Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

En teoría aquello era, en esos momentos, Literatura. Susan odiaba las clases de literatura. Prefería, con mucho, leer un buen libro. En aquel momento tenía abierto encima del pupitre Lógica y paradoja, de Wold, y estaba leyéndolo con la barbilla apoyada en las manos.

Prestaba medio oído a lo que estaba haciendo el resto de la clase.

Un poema sobre los narcisos.

Al parecer, al poeta le gustaban mucho.

Susan se lo tomó con estoicismo. Vivían en un país libre. La gente tenía todo el derecho a que le gustaran los narcisos. Solo que en la firme y precisa opinión de Susan, no debería permitírseles llenar más de una página para decirlo.

Susan prosiguió con su educación. En su opinión, la escuela no cesaba de interferir en ella.

A su alrededor, la visión del poeta iba siendo desmontada con herramientas inexpertas.

La cocina había sido construida siguiendo las mismas proporciones gargantuescas que el resto de la casa. Un ejército de cocineros entero podía perderse en su interior. Las paredes lejanas quedaban escondidas entre las sombras y el tubo del hornillo, sostenido a intervalos por cadenas recubiertas de hollín y trozos de cuerda grasienta, desaparecía en la penumbra a cosa de medio kilómetro por encima del suelo. Al menos, ese era el efecto que producía en el ojo de un visitante.

Albert pasaba su tiempo en un rinconcito embaldosado lo bastante grande para contener la cómoda, la mesa y el hornillo. Y una mecedora.

—Cuando un hombre te mira y dice: «¿EN QUÉ CONSISTE TODO, EN SERIO, CUANDO LLEGAS AL FONDO DEL ASUNTO?», es que lo está pasando muy mal —dijo mientras liaba un cigarrillo—. Así que no sé lo qué significará cuando es el amo quien lo dice. Es otra de esas pájaras suyas que le dan de vez en cuando.

El otro único ocupante de la habitación asintió. Tenía la boca llena.

—Todo ese asunto con su hija —prosiguió Albert—. Quiero decir que, bueno…, ¿una hija? Y luego oyó hablar de los aprendices. ¡Y entonces resultó que tenía que encontrar uno enseguida! ¡Ja! Problemas y nada más que problemas, eso fue lo que consiguió. Y tú también, ahora que pienso en ello…, eres una de esas pájaras que le dan de vez en cuando. Sin ánimo de ofender —añadió, consciente de con quién estaba hablando—. Tú saliste bien. Haces un buen trabajo.

Otro asentimiento de cabeza.

—Él siempre lo entiende todo al revés —dijo Albert—. Ahí está el problema. Como cuando oyó hablar de la Noche de la Vigilia de los Puercos, ya sabes. ¿Te acuerdas de eso? Tuvimos que hacer todo el montaje, el roble plantado en un tiesto, las salchichas de papel, la cena a base de cerdo; y él sentado allí luciendo un gorrito de papel mientras decía: «¿ES ESTO ALEGRE?». Yo le hice un adornito para encima del escritorio y él me regaló un ladrillo.

Albert se llevó el cigarrillo a los labios. Había sido liado con mano experta. Solo un experto podía llegar a hacer un pitillo tan delgado y tan mullido a la vez.

—Era un buen ladrillo, eso sí. Todavía lo tengo en alguna parte.

IIIC, dijo la Muerte de las Ratas.

—Pues sí, acabas de poner el dedo en la llaga —convino Albert—. O al menos, lo habrías puesto si tuvieras un dedo como es debido. A él siempre se le pasa por alto lo principal. Verás, el problema es que no puede dejar atrás las cosas. No puede olvidar.

Chupó el lastimero pitillo de fabricación casera hasta que le lloraron los ojos.

«¿EN QUÉ CONSISTE TODO, EN SERIO, CUANDO LLEGAS AL FONDO DEL ASUNTo?» —dijo al cabo de un rato—. Oh, cielos.

Alzó la mirada hacia el reloj de cocina, impelido por una clase de hábito humano especial. El reloj nunca había funcionado desde que Albert lo compró.

—A estas horas normalmente ya está en casa —dijo—. Bueno, más vale que le prepare la bandeja. No sé qué puede estar entreteniéndolo tanto rato.

El hombre santo estaba sentado al pie de un árbol sagrado, con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. Mantenía los ojos cerrados para así poder concentrarse mejor en el Infinito y solo llevaba un taparrabos para así poder demostrar su desdén por todas las cosas discoidales.

Había un cuenco de madera ante él.

Pasado un rato, se sintió observado. Abrió un ojo.

Había una figura indistinta sentada a un par de metros de él. Más tarde, el hombre santo estuvo seguro de que la figura había pertenecido a… alguien. No podía recordar bien su descripción, pero la persona ciertamente debía tenerla. Mediría más o menos… tanto de alto, y era algo así como…, decididamente…

DISCULPE.

—¿Sí, hijo mío? —Frunció la frente—. Porque eres del género masculino, ¿verdad? —añadió.

ME HA COSTADO MUCHO ENCONTRARLE. PERO ESO ES ALGO QUE SIEMPRE SE ME HA DADO MUY BIEN.

—¿En serio?

ME HAN DICHO QUE USTED LO SABE TODO.

El hombre santo abrió el otro ojo.

—El secreto de la existencia consiste en desdeñar los lazos terrenales, dar la espalda a la quimera de los valores materiales y buscar la unicidad con el Infinito —dijo—. Y ni se te ocurra acercar tus manos ladronas a mi cuenco de las limosnas.

La visión del suplicante le estaba creando ciertos problemas.

YO HE VISTO EL INFINITO, COMENTÓ EL DESCONOCIDO. NO TIENE NADA DE ESPECIAL.

El hombre santo echó un vistazo alrededor. —No seas idiota —dijo—. No se puede ver el Infinito. Precisamente porque es infinito, ¿comprendes?

LO HE VISTO.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Y qué aspecto tenía?

ES AZUL.

El hombre santo se removió intranquilo. Aquella no era la manera en que se suponía que tenían que ir las cosas. Una rápida entrada en el Infinito y un suave pero significativo empujoncito en dirección al cuenco de las limosnas: así era como tenían que ir las cosas.

—Es negro —musitó.

NO CUANDO SE LO VE DESDE EL EXTERIOR, DIJO EL DESCONOCIDO. EL CIELO NOCTURNO ES NEGRO. PERO ESO ES MERO ESPACIO. EL INFINITO, SIN EMBARGO, ES AZUL.

—Y supongo que sabes cuál es el sonido que produce una mano al aplaudir, ¿verdad? —preguntó el hombre santo malévolamente.

LO SÉ. «PL». LA OTRA MANO HACE EL «AS».

—¡Ajajá! Pues no, ahí te equivocas —dijo el hombre santo, volviendo a pisar terreno más firme. Agitó una flaca mano—. Ningún sonido, ¿ves?

ESO NO HA SIDO UN APLAUSO. SOLO HA SIDO UN SALUDO.

—¡Pues claro que ha sido un aplauso! Lo que pasa es que no estaba utilizando las dos manos. ¿Qué clase de azul, de todas maneras?

USTED SOLAMENTE HA SALUDADO. NO ME PARECE QUE ESO SEA MUY FILOSÓFICO. AZUL CORAL.

El hombre santo miró montaña abajo. Se estaban aproximando unas cuantas personas. Llevaban flores en el pelo y traían consigo algo que se parecía mucho a un cuenco de arroz.

O POSIBLEMENTE EAU-DE-NIL.

—Mira, hijo mío —se apresuró a decir el hombre santo—, ¿qué es lo que quieres exactamente? No tengo todo el día.

DESDE LUEGO QUE LO TIENE. PUEDE CREERME.

—¿Qué es lo que quieres?

¿POR QUÉ LAS COSAS TIENEN QUE SER COMO SON?

—Bueno…

NO LO SABE, ¿VERDAD?

—No exactamente. Se supone que todo el asunto tiene que ser un misterio, ¿comprendes?

El desconocido contempló en silencio al hombre santo durante un rato, hasta que este tuvo la sensación de que su cabeza se había vuelto transparente.

ENTONCES LE FORMULARÉ UNA PREGUNTA MÁS SENCILLA. ¿CÓMO OLVIDAN LOS HUMANOS?

—¿Cómo olvidan el qué?

CUALQUIER COSA. TODO.

—Es algo que… ejem… sucede automáticamente.

Los acólitos en potencia acababan de doblar la curva en el sendero de la montaña. El hombre santo se apresuró a coger su cuenco de las limosnas.

—Digamos que este cuenco es tu memoria —dijo, agitándolo ligeramente—. Su capacidad es limitada, ¿ves? Cuando entran cosas nuevas, las viejas tienen que rebosar…

NO. YO LO RECUERDO TODO. TODO. LOS PICAPORTES DE LAS PUERTAS. EL JUEGO DE LA LUZ DEL SOL SOBRE EL CABELLO. EL SONIDO DE LA RISA. LAS PISADAS. CADA PEQUEÑO DETALLE. COMO SI HUBIERA OCURRIDO AYER MISMO. COMO SI HUBIERA OCURRIDO MAÑANA MISMO. TODO. ¿ENTIENDE LO QUE QUIERO DECIR?

El hombre santo se rascó su reluciente calva.

—Tradicionalmente —dijo—, las maneras de olvidar son alistarse en la Legión Extranjera Klatchiana, beber las aguas de algún río mágico que nadie sabe dónde está e ingerir cantidades desorbitadas de alcohol.

AH, CLARO, SÍ.

—Pero el alcohol debilita el cuerpo y es un veneno para el alma.

SUENA MUY BIEN.

—¿Maestro?

El hombre santo giró la cabeza con aire irritado. Los acólitos habían llegado.

—Un momento, estoy hablando con…

El extraño había desaparecido.

—Oh, maestro, llevamos recorridos muchos kilómetros para… —empezó a decir el acólito.

—Que te estés callado un ratito, ¿de acuerdo?

El hombre santo extendió la mano ante él con la palma en posición vertical y la agitó unas cuantas veces mientras murmuraba algo.

Los acólitos se miraron. No habían esperado aquello. Finalmente, su líder se armó con una gota de valor.

—Maestro…

El hombre santo se volvió y le dio un capón en la oreja. El sonido producido por aquel acto fue, sin lugar a dudas, un «plas».

—¡Ah! ¡Ya lo tengo! —exclamó el hombre santo—. Bien, ¿ qué puedo hacer por…?

Pero se calló cuando su cerebro por fin consiguió dar alcance a sus oídos.

—¿Qué quiso decir con eso de los humanos?

La Muerte subió pensativamente por la colina hasta el lugar donde un gran caballo blanco contemplaba plácidamente el paisaje.

VETE, dijo.

El caballo le miró con preocupación. Era considerablemente más inteligente que la mayoría de los caballos, aunque eso tampoco era muy difícil. Parecía haberse dado cuenta de que algo no iba del todo bien con su amo.

PUEDE QUE TARDE ALGÚN TIEMPO EN VOLVER, informó la Muerte.

Y echó a andar.

En Ankh-Morpork no estaba lloviendo. Aquello había supuesto toda una sorpresa para Imp.

Lo que también había supuesto una sorpresa fue la rapidez con la que se esfumaba el dinero. Hasta el momento, Imp llevaba perdidos tres dólares y veintisiete peniques.

Los había perdido porque los puso dentro de un cuenco a sus pies mientras tocaba, de igual modo que un cazador pone señuelos para atraer a los patos. Cuando Imp volvió a mirar hacia abajo, el cuenco había volado.

La gente venía a Ankh-Morpork en busca de fortuna. Desgraciadamente, había otras personas que también la buscaban.

Y la gente no parecía querer que hubiera bardos cerca, ni siquiera aquellos que habían ganado el premio del muérdago y el arpa centenaria en el gran Eisteddfod de Nellofselek.

Imp había encontrado un lugar en una de las plazas principales, afinado su arpa y empezado a tocar. Nadie le había prestado la menor atención, excepto a veces para hacerlo a un lado cuando pasaban corriendo y, por lo visto, para birlarle el cuenco. Finalmente, cuando ya empezaba a dudar de que hubiera tomado la decisión correcta al venirse aquí, un par de guardias se le acercaron.

—Eso que está tocando es un arpa, Nobby —dijo uno de ellos, después de mirar a Imp durante un rato.

—Lo que es, es una gaita.

—No, estás confundido, es… —El guardia gordo frunció el ceño y bajó la mirada—. Llevabas toda la vida esperando el momento de poder decir eso, ¿verdad, Nobby? Apuesto a que naciste esperando que llegase el día en que alguien diría: «Esos es un arpa», para así tú responder: «Lo que es, es una gaita», y hacer un retruécano o juego de palabras. Bueno, pues… jajajá.

Imp dejó de tocar. Dadas las circunstancias, era imposible seguir haciéndolo.

—No, realmente es un arpa —dijo—. Y la gané en…

—Ah, eres de Nellofselek, ¿verdad? —observó el guardia gordo—. Lo sé por tu acento. Un pueblo muy musical, el nellofselekiano.

—Pues a mí me suena como hacer gárgaras con gravilla —replicó el guardia que había sido identificado como Nobby—. ¿Tienes licencia, compañero?

—¿Licencia? —preguntó Imp.

—El Gremio de Músicos está muy obsesionado con lo de las licencias —explicó Nobby—. Si te pillan tocando música sin licencia, cogen tu instrumento y lo meten…

—Vamos, vamos —dijo el otro guardia—. No asustes al muchacho.

—Digamos solo que si tocas el flautín, entonces la cosa no tiene ninguna gracia —dijo Nobby.

—Pero a buen seguro que la música es tan libre como el aire y el cielo —comentó Imp.

—No, por aquí no lo es. Un aviso a navegantes, muchacho —declaró Nobby.

—Nunca he oído hablar de un Gremio de Músicos —dijo Imp.

—Está en el callejón de la Tapa de Hojalata —informó Nobby—. Si quieres ser músico, entonces tienes que ingresar en el Gremio de Músicos.

Imp había sido educado en la obediencia a las reglas. Los nellofselekianos eran muy respetuosos de la ley.

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