote no nos gustan los circos —declaró otra voz. Era una voz lenta y profunda.

—No somos un circo —explicó Odro con una sonrisa—. Somos músicos.

—En Escrote no nos gustan los músicos —dijo otra voz. Parecía haber cada vez más figuras en la penumbra. —Ejem… ¿Qué es lo que les gusta en Escrote? —preguntó Asfalto.

—Bueno… —dijo el tabernero, ahora un mero contorno en la creciente oscuridad—, por esta época del año generalmente hacemos una barbacoa allá abajo en el parque.

Buddy suspiró.

Era la primera vez que emitía algún sonido desde que habían llegado al pueblo.

—Supongo que será mejor que les enseñemos qué es lo que tocamos —dijo.

Había un tañido en su voz.

Había transcurrido cierto período de tiempo.

Odro contempló el picaporte. Era un picaporte. Primero se agarraba con la mano. Pero ¿qué se suponía que ocurría a continuación?

—Picaporte —dijo, por si pudiera ser de alguna ayuda.

—Se supone que tiés que hasher algo con él —dijo Cliff, desde algún lugar próximo al suelo.

Buddy se inclinó junto al enano e hizo girar el picaporte.

—Ashombroso —exclamó Odro, y se cayó hacia delante. Luego apoyó los brazos en el suelo, levantó la cabeza, y miró a su alrededor—. ¿Qués esto?

—El tabernero dijo que podíamos quedarnos aquí sin pagar nada —dijo Buddy.

—Menudo desastre —dijo Odro—. Calguien me traiga unashcoba y un eshtropajo ahora mishmo.

Asfalto llegó cargando el equipaje y con el saco de rocas de Cliff entre los dientes. Lo dejó caer todo en el suelo.

—Bueno, eso ha sido asombroso, sí señor —declaró—. La manera en que entraste en ese granero y dijiste, y dijiste… ¿Qué fue lo que dijiste?

—Hagamos el espectáculo aquí mismo —recordó Buddy, tumbándose en un colchón de paja.

—¡Increíble! ¡Tienen que haber venido de muchos kilómetros a la redonda!

Buddy miró el techo y tocó unos cuantos acordes.

—¡Y esa barbacoa! —exclamó Asfalto, todavía irradiando entusiasmo—. ¡Estaba deliciosa!

—¡El buey! —dijo Odro.

—El carbón de leña —murmuró satisfecho Cliff que lucía un gran anillo negro alrededor de la boca.

—¿Y quién habría penshado que se podía elaborar una servesa semejante a partir de colifloresh? —se asombró Odro.

—Tenía muchísimo cuerpo —dijo Cliff.

—Antes de que empezarais a tocar, pensé que íbamos a tener algún problemilla aquí —confesó Asfalto, sacudiendo los escarabajos de otro colchón—. No sé cómo os las arreglasteis para ponerlos a bailar de aquella manera.

—Sí —dijo Buddy.

—Y ni squiera nosh pagaron —murmuró Odro mientras se dejaba caer encima del colchón. No tardaron en oírse ronquidos, a los que la reverberación del casco daba un ligero tono metálico.

Cuando los demás se durmieron, Buddy dejó la guitarra encima de la cama, abrió la puerta sin hacer ruido, bajó despacio la escalera y salió a la noche.

Habría sido bonito que hubiera luna llena. O incluso un cuarto creciente. Una luna llena habría estado mejor. Pero solo había una media luna, que nunca aparece en los cuadros de ambiente romántico u oculto pese al hecho de que en realidad es la fase más mágica de todas.

Había un olor a cerveza rancia, repollos agonizantes, ascuas de la barbacoa y falta de alcantarillado.

Buddy se apoyó contra la caballeriza de Seth. La estructura se movió ligeramente.

Todo iba de maravilla cuando estaba en el escenario o, como había ocurrido aquella noche, en una vieja puerta de granero colocada sobre unos cuantos ladrillos. Todo se veía en colores intensos. Buddy podía sentir cómo las imágenes al rojo blanco le atravesaban la mente. Sentía como si su cuerpo estuviera en llamas pero además, y esa era la parte importante, sentía que lo correcto era que su cuerpo estuviera en llamas. Buddy se sentía vivo.

Y luego, después de aquello, se sentía muerto.

Seguía habiendo color en el mundo. Buddy podía reconocerlo como color, pero parecía que el color llevara puestas las gafas de cristales ahumados de Cliff. Los sonidos parecían llegarle a través de un trozo de algodón. Al parecer la barbacoa había estado muy bien; contaba con la palabra de Odro al respecto. Para Buddy había sido textura y no mucho más.

Una sombra atravesó el espacio que había entre los dos edificios…

Por otra parte, él era el mejor. Buddy lo sabía, no como una cuestión de orgullo o arrogancia, sino simplemente como un hecho. Podía sentir la música manando de él y entrando en el público…

—¿Es este, señor? —susurró una sombra detrás de la caballeriza, mientras Buddy vagaba a lo largo de la calle iluminada por la luna.

—Sí. Este primero, y luego hay que entrar en la taberna a por los otros dos. Incluso el troll grandote. Hay un punto en la parte de atrás del cuello.

—¿Pero no Escurridizo, señor?

—Extrañamente, no. No está aquí.

—Lástima. En una ocasión le compré un pastel de carne.

—Es una idea muy atractiva, pero nadie nos está pagando por Escurridizo.

Los asesinos desenvainaron los cuchillos, con sus hojas ennegrecidas para evitar los reflejos delatores.

—Si le sirve de algo, señor, yo podría darle dos peniques.

—Es ciertamente tentador…

El asesino veterano se pegó a la pared mientras el sonido de los pasos de Buddy iba creciendo…

Sostuvo el cuchillo al nivel de la cintura. Nadie que supiera algo de cuchillos utilizaba jamás el famoso apuñalamiento con el brazo levantado que tanto amaban los ilustradores. Era muy poco eficiente, propio de principiantes. Un profesional siempre apuñalaba hacia arriba; el camino hacia el corazón de un hombre pasa por su estómago.

El asesino llevó la mano atrás y se tensó…

Un reloj de arena que emitía un tenue brillo azulado apareció de repente ante sus ojos.

¿LORD ROBERT SELACHII?, dijo una voz junto a su oreja. ESTA ES TU VIDA.

Selachii entornó los ojos. El nombre grabado en el cristal no podía estar más claro. Pudo ver cómo cada granito de arena iba derramándose en el pasado…

Se volvió, le echó un vistazo a la figura encapuchada y echó a correr. Su aprendiz ya se encontraba a cien metros de allí y seguía acelerando.

—¿Disculpe? ¿Quién anda ahí?

Susan volvió a guardar a toda prisa el reloj de arena debajo de la túnica y se sacudió el pelo.

Apareció Buddy.

—¿Tú?

—SÍ. YO —dijo Susan.

Buddy dio un paso hacia ella.

—¿Vas a volver a esfumarte? —preguntó.

—No. De hecho, acabo de salvarte la vida.

Buddy recorrió con la mirada la noche, totalmente vacía excepto por ellos dos.

—¿De qué?

Susan se inclinó y recogió un cuchillo ennegrecido del suelo.

—¿De esto? —señaló.

—Sé que ya hemos mantenido esta conversación antes, pero ¿quién eres? No serás mi hada madrina, ¿verdad?

—Me parece que para eso hay que ser mucho más vieja —dijo Susan. Dio un paso atrás—. Y probablemente también mucho más simpática. Mira, no puedo decirte nada más. Ni siquiera deberías verme. Se supone que yo no tendría que estar aquí. Y tú tampoco, porque…

—No irás a decirme otra vez que deje de tocar, ¿verdad? —la interrumpió Buddy con furia—. ¡Porque no lo haré! ¡Soy músico! Si no toco, ¿entonces qué soy? ¡Para eso lo mismo podría estar muerto! ¿Lo entiendes? ¡La música es mi vida!

Se acercó unos pasos más.

—¿Por qué me sigues allá donde voy? ¡Asfalto ya dijo que habría chicas como tú!

—¿Se puede saber qué narices significa eso de «chicas como yo»?

Buddy se calmó un poco, pero solo un poco.

—Siguen a los actores y a los músicos —dijo—, por eso de, ya sabes, del glamour y todo lo demás…

—¿Glamour? ¿Una carreta maloliente y una taberna que huele a repollos?

Buddy alzó las manos.

—Oye, me está yendo todo muy bien —dijo con tono apremiante—. Estoy trabajando, la gente me escucha… No necesito ninguna ayuda más, ¿de acuerdo? Ya tengo suficientes cosas de qué preocuparme, así que haz el favor de mantenerte alejada de mi vida…

Se oyó un ruido de pies a la carrera, y apareció Asfalto, con los otros miembros de la banda detrás de él.

—La guitarra estaba chillando —dijo Asfalto—. ¿Te encuentras bien?

—Mejor pregúntaselo a ella —musitó Buddy.

Los tres miraron directamente a Susan.

—¿A quién? —preguntó Cliff.

—Está justo delante de ti.

Odro agitó en el aire una mano achaparrada, sin tocar a Susan por cuestión de centímetros.

—Seguramente es por culpa de los repollos —dijo Cliff a Asfalto. Susan retrocedió sin hacer ruido.

—¡Está ahí mismo! Pero ahora se está marchando. ¿Es que no la véis?

—Tranquilo, tranquilo —le dijo Odro, cogiendo del brazo a Buddy—. Se marcha, y esperemos que no vuelva a darnos la lata, así que ahora ya puedes venir con…

—¡Ahora se está subiendo a ese caballo!

—Sí, sí, un gran caballo negro…

—¡Es blanco, idiota!

En el suelo ardieron por un instante unas huellas de cascos en rojo y luego se desvanecieron.

—¡Y ahora se ha ido!

La Banda Con Rocas Dentro contempló la noche.

—Sí, eso sí que lo veo, ahora que lo dices —repuso Cliff—. Eso es un caballo que no está ahí, desde luego.

—Sí, ciertamente es el aspecto que tiene un caballo que se ha ido —dijo Asfalto, escogiendo sus palabras con mucho cuidado.

—¿Ninguno de vosotros la ha visto? —preguntó Buddy, mientras iban conduciéndolo delicadamente de vuelta a través del tenue gris que precede al amanecer.

—He oído decir que a los músicos, a los músicos realmente buenos, les siguen a todas partes unas jóvenes medio desnudas llamadas Musas —dijo Odro.

—Como Cantalupe —dijo Cliff.

—Nosotros no las llamamos musas precisamente —dijo Asfalto, sonriendo—. Ya os conté que cuando estuve trabajando para Bertie el Baladista y sus Bribones Trovadores, solíamos tener montones de jovencitas rondando por…

—Pensándolo bien, es asombroso cómo se originan las leyendas —observó Odro—. Y ahora ven con nosotros, muchacho.

—Pero ella estaba ahí-protestó Buddy—. Estaba ahí.

—¿Cantalupe? —dijo Asfalto—. ¿Estás seguro, Cliff?

—Lo leí una vez en un libro —dijo el troll—. Cantalupe. Estoy bastante seguro. Algo así.

—Estaba ahí-dijo Buddy.

El cuervo roncaba suavemente encima de su calavera, contando ovejas muertas.

La Muerte de las Ratas entró por la ventana describiendo un gran arco, rebotó en una vela que goteaba cera y aterrizó a cuatro patas encima de la mesa.

El cuervo abrió un ojo.

—Ah, eres tú…

Entonces una garra se cerró sobre su pierna y la Muerte de las Ratas saltó de la calavera para lanzarse al espacio infinito.

Al día siguiente hubo más campos de repollos, aunque el paisaje empezó a cambiar levemente.

—Eh, eso es interesante —exclamó Odro.

—¿El qué? —preguntó Cliff.

—Ahí al fondo hay un campo de judías.

Lo estuvieron contemplando hasta que se perdió de vista.

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