Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

—Disculpen —intervino Gran Loco Adrián con la voz cargada de recelo—. No quiero causar ningún problema, de acuerdo, pero ¿es la Muerte o no? He visto algunas ilustraciones y no se le parecían en nada.

—Hicimos todo el asunto del Rito —dijo Ridcully—. Y esto es lo que hemos conseguido.

—Sí, pero mi padre es pescador de arenques y no se encuentra solo arenques en sus redes de arenques —observó Skazz.

—Claro. Ella podría ser cualquiera —dijo Tez el Terrible—. Yo creía que la Muerte era más grande y con más huesos.

—No es más que una chica cualquiera que está intentando marearnos —dijo Skazz.

Susan los miró fijamente.

—Ni siquiera lleva guadaña —dijo Tez.

Susan se concentró. La guadaña apareció en sus manos, con su hoja de filo azul sonando como un dedo deslizado por el borde de un vaso.

Los estudiantes se pusieron muy rectos.

—Pero siempre he pensado que ya era hora de que cambiaran las cosas —dijo Tez.

—Claro. Ya va siendo hora de que las chicas tengan una oportunidad en el campo profesional —convino Skazz.

—¡No os atreváis a poneros condescendientes conmigo!

—Por supuesto que no —dijo Ponder—. No hay ninguna razón por la que la Muerte tenga que ser del sexo masculino. Una mujer puede llegar a ser casi tan buena como un hombre en ese trabajo.

—Lo estás haciendo muy bien —dijo Ridcully, dando ánimos a Susan con una sonrisa.

Susan se encaró con él. «Soy la Muerte —pensó—, en teoría, al menos, y este mago es un viejo gordo que no tiene ningún derecho a darme orden alguna. Lo miraré fijamente y no tardará en percatarse de la gravedad de su situación.» Lo miró fijamente.

—Bien, mi joven dama —dijo Ridcully—, ¿te apetecería desayunar?

El Tambor Remendado rara vez cerraba. Tendía a haber un respiro alrededor de las seis de la mañana, pero Hibisco lo mantenía abierto mientras hubiera alguien que quisiese una copa.

Alguien quería un montón de copas. Había alguien a quien no se podía distinguir con claridad de pie ante la barra. Parecía que se le escapaba arena del cuerpo y, por lo que podía ver Hibisco, llevaba algunas flechas de manufactura klatchiana clavadas.

El barman se inclinó hacia delante.

—¿Lo he visto antes?

VENGO POR AQUÍ BASTANTE A MENUDO, SÍ. EL MIÉRCOLES DE LA SEMANA PASADA, POR EJEMPLO.

—¡Ja! Aquel día fue interesante. Fue cuando apuñalaron al pobre Vince.

SÍ.

—Claro que lo estaba pidiendo a gritos, haciéndose llamar Vincent el Invulnerable.

SÍ. ERA BASTANTE INEXACTO, ADEMÁS.

—La Guardia está diciendo que fue suicidio.

La Muerte asintió. Teniendo en cuenta cómo era Ankh-Morpork, entrar en el Tambor Remendado haciéndote llamar Vincent el Invulnerable era un claro acto de suicidio.

ESTA BEBIDA TIENE GUSANOS DENTRO.

El barman la contempló con los ojos entornados.

—Eso no es un gusano, señor —dijo—. Eso es una lombriz.

AH. ¿ES MEJOR, ENTONCES?

—Se supone que tiene que estar ahí, señor. Usted está bebiendo mexical. Le ponen la lombriz para que se vea lo fuerte que es.

¿ES LO BASTANTE FUERTE PARA AHOGAR LOMBRICES?

El barman se rascó la cabeza. Nunca se había parado a pensarlo de aquel modo.

—Solo es algo que la gente bebe —dijo vagamente.

La Muerte cogió la botella y la alzó hasta lo que normalmente habría sido el nivel de los ojos. La lombriz rotaba, desamparada y sola.

¿QUÉ SE SIENTE?, dijo.

—Bueno, es una especie de…

NO ESTABA HABLANDO CON USTED.

—¿Desayuno? —preguntó Susan—. Quiero decir… ¿DESAYUNO?

—Sí, ya debe ser casi la hora —dijo el archicanciller—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que desayuné con una joven encantadora.

—Cielos, todos vosotros sois igual de terribles —dijo Susan.

—Muy bien, tachemos «encantadora» —dijo Ridcully sin inmutarse—. Pero los gorriones están tosiendo en los árboles y el sol está atisbando por encima del muro y me llega el olor de la cocina, y comer con la Muerte es una oportunidad que no se le presenta a todo el mundo. No jugarás al ajedrez, ¿verdad?

—Extremadamente bien —replicó Susan, todavía atónita.

—Ya me lo imaginaba. Bien, muchachos, ya pueden seguir hurgando en el universo. ¿Tendrías la amabilidad de venir conmigo, señora?

—¡No puedo salir del círculo!

—Oh, puedes hacerlo si yo te invito. Todo se reduce a una cuestión de cortesía. No sé si te habrán explicado el concepto en alguna ocasión.

Extendió el brazo y la tomó de la mano. Susan titubeó y luego cruzó la línea de tiza. Tuvo una ligera sensación de hormigueo.

Los estudiantes se apresuraron a retroceder.

—Vamos, sigan con lo que estaban haciendo —dijo Ridcully—. Por aquí, señora.

Susan nunca había experimentado el encanto. Ridcully lo poseía en una considerable cantidad, con un cierto estilo risueño.

Siguió al archicanciller por los jardines hasta la Gran Sala.

Las mesas del desayuno habían sido dispuestas, pero no estaban ocupadas. A la gran mesa lateral le habían brotado soperas de cobre como setas en otoño. Tres sirvientas más bien jóvenes esperaban pacientemente detrás del despliegue.

—Tendemos a servirnos nosotros mismos —explicó Ridcully en tono afable mientras levantaba una tapadera—. Los camareros y demás hacen demasiado ruid… Esto es alguna clase de broma, ¿no?

Empujó con un dedo lo que había debajo de la tapadera y llamó a la sirvienta más próxima.

—¿Quién eres tú? —preguntó—. ¿Molly, Polly o Dolly?

—Molly, suseñoría —respondió la sirvienta, haciendo una reverencia y temblando ligeramente—. ¿Hay alguna cosa mal?

—Du-mal-mal-mal-mal, du-du-mal-mal —dijeron las otras dos sirvientas.

—¿Qué le ha pasado al arenque ahumado? ¿Qué es esto? Parece una empanada de buey en un panecillo —dijo Ridcully, mirando fijamente a las chicas.

—La señora Panadizo dio instrucciones a la cocinera —dijo Molly nerviosamente—. Es una…

—… ye-ye-ye…

—… es una hamburguesa.

—No me digas —replicó Ridcully—. ¿Y tendrías la bondad de explicarme por qué llevas una colmena hecha con pelo encima de la cabeza? Te hace parecer una cerilla.

—Por favor, señor, nosotras…

—Fuisteis a ver el concierto de Música Con Rocas Dentro, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Ye-ye.

—Y vosotras no tirasteis, ejem, nada al escenario, ¿verdad?

—¡No, señor!

—¿Dónde está la señora Panadizo?

—En cama con un resfriado, señor.

—No me sorprende en lo más mínimo. —Ridcully se volvió hacia Susan—. Me temo que algún mendrugo ha decidido preparar hamburguesas de borrico.

—Yo solo desayuno cereales —dijo Susan.

—Tenemos gachas de avena —dijo Ridcully—. Las hacemos para el tesorero porque la avena no es emocionante. —Levantó una tapadera—. Sí, siguen ahí —dijo—. Hay algunas cosas que la Música Con Rocas Dentro no puede cambiar, y una de ellas son las gachas. Permíteme que te sirva un cucharón.

Se sentaron uno a cada lado de la larga mesa.

—Qué momento más agradable, ¿verdad? —comentó Ridcully.

—¿Te estás riendo de mí? —preguntó Susan suspicazmente.

—En absoluto. Que yo sepa, lo que más se encuentra en las redes para arenques son arenques. Pero, hablando como un mortal (un cliente, podrías llamarlo), me interesa saber por qué de pronto la Muerte es una jovencita en vez de la natomía animada que hemos llegado a conocer y… conocer.

—¿Natomía?

—Otra palabra para decir «esqueleto». Probablemente derivada de «anatomía».

—La Muerte es mi abuelo.

—Ah. Sí, ya lo habías dicho. ¿Y de verdad es tu abuelo?

—Ahora que se lo cuento a otra persona, la verdad es que suena un poco ridículo.

Ridcully sacudió la cabeza.

—Deberías pasarte cinco minutos haciendo mi trabajo, y luego ya hablaríamos de lo que es ridículo o no —repuso. Sacó un lápiz del bolsillo y levantó cautelosamente la mitad superior del panecillo que había en su plato—. Esto lleva queso —dijo en tono acusador.

—Pero él se ha marchado a alguna parte y antes de que pudiera darme cuenta ya había heredado todo el tinglado. ¡Quiero decir que, bueno, yo no lo pedí! ¿Por qué yo? Tener que ir por ahí con esta guadaña ridícula… eso no era lo que yo quería de la vida…

—Desde luego, no es algo de lo que se vean muchas ofertas de empleo —convino Ridcully.

—Exactamente.

—Y supongo que ahora no puedes librarte de ello —dijo Ridcully.

—No sabemos adonde ha ido. Albert dice que está muy deprimido por algo, pero no quiere decir por qué.

—Cielos. ¿Qué podría deprimir a la Muerte?

—Creo que Albert piensa que podría llegar a hacer alguna… locura.

—Oh, cielos. Ninguna locura definitiva, espero. ¿Sería posible hacer algo así? Sería… morticidio, supongo. O cidicidio.

Para asombro de Susan, Ridcully le dio unas palmaditas en la mano.

—Pero estoy seguro de que todos nos iremos a la cama más tranquilos sabiendo que tú estás al cargo —dijo.

—¡Todo está manga por hombro! Los buenos mueren estúpidamente, y los malos se pudren de viejos. Todo está tan desorganizado que… No tiene ningún sentido. No hay ninguna justicia. Por ejemplo, está ese chico…

—¿Qué chico?

Para su inmenso horror y asombro, Susan descubrió que se estaba ruborizando.

—Solo un chico —respondió—. Se suponía que tenía que haber muerto de manera bastante ridícula y yo iba a salvarlo; entonces fue la música quien lo salvó, y ahora lo está metiendo en toda clase de líos y yo he de salvarlo de todos modos y no sé por qué.

—¿Música? —preguntó Ridcully—. ¿Ese muchacho toca una especie de guitarra?

—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido?

Ridcully suspiró.

—Cuando eres un mago terminas adquiriendo cierto instinto para esta clase de cosas. —Hurgó un poco más en su hamburguesa—. Y también hay lechuga, por alguna razón. Y una rebanadita delgadísima de pepinillo.

Dejó caer el pan.

—La música está viva —dijo.

Algo que había estado llamando a la puerta de la atención de Susan durante los últimos diez minutos decidió finalmente usar sus botas.

—Oh, dios mío —dijo.

—¿En cuál está pensando? —le preguntó Ridcully educadamente.

—¡Es tan simple! ¡Se mete de cabeza en las trampas! ¡Cambia a las personas! Quieren tocar m… He de irme —se apresuró a decir Susan—. Ejem. Gracias por las gachas…

—Ni siquiera las has probado —señaló Ridcully suavemente.

—No, pero… pero les he echado una buena mirada.

Se esfumó. Transcurridos unos momentos, Ridcully se acercó y agitó vagamente la mano en el espacio donde había estado sentada la joven, solo por si acaso.

Luego sacó de su túnica el póster que hablaba del Festival Gratis.

Cosas enormes con tentáculos, ese era el problema. Basta con que haya suficiente magia en un mismo lugar para que la textura del universo ceda por el talón como si fuese uno de los calcetines del decano que, ahora que lo pensaba, aquellos últimos días habían sido de colores extremadamente chillones.

Llamó a las sirvientas con la mano.

—Gracias, Molly, Dolly o Polly —dijo—. Ya puede llevarse todo esto.

—Ye-ye.

—Ya, ya, gracias.

Ridcully se sintió bastante solo. Lo había pasado bastante bien hablando con la chica. Parecía ser la única persona del lugar que no estaba un poco demente o totalmente concentrada en algo que él, Ridcully, no entendía.

Emprendió el regreso a su estudio, pero lo distrajo un ruido de martillazos procedente de los alojamientos del decano. La puerta estaba entornada.

Los magos veteranos disponían de suites bastante espaciosas que incluían un estudio, taller y dormitorio. El decano estaba encorvado sobre el horno en la zona del taller, con una máscara de cristal ahumado cubriéndole la cara y un martillo en la mano. Estaba absorto en su trabajo. Había muchas chispas.

Ridcully pensó que aquello era buena señal. Quizá supusiera el fin de toda aquella insensatez de la Música Con Rocas Dentro y el regreso a algo de magia de verdad.

—¿Va todo bien, decano? —preguntó. El decano se subió la máscara y asintió.

—Ya casi he terminado, archicanciller —informó.

—Le he oído dar martillazos desde el final del pasillo —dijo Ridcully con amabilidad.

—Ah. Estoy trabajando en los bolsillos —dijo el decano.

Ridcully puso cara de incomprensión. Muchos de los hechizos más difíciles requerían calor y martillazos, pero «bolsillos» era uno nuevo.

El decano alzó ante él un par de pantalones.

No eran, estrictamente hablando, tan pantalónicos como los pantalones normales: los magos veteranos desarrollaban unos inconfundibles 130 centímetros de cintura y 70 de pierna que evocaban a alguien que necesitaba una pared para sentarse y asistencia real para volverse a incorporar. Eran de color azul oscuro.

—¿Les estaba dando martillazos? —preguntó Ridcully—. ¿Es que la señora Panadizo ha vuelto a pasarse con el almidón?

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