Ridcully no era un pensador demasiado rápido. Pero siempre terminaba llegando a su destino.
La puerta se abrió y apareció el pelo de Skazz.
—¿Estás vuelto de cara hacia mí? —preguntó Ridcully.
—Sí, archicanciller.
—Pues entonces déjanos entrar, porque el rocío se me está calando dentro de las botas.
Ridcully miró a su alrededor mientras ayudaba a entrar a Ponder.
—Ojalá supiera qué es lo que les mantiene trabajando aquí a todas horas, muchachos —comentó—. Yo nunca encontré tan interesante la magia cuando era joven. Vaya a buscar un poco de café para el señor Stibbons, ¿quiere? Y luego tráigase a sus amigos.
Skazz se fue corriendo y Ridcully se quedó solo, excepto por el dormido Ponder.
—¿Qué es lo que hacen todos aquí? —dijo. Nunca había tratado de averiguarlo en serio.
Skazz había estado trabajando en un banco muy largo junto a una pared.
Al menos pudo reconocer el pequeño disco de madera. Dispuestas sobre él había una cordillera de piedrecitas oblongas que formaban un par de círculos concéntricos, y una linterna con una candela dentro colocada encima de un brazo que podía girar hacia cualquier punto de la circunferencia. Era una computadora de viaje para druidas, una especie de círculo de piedras portátil, algo a lo que llamaban un «polilito integrado».
En una ocasión el tesorero había pedido uno. En la caja ponía «Para El Sacerdote Atareado». El tesorero nunca fue capaz de hacerlo funcionar y desde entonces se utilizaba como tope para las puertas. Ridcully no entendía qué relación podía tener aquello con la magia. Después de todo, no era mucho más que un calendario y podías conseguir un calendario perfectamente útil por ocho peniques.
Más desconcertante era la enorme estructura de tubos de cristal que había detrás de él. Allí era donde había estado trabajando Skazz, con un desorden de tubos de cristal torcidos, jarras y trozos de cartón frente al asiento del estudiante.
La estructura de tubos parecía estar viva.
Ridcully se inclinó sobre ella.
Estaba llena de hormigas.
Millares de ellas correteaban por el interior de los tubos y a través de complejas y diminutas espirales. En el silencio de la habitación, sus cuerpos creaban un leve e incesante murmullo.
Había una rendija a la altura de los ojos del archicanciller. En un trozo de papel pegado al cristal estaba escrita la palabra «Entrada».
Y encima del banco había una tarjeta oblonga que parecía tener justo la forma apropiada para entrar en la ranura. Habían perforado agujeros redondos en ella.
Había dos agujeros redondos, luego toda una pauta de agujeros redondos y luego dos agujeros más. En la tarjeta, a lápiz, alguien había garabateado «2 X 2».
Ridcully era la clase de hombre capaz de accionar cualquier palanca solo para ver qué hace.
Introdujo la tarjeta en la ranura obvia…
Tuvo lugar un cambio inmediato en el murmullo. Las hormigas siguieron moviéndose diligentemente por los tubos. Algunas de ellas parecían estar transportando semillas…
Se oyó un ruidito apagado y una tarjeta cayó del otro extremo del laberinto de cristal.
En ella había cuatro agujeros.
Ridcully todavía la estaba mirando cuando Ponder se incorporó detrás de él, frotándose los ojos.
—Es nuestro contador de hormigas —explicó.
—Dos más dos igual a cuatro —dijo Ridcully—. Vaya, vaya… Quién lo iba a decir, ¿eh?
—También puede hacer otras sumas.
—¿Me está diciendo que las hormigas saben contar?
—No, no. Las hormigas individuales no saben… es un poco difícil de explicar… verá, los agujeros de las tarjetas obstruyen algunos tubos y les permiten pasar por otros y… —Ponder suspiró—. Pensamos que podría ser capaz de hacer otras cosas.
—¿Como cuáles? —quiso saber Ridcully.
—Ejem, eso es lo que estamos tratando de averiguar…
—¿Están tratando de averiguarlo? ¿Quién lo construyó?
—Skazz.
—¿Y ahora es cuando están intentando averiguar qué es lo que hace?
—Bueno, pensamos que podría ser capaz de efectuar cálculos matemáticos bastante complicados. Si conseguimos meterle suficientes gusanos dentro.
Las hormigas seguían muy ocupadas por toda la enorme estructura cristalina.
—Cuando era joven tuve una especie de rata, un jerbo o algo por el estilo —comentó Ridcully, dándose por vencido ante lo incomprensible—. Se pasaba todo el tiempo corriendo en una de esas ruedas de ardilla. Seguía y seguía, durante toda la noche. Esto es un poco como aquello, ¿no?
—En términos muy amplios —dijo Ponder cuidadosamente.
—También tuve una granja de hormigas —dijo Ridcully, rememorando pensamientos lejanos—. Los diablillos nunca fueron capaces de arar recto. —Volvió al presente—. En fin, traiga aquí al resto de sus colegas ahora mismo.
—¿Para qué?
—Para un rato de tutoría —dijo Ridcully.
—¿No vamos a examinar la música?
—A su debido tiempo —dijo Ridcully—. Pero primero, vamos a hablar con alguien.
—¿Con quién?
—No estoy seguro —dijo Ridcully—. Lo sabremos cuando aparezca él. O ella.
Odro contempló su suite. Los propietarios del hotel acababan de irse, después de haber pasado por la rutina de «esto es la ventana, se abre de verdad, esto es la bomba, se saca agua de ella con esta palanca de aquí, esto soy yo esperando un poco de dinero».
—Bueno, esto es justo lo que nos faltaba. Esto es la roca que colma el túnel, desde luego que sí —observó—. Nos pasamos toda la noche tocando Música Con Rocas Dentro, ¿y luego nos dan una habitación con este aspecto?
—Es acogedora —dijo Cliff—. Mira, los trolls no perdemos el tiempo con las fruslerías de la vida…
Odro miró hacia sus pies.
—Está en el suelo y es blando —dijo—. Qué bobo he sido al pensar que era una alfombra. Que alguien me traiga una escoba. No, que alguien me traiga una pala. Y entonces que alguien me traiga una escoba.
—Servirá —dijo Buddy.
Dejó su guitarra en el suelo y se tendió sobre el tablón de madera que al parecer era una de las camas.
—Cliff, ¿puedo hablar un momento contigo? —propuso Odro, moviendo un pulgar achaparrado hacia la puerta.
El enano y el troll conferenciaron en el rellano.
—Está empeorando —dijo Odro.
—Aja.
—Ahora apenas dice una palabra cuando no está en el escenario.
—Aja.
—¿Te has encontrado alguna vez con un zombi?
—Conozco a un golem. El señor Dorfl en Morcilla Larga.
—¿Él? ¿El señor Dorfl es un auténtico golem?
—Aja. Tiene una palabra sagrada en la cabeza, la he visto.
—Puaj. ¿De veras? Yo le compro salchichas.
—Ya, bueno… ¿Y qué pasa con los zombis?
—… pues por el sabor nunca lo hubieses dicho, y yo que pensaba que hacía unas salchichas realmente buenas…
—¿Qué estabas diciendo de los zombis?
—… es curioso que puedas conocer a alguien desde hace años, y de pronto descubras que tiene pies de arcilla…
—Los zombis… —dijo Cliff pacientemente.
—¿Qué? Ah. Sí. Quería decir que el chico se está comportando como uno de ellos —Odro se acordó de algunos de los zombis que había en Ankh-Morpork—. Al menos, como se supone que deben comportarse los zombis.
—Aja. Ya sé a qué te refieres.
—Y los dos sabemos por qué.
—Aja. Ejem. ¿Por qué?
—La guitarra.
—Ah, eso. Sí.
—Cuando estamos en el escenario, la que manda es esa cosa…
En el silencio de la habitación, la guitarra descansaba en la oscuridad junto a la cama de Buddy y sus cuerdas vibraban suavemente al sonido de la voz del enano.
—Vale. ¿Y qué vamos a hacer al respecto? —dijo Cliff.
—Está hecha de madera. Diez segundos con un hacha y se acabó el problema.
—Yo no estoy tan seguro. Esa guitarra no es ningún instrumento corriente.
—Cuando lo conocimos era un chico muy majo. Para ser un humano, al menos —reflexionó Odro.
—¿Y qué hacemos? No creo que podamos quitársela.
—Quizá podríamos (convencerle para)…
El enano se calló. Acababa de darse cuenta del eco borroso que tenía su voz.
—¡Esa maldita cosa nos está escuchando! —siseó—. Vayamos fuera.
No se detuvieron hasta salir a la calle.
—No veo cómo puede escuchar —dijo Cliff—. Un instrumento es para escucharlo a él.
—Las cuerdas escuchan —dijo Odro secamente. Esa guitarra no es un instrumento corriente. Cliff se encogió de hombros. —Hay una manera de averiguarlo —aseguró.
Una temprana niebla de madrugada llenaba las calles. En los alrededores de la universidad, quedaba esculpida en formas curiosas por la leve radiación mágica de fondo. Sobre los adoquines mojados se movían cosas con perfiles extraños. Dos de ellas eran Odro y Cliff.
—Bueno, aquí estamos —dijo el enano.
Alzó la mirada hacia una pared desnuda.
—¡Lo sabía! —exclamó—. ¿No te lo había dicho yo? ¡Magia! ¿Cuántas veces hemos oído esta historia? Hay una tienda misteriosa que nadie había visto antes, y entonces alguien entra y compra alguna vieja curiosidad oxidada, y resulta que…
—Odro…
—… es alguna clase de talismán o una botella llena de genio y entonces, cuando hay problemas, vuelven allí y la tienda…
—¿Odro?
—… ha desaparecido misteriosamente y regresado a cualquiera que fuese la dimensión de la que vino… Sí, ¿qué pasa?
—Estás en el lado equivocado de la calle. Es aquí.
Odro contempló la pared desnuda; luego dio media vuelta y cruzó la calle con paso firme.
—Es un error que hubiera podido cometer cualquiera.
—Aja.
—No invalida nada de lo que dije.
Odro sacudió la manecilla y, para su sorpresa, descubrió que la puerta no estaba cerrada.
—¡Son más de las dos de la madrugada! ¿Qué clase de tienda de música está abierta a las dos de la madrugada? —dijo, encendiendo una cerilla.
El polvoriento cementerio de viejos instrumentos se elevaba alrededor de ellos. Parecía como si un montón de animales prehistóricos hubieran quedado atrapados en una riada instantánea y luego se hubiesen fosilizado.
—¿Qué es eso de ahí que parece un serpentón? —susurró Cliff.
—Es lo que llaman un Serpentón.
Odro estaba empezando a sentirse incomodado. Había sido músico durante la mayor parte de su vida. No soportaba ver instrumentos muertos, y aquellos estaban muertos de verdad. No pertenecían a nadie. Nadie los tocaba. Eran como cuerpos sin vida, personas sin alma. Lo que antes contuvieron se había ido ya. Cada uno de ellos representaba a un músico al que se le había terminado la suerte.
En un bosquecillo de fagots había un estanque de luz. La anciana señora estaba profundamente dormida en una mecedora, con una labor de ganchillo encima del regazo y un chal alrededor de los hombros.
—¿Odro?— Odro dio un salto.
—¿Sí? ¿Qué?
—¿Por qué estamos aquí? Ahora ya sabemos que el sitio existe…
—¡Quiero veros agarrando el techo, truhanes! — Odro parpadeó ante el dardo de ballesta que le estaba pinchando la nariz y levantó las manos. La anciana había pasado del sueño a la postura de disparo sin atravesar aparentemente ninguna fase intermedia.
—Esto es lo mejor que puedo hacer —dijo—. Esto… verá, la puerta no estaba cerrada, y…
—Así que pensasteis que podríais robar a una pobre anciana indefensa, ¿verdad?
—En absoluto, en absoluto, de hecho nosotros…
—¡Estoy inscrita en el plan brujeril de vigilancia vecinal! Una sola palabra mía y te encontrarás dando saltos por ahí en busca de alguna princesa con una fijación por los anfibios…
—Me parece que esto ya ha ido bastante lejos —replicó Cliff. Bajó un brazo y su manaza se cerró sobre la ballesta. Luego la apretó y cayeron trocitos de madera de entre sus dedos.
—Somos bastante inofensivos —dijo—. Venimos por el instrumento que le vendió a nuestro amigo la semana pasada.
—¿Sois de la Guardia?
Odro le hizo una reverencia.
—No, señora. Somos músicos.
—Y se supone que eso debería hacerme sentir mejor, ¿no? ¿De qué instrumento me estás hablando?
—De una especie de guitarra.
La anciana inclinó la cabeza hacia un lado. Sus ojos se entornaron.
—No aceptaré ninguna devolución —afirmó—. Fue una venta perfectamente legal. Y además estaba en buen estado.
—Solo queremos saber de dónde la sacó.
—No la saqué de ninguna parte —dijo la anciana—. Siempre ha estado aquí. ¡No soples eso!
A Odro casi se le cayó la flauta que había cogido nerviosamente de entre un montón de desechos.
—… o las ratas nos llegarán hasta las rodillas —dijo la anciana. Se volvió nuevamente hacia Cliff—. Siempre ha estado aquí —repitió.
—Tiene un número uno escrito con tiza —dijo Odro.
—Siempre ha estado aquí-dijo la mujer—. Desde que tengo la tienda.
—¿Quién la trajo?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca les pregunto el nombre. A la gente no le gusta decirlo. Solamente les doy un número.