Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

El puente era bastante alto. Tenía edificaciones encima, ocupándolo a ambos lados de tal manera que la calzada propiamente dicha era bastante estrecha. Los puentes eran muy populares como solares para edificar porque contaban con un sistema de alcantarillado muy conveniente y, por supuesto, con una fuente de agua fresca.

En las sombras que se acumulaban debajo del puente se vislumbraba el ojo rojo de una hoguera. La figura se tambaleó hacia la luz.

Las formas oscuras que la rodeaban se volvieron y entornaron los ojos en la penumbra, intentando desentrañar la naturaleza del visitante.

—Es una carreta de granja —dijo Odro—. Por mucho que esté pintada de azul, yo reconozco una carreta en cuanto la veo. Y está muy maltrecha.

—Es todo lo que podéis permitiros —repuso Asfalto—. De todas maneras, le he puesto paja nueva.

—Creía que íbamos a ir en la diligencia —dijo Cliff.

—Ah, pero el señor Escurridizo dice que unos artistas de vuestro calibre no deberían viajar en un vehículo público corriente —dijo Asfalto—. Además, dijo que no querríais gastar tanto dinero.

—¿Qué opinas, Buddy? —preguntó Odro.

—Me da igual —dijo Buddy vagamente.

Odro y Cliff cruzaron las miradas.

—Apuesto a que si fueras a ver a Escurridizo y le exigieras algo mejor, lo conseguirías —dijo Odro con voz esperanzada.

—Tiene ruedas —dijo Buddy—. Servirá.

Subió a la carreta y se sentó sobre la paja.

—El señor Escurridizo ha estampado unas camisetas nuevas —le comentó Asfalto, consciente de que no había mucha alegría flotando en el ambiente—. Son todas para la gira. Mirad, aquí en la espalda pone todos los sitios adonde vais a ir. Están muy bien, ¿verdad?

—Ya, y así cuando el Gremio de Músicos nos retuerza la cabeza podremos ver en qué sitios hemos estado —dijo Odro.

Asfalto chasqueó su látigo por encima de los caballos. Estos se pusieron en movimiento a un paso que indicaba su intención de mantenerlo durante todo el día y que ningún idiota demasiado blando como para utilizar un látigo como era debido iba a hacerles cambiar de parecer.

—¡Quesejoda, quesejoda! El hombre gráunico, claro que sí. Quesejoda. Es un escarfuncio, eso es lo que es. ¡Diez mil años! ¡Quesejoda!

¿DE VERAS?

La Muerte se relajó.

Había media docena de personas alrededor de la hoguera. Y eran muy sociables. Había una botella circulando por el grupo. Bueno, de hecho era media lata, y la Muerte no tenía del todo claro qué era lo que había en ella ni en la otra lata, bastante más grande, que burbujeaba sobre la hoguera encendida con botas viejas y barro.

No le habían preguntado quién era.

Que él supiera, ninguno de ellos tenía nombre. Tenían… calificativos, como Atascado Ken y Ataúd Henry y Viejo Apestoso Ron, los cuales decían algo acerca de lo que eran pero nada acerca de lo que habían sido.

La lata llegó hasta él. La pasó al siguiente con todo el tacto que pudo y se recostó, lleno de paz.

Personas sin nombre. Personas que eran tan invisibles como él. Personas para las que la Muerte siempre era una opción. Podía quedarse allí un tiempo.

—Música gratis —gruñó el señor Clete—. ¡Gratis! ¿Qué clase de idiota hace música sin cobrar? Al menos se pone un sombrero en el suelo y así la gente suelta alguna que otra monedita. De otra manera, ¿qué sentido tiene?

Contempló los papeles que había delante de él durante tanto tiempo que Satchelmouth terminó tosiendo educadamente.

—Estoy pensando —comentó Clete—. El maldito Vetinari dijo que corresponde a los gremios hacer respetar las leyes gremiales…

—He oído decir que van a salir de la ciudad —repuso Satchelmouth—. Para hacer una gira. Por el campo, he oído decir. Ahí fuera no tenemos autoridad.

—El campo —dijo el señor Clete—. Sí. Un sitio muy peligroso, el campo.

—Cierto —dijo Satchelmouth—. Para empezar, está lleno de nabos.

La mirada del señor Clete se posó en los libros de contabilidad del Gremio. Se le ocurrió pensar, no por primera vez, que demasiadas personas depositaban toda su confianza en el hierro y el acero cuando con el oro se hacían algunas de las mejores armas posibles.

—¿El señor Downey todavía es presidente del Gremio de Asesinos? —preguntó.

Los otros músicos cobraron un repentino aspecto nervioso.

—¿Asesinos? —dijo Herbert «Señor Clavicordio» Baraja—. No creo que nadie haya recurrido nunca a los asesinos. Esto es un asunto gremial, ¿verdad? No podemos permitir que interfiera otro gremio.

—Claro que no —convino Satchelmouth—. ¿Qué pasaría si la gente supiera que hemos empleado a los asesinos?

—Que tendríamos muchos más miembros —respondió el señor Clete con su voz razonable—, y que probablemente podríamos subir las cuotas. Jat. Jat. Jat.

—Eh, espere un momento —dijo Satchelmouth—. No me importa que nos ocupemos de la gente que no quiere unírsenos. Eso es un comportamiento gremial apropiado, ya lo creo. Pero los asesinos…, bueno…

—¿Bueno qué? —preguntó el señor Clete.

—Que asesinan a la gente.

—¿Quieres que haya música gratis, entonces? —dijo el señor Clete.

—Bueno, por supuesto que no quiero que…

—No recuerdo que hablaras de esa manera cuando dabas saltos encima de los dedos de aquel violinista callejero el mes pasado —dijo el señor Clete.

—Sí, bueno, pero eso no era como, en fin, como el asesinato —repuso Satchelmouth—. Quiero decir que luego salió caminando. Bueno, arrastrándose. Y todavía podía ganarse la vida —añadió—. No con nada que requiriese el uso de las manos, claro, pero…

—¿Y ese chico del flautín? ¿Ese que ahora toca un acorde cada vez que le entra el hipo? Jat. Jat. Jat.

—Sí, pero eso no es lo mismo que…

—¿Conoces a Wheedown el fabricante de guitarras? —preguntó el señor Clete.

Sachelmouth quedó desequilibrado por el cambio de dirección.

—Pues me han dicho que ha estado vendiendo guitarras como si el mundo acabara el miércoles que viene —dijo el señor Clete—. Pero yo no he visto ningún incremento en el número de miembros. ¿Tú lo has visto?

—Bueno…

—En cuanto a la gente se le meta en la cabeza que puede oír música a cambio de nada, ¿dónde creéis que terminará la cosa?

Miró fijamente a los otros dos.

—No lo sé, señor Clete —dijo Baraja obedientemente.

—Muy bien. Y el patricio se ha puesto irónico conmigo —dijo el señor Clete—. No voy a permitir que eso vuelva a ocurrir. Esta vez serán los asesinos.

—Yo creo que no deberíamos llegar al extremo de hacer matar a nadie —dijo Satchelmouth tozudamente.

—No quiero oír ni una sola palabra tuya más —replicó el señor Clete—. Esto es un asunto del gremio.

—Sí, pero es nuestro gremio…

—¡Exactamente! ¡Así que cierra el pico! ¡Jat! ¡Jat! ¡Jat!

La carreta traqueteaba entre los interminables campos de repollos que llevaban a Pseudópolis.

—Ya había ido de gira antes, sabéis —dijo Odro—. Cuando estaba con Roncador Primoderoncador Y Su Charanga De Idiotas. Cada noche, una cama distinta. Al cabo de un tiempo ya no recuerdas ni qué día de la semana es.

—¿Qué día de la semana es ahora? —preguntó Cliff.

—¿Lo ves? Y solo llevamos… ¿cuánto, tres horas de camino? —dijo Odro.

—¿Dónde pararemos esta noche? —preguntó Cliff.

—En Escrote —respondió Asfalto.

—Suena como un lugar interesantísimo —dijo Cliff.

—He estado allí antes, con el circo —les contó Asfalto—. Es un pueblo de un solo caballo.

Buddy miró por encima del lateral de la carretera, pero el esfuerzo no merecía la pena. Las llanuras ricas en sedimentos de Sto eran el granero del continente, pero no ofrecían un panorama impresionante a menos que fueras la clase de persona que se emociona al ver cincuenta y tres tipos distintos de repollo y ochenta y un tipos distintos de judía.

A intervalos de unos dos kilómetros sobre aquel damero de campos aparecía una aldea, y los pueblos quedaban bastante más separados entre sí. Se los llamaba pueblos porque eran más grandes que las aldeas. La carreta pasó por un par de ellos. Tenían dos calles en forma de cruz, una taberna, un almacén de semillas, una fragua, una caballeriza con un nombre como LA CABALLERIZA DE JOE, un par de graneros, tres viejos sentados fuera de la taberna y tres jóvenes que mataban el tiempo enfrente de «JOE» jurando que muy pronto se irían del pueblo y triunfarían a lo grande allá fuera en el mundo. Muy, muy pronto. Cualquier día de estos.

—Te recuerda al hogar, ¿eh? —dijo Cliff, dando un codazo a Buddy.

—¿Qué? ¡No! Nellofselek es todo montañas y valles. Y lluvia. Y niebla. Y árboles que siempre están verdes.

Buddy suspiró.

—Y supongo que allí tenías una gran casa, ¿no? —dijo Cliff.

—Solo una choza —dijo Buddy—. Hecha de tierra y madera. Bueno, de barro y madera en realidad.

Volvió a suspirar.

—El camino es siempre así —dijo Asfalto—. Melancolía. No hay nadie con quien hablar aparte de los demás, y sé de algunos que se volvieron completamente loc…

—¿Cuánto tiempo llevamos? —preguntó Cliff.

—Tres horas y diez minutos —respondió Odro.

Buddy suspiró.

La Muerte comprendió que aquellos mendigos eran personas invisibles. La invisibilidad era algo que iba con el trabajo, y él estaba acostumbrado a ella. Los humanos no veían a la Muerte hasta que no les quedaba otra elección.

Por otra parte, la Muerte era una personificación antropomórfica, mientras que Viejo Apestoso Ron era un ser humano, al menos en teoría.

Viejo Apestoso Ron se ganaba escasamente la vida siguiendo a la gente hasta que le daban dinero para que dejara de hacerlo. También tenía un perro, el cual añadía algo al olor de Viejo Apestoso Ron.

Era un terrier de color marrón grisáceo que había perdido parte de una oreja y lucía feas zonas de piel desnuda; mendigaba con un viejo sombrero entre los dientes que le quedaban, y como las personas generalmente dan a los animales aquello que negarían a los humanos, representaba un añadido considerable para el poder ganancial del grupo.

Ataúd Henry, en cambio, ganaba dinero por no ir a ninguna parte.

La gente que organizaba actos sociales importantes le enviaba antiinvitaciones y pequeñas sumas de dinero para asegurarse de que no se presentaría. Se comportaban así porque, si no lo hacían, Henry tenía la costumbre de colarse en el banquete de bodas e invitar a todos los presentes a que contemplaran su notable colección de enfermedades cutáneas. También tenía una tos que sonaba casi sólida.

Ataúd Henry siempre llevaba consigo un letrero en el que estaba escrito con tiza: «Por un poca de dinero no te sigo a casa. Cof Cof».

Arnold Ladeado no tenía piernas. Dicha carencia no parecía ocupar un lugar demasiado importante en sus preocupaciones. Arnold agarraba a la gente por las rodillas y les decía: «¿Llevas cambio de un penique?», beneficiándose sin excepción de la subsiguiente confusión mental.

El mendigo al cual llamaban el Hombre del Pato tenía un pato encima de la cabeza. Nadie lo mencionaba nunca. Nadie atraía la atención hacia él. El pato parecía ser una característica menor sin consecuencias, como la falta de piernas de Arnold y el olor independiente de Viejo Apestoso Ron o el carraspeo volcánico de Henry. Pero no por eso dejaba de importunar la paz de ánimo de la Muerte.

Se preguntó cómo podía abordar el tema.

DESPUÉS DE TODO, pensó, ÉL TIENE QUE SABERLO, ¿VERDAD? NO ES COMO UN DESCOSIDO EN LA CHAQUETA O ALGO POR EL ESTILO…Por acuerdo común, los mendigos habían decidido llamar a la Muerte Señor Borrón. La Muerte no sabía por qué.

Por otra parte, se encontraba entre personas capaces de mantener una extensa discusión con una puerta. Quizá hubiera una razón lógica.

Los mendigos pasaban el día vagando invisiblemente por las calles, donde las personas que no los veían siempre ponían cuidado en apartarse de su camino y de vez en cuando les tiraban una moneda.

El Señor Borrón enseguida encajó muy bien. Cuando él pedía dinero, a la gente le resultaba muy difícil decir que no.

Escrote ni siquiera tenía un río. Existía simplemente porque hay un límite para la cantidad de tierra que puede haber antes de que haya alguna otra cosa.

El pueblo tenía dos calles en forma de cruz, una taberna, un almacén de semillas, una fragua, un par de graneros y, en un gesto de originalidad, una caballeriza llamada LA CABALLERIZA DE SETH.

No se movía nada. Hasta las moscas estaban dormidas. Las calles estaban ocupadas únicamente por largas sombras.

—Creía que habías dicho que era un pueblo de un solo caballo —dijo Cliff, mientras se detenían en la explanada llena de roderas y charcos que probablemente era glorificada con el nombre de plaza Mayor.

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