Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

Aquel bruto tocaba como si estuviera buscando algo. No lo encontró, pero mientras las últimas disonancias se desvanecían en el silencio, sus facciones se fruncieron en la mueca resuelta de alguien que está decidido a seguir buscando.

—Sí, vale. ¿Cuánto? —preguntó.

La guitarra se vendía por quince dólares. Pero el alma musical de Blert se rebeló. No pudo contenerse.

—Veinticinco dólares —espetó.

—Sí, vale. Entonces bastará con esto, ¿verdad?

Un pequeño rubí salió de las profundidades de un bolsillo.

—¡No puedo darte cambio de eso!

El alma musical de Blert seguía protestando, pero su cabeza de hombre de negocios dio un paso adelante y flexionó los codos.

—Pero, pero, pero por ese precio incluiré mi manual para guitarra y una correa y un par de púas, ¿de acuerdo? —dijo—. Tiene dibujos para saber dónde tienes que poner los dedos y todo lo demás, ¿de acuerdo?

—Sí, vale.

El bárbaro salió de la tienda, Blert contempló el rubí que tenía en la mano.

La campanilla de la puerta sonó. Blert alzó la mirada.

Este no era tan terrible. Había menos tachones y el yelmo solo tenía dos pinchos.

La mano de Blert se cerró alrededor de la joya.

—No me diga que quiere una guitarra —murmuró.

—Sí. Una de esas que hacen uíiiiuíiiiuuuuuuungungung.

Blert miró frenéticamente alrededor.

—Bueno, tengo esta-dijo, cogiendo el instrumento más cercano—. Lo del uuuíiiuuuíii no lo tengo muy claro, pero aquí tiene también mi manual para aprender a tocar, una correa y unas cuantas púas, serán treinta dólares y le diré lo que voy a hacer, le regalo el espacio que hay entre las cuerdas por el mismo precio. ¿Le parece bien?

—Aja. Ejem. ¿Tiene un espejo?

La campanilla sonó.

Y sonó.

Una hora después, Blert estaba apoyado en el quicio de la puerta del taller con una sonrisa enloquecida en la cara y las manos sobre el cinturón para impedir que el peso del dinero que llevaba en los bolsillos le bajara los pantalones.

—¿Gibbsson?

—¿Sí, jefe?

—¿Te acuerdas de todas esas guitarras que hiciste cuando estabas aprendiendo el oficio?

—¿Las que usted dijo que sonaban como un gato yendo al lavabo con el culo cosido, jefe?

—¿Las tiraste?

—No, jefe. Pensé: las guardaré, porque así cuando sepa hacer instrumentos como es debido dentro de cinco años, podré sacarlas y echarme unas risas.

Blert se secó la frente. Varias moneditas de oro cayeron al suelo cuando se sacó el pañuelo del bolsillo.

—¿Dónde las guardaste, por puro interés?

—Las amontoné en un cobertizo, jefe. Junto con toda esa madera mal cortada que usted decía que iba a ser tan útil como una sirena en una fila de constas.

—Pues haz el favor de ir allí y traerlas. Y tráete también la madera.

—Pero usted dijo que…

—Y tráeme una sierra. Y luego sal un momento y tráeme, oh, unos diez litros de pintura negra. Y unas cuantas lentejuelas.

—¿Lentejuelas, jefe?

—Puedes conseguirlas en la tienda de modas de la señora Cosmopilita. Y pregúntale si tiene algunas de esas piedras de ankh que relucen. Y algún tejido con adornos para hacer correas. Ah… y pregúntale si puede prestarnos el espejo más grande que tenga…

Blert volvió a subirse los pantalones.

—Y luego baja a los muelles y contrata a un troll, y dile que se coloque en la esquina y que si alguien más entra aquí e intenta tocar… —hizo una pausa, y entonces se acordó—, «Sendero al paraíso», creo que dijeron que se llamaba… tiene que arrancarles la cabeza.

—¿ No debería hacerles antes una advertencia? —dijo Gibbsson.

—Esa será la advertencia.

Había transcurrido una hora.

Ridcully se aburría y había enviado a Tez el Terrible a las cocinas para que trajese algo de picar. Ponder y los otros dos habían estado muy ocupados alrededor del recipiente, haciendo cosas raras con alambres y bolas de cristal. Y ahora…

Había un alambre estirado entre dos clavos encima del banco. El cable, hecho un borrón, tañía un ritmo muy interesante. Había unas grandes líneas curvas de color verde suspendidas en el aire por encima de él.

—¿Qué es eso? —preguntó Ridcully.

—Eso es el aspecto que tiene el sonido —dijo Ponder.

—El aspecto que tiene el sonido, ¿eh? —dijo Ridcully—. Vaya, eso sí que es nuevo. Nunca me había fijado en que el sonido tuviera ese aspecto. Conque para esto es para lo que utilizan ustedes la magia, ¿eh, muchachos? ¿Para mirar el sonido? Oigan, en la cocina tenemos un queso bastante bueno. ¿Qué le parece si vamos a allí y escuchamos cómo huele?— Ponder suspiró.

—Esto es lo que sería el sonido si sus orejas fueran ojos, archicanciller —repuso.

—¿De veras? —soltó Ridcully alegremente—. ¡Asombroso!

—Parece muy complicado —dijo Ponder—. Simple cuando lo miras desde cierta distancia y muy complicado cuando te acercas. Es casi como si…

—Como si estuviera vivo —dijo Ridcully con firmeza.

—Ejem…

Era aquel al que llamaban Skazz. Parecía pesar cosa de unos cuarenta kilos y lucía el corte de pelo más interesante que Ridcully hubiera visto jamás, ya que consistía en un flequillo largo hasta los hombros que le circundaba toda la cabeza. La punta de su nariz asomando era lo único que le decía al mundo hacia dónde tenía vuelta la cara Skazz. Si alguna vez le salía un furúnculo en la nuca, la gente pensaría que andaba al revés.

—¿Sí, señor Skazz? —dijo Ridcully.

—Ejem. En una ocasión leí algo acerca de esto —dijo Skazz.

—Extraordinario. ¿Cómo se las arregló para hacerlo?

—¿Ha oído hablar de los Monjes Oyentes que viven allá arriba en las Montañas del Carnero? Pues dicen que en el universo hay un ruido de fondo, una especie de eco de algún sonido.

—Me parece razonable. Cuando todo el universo se puso en marcha, seguro que hubo un gran «bang» —expuso Ridcully.

—El ruido tampoco tuvo que ser tan intenso —dijo Ponder—. Bastaría con que estuviera en todas partes al mismo tiempo. Yo también leí ese libro. Lo escribió el viejo Riktor el Contador. Decía que los monjes todavía lo están escuchando, que el sonido nunca se desvanece del todo.

—Pues a mí me suena a muy ruidoso —protestó Ridcully—. Tiene que ser fuerte para que se oiga a cualquier distancia. Si el viento sopla en la dirección equivocada, aquí ni siquiera se oyen las campanas del Gremio de Asesinos.

—No es necesario que fuera un ruido muy intenso para que se oyera en todas partes —dijo Ponder—. La razón es que en ese momento «todas partes» se encontraba en un solo lugar.

Ridcully le lanzó la clase de mirada que reciben los ilusionistas cuando acaban de sacarse un huevo de la oreja.

—¿«Todas partes» estaba en un solo lugar?

—Sí.

—Y entonces, ¿dónde estaba todo lo demás?

—Eso también se encontraba en un solo lugar.

—¿El mismo lugar?

—Sí.

—¿Comprimido hasta dejarlo muy pequeño?

Ridcully estaba empezando a mostrar ciertos signos. Si el archicanciller hubiera sido un volcán, los nativos de la zona ya estarían buscando a la virgen más próxima.

—Ja, ja, de hecho podría decirse que estaba comprimido hasta dejarlo muy grande —dijo Ponder, que siempre metía la pata—. La razón es que el espacio no existió hasta que hubo un universo, por lo que cualquier cosa que hubiera se hallaba en todas partes.

—¿Se refiere al mismo «todas partes» que decíamos antes?

—Sí.

—Muy bien. Continúe.

—Riktor dijo que él pensaba que lo primero que llegó fue el sonido. Fue un acorde muy grande y complicado, el sonido más enorme y complicado que haya existido jamás. Fue un sonido tan complejo que nunca se podría reproducir dentro de un universo, de la misma manera en que no se puede abrir una caja con la palanqueta que lleva dentro. Fue un gran acorde que… por así decirlo… dio existencia a todas las cosas. Que dio comienzo a la música, si lo prefiere.

—¿Una especie de tachaaaaan? —propuso Ridcully.

—Supongo que sí.

—Yo pensaba que el universo empezó a existir porque un dios le quitó el pastel de su boda a otro dios y luego hizo el universo a partir de él —dijo Ridcully—. Siempre me había parecido una explicación sensata. Quiero decir que, bueno, es la clase de cosa que te puedes imaginar que ocurra.

—Bueno…

—¿Y ahora usted me está diciendo que alguien tocó una bocina enorme y por eso estamos aquí?

—No he dicho nada de «alguien» —dijo Ponder.

—Lo que yo sí sé es que los ruidos no se hacen solos —replicó Ridcully.

Se relajó un poco, seguro en su fuero interno de que la razón se había impuesto, y le dio una palmadita en la espalda a Ponder.

—Esa teoría necesita algunos retoques, muchacho —dijo—. El viejo Riktor estaba un poquito… ido, ya sabe. Él pensaba que todo se reducía a números.

—La verdad es que el universo sí tiene un ritmo —observó Ponder—. Día y noche, luz y oscuridad, vida y muerte…

—Caldo de gallina y picatostes —añadió Ridcully.

—Bueno, no todas las metáforas aguantan un examen a fondo.

Llamaron a la puerta y entró Tez el Terrible llevando una bandeja. Iba seguido por la señora Panadizo, el ama de llaves.

La mandíbula de Ridcully descendió bruscamente.

La señora Panadizo hizo una reverencia.

—Buenos días, suseñoría —dijo.

Su cola de caballo subió y bajó, y hubo un susurro de enaguas almidonadas.

La mandíbula de Ridcully volvió a subir, pero solo para que su propietario pudiera decir:

—¿Qué le ha hecho usted a su…?

—Discúlpeme, señora Panadizo —interrumpió enseguida Ponder—, pero ¿le ha servido usted el desayuno a alguien del cuadro académico esta mañana?

—Pues sí, señor Stibbons —respondió la señora Panadizo. Su amplio y misterioso seno cambió de posición bajo su jersey—. Ninguno de los caballeros bajó a desayunar, así que hice que les subieran bandejas a todos.

La mirada de Ridcully siguió descendiendo. Antes nunca había pensado que la señora Panadizo tuviera piernas. Naturalmente, en teoría la mujer necesitaba algo sobre lo que desplazarse, pero…, bueno…

Pero ahora había dos rodillas regordetas que sobresalían del enorme champiñón de faldas. Un poco por debajo de ellas había unos calcetines blancos.

—Su pelo… —empezó a decir Ridcully con voz enronquecida.

—¿Le ocurre algo? —preguntó la señora Panadizo.

—Nada, nada —dijo Ponder—. Muchísimas gracias.

La puerta se cerró tras el ama de llaves.

—Cuando salió estaba castañeando los dedos, tal como dijo usted —murmuró Ponder.

—No era lo único que castañeaba —dijo Ridcully, que no había dejado de estremecerse.

—¿Se ha fijado en sus zapatos?

—Creo que mis ojos se cerraron como medida de protección antes de llegar a ellos.

—Si esa música realmente está viva —dijo Ponder—, entonces es muy contagiosa.

Esta escena en concreto tuvo lugar en la cochera del padre de Crash, pero fue un eco de una escena que se estaba desarrollando por toda la ciudad.

Crash no había sido bautizado como Crash. Era el hijo de un rico tratante en heno y piensos, pero despreciaba a su padre por estar muerto de cuello para arriba, interesarse únicamente por las cosas materiales, carecer de imaginación y, también, por entregarle una asignación semanal de tres ridículos dólares.

El padre de Crash había dejado sus caballos en la cochera. En aquel momento ambos estaban tratando de acurrucarse en un rincón, tras un intento infructuoso de abrir un agujero en las paredes a base de coces.

—Bueno, me parece que esta vez casi le he pillado el truco —dijo Crash, mientras el polvillo de heno caía del techo y la carcoma huía de allí en busca de un hogar mejor.

—No es tan ínter… quiero decir, no mola tanto como el sonido que oímos en el Tambor —dijo Jimbo, poniéndose crítico—. Se le parece un poco, pero no acaba de cuaj… No mola.

Jimbo era el mejor amigo de Crash y deseaba formar parte de la gente que estaba en la onda.

—Es lo bastante bueno para empezar —dijo Crash—. Así que tú y Noddy, vosotros dos os conseguís unas guitarras. Y tú, Escoria… tú puedes tocar la batería.

—No sé cómo se toca —dijo Escoria, quien realmente se llamaba así.

—Nadie sabe cómo se toca la batería —repuso Crash pacientemente—. No hay nada que saber. Solo hay que dar golpes con las baquetas.

—Sí, pero ¿qué pasa si fallo?

—Siéntate más cerca —respondió Crash, apoyándose en la pared—. Bueno… lo importante, lo importante de verdad es… ¿cómo nos vamos a llamar?

Cliff miró a su alrededor.

—Bueno, creo que ya hemos mirado cada casa y que me aspen si veo el nombre Escurridizo en ningún sitio —gruñó.

Buddy asintió. La mayor parte de la plaza Sator era la fachada de la universidad, pero quedaba espacio para unos pocos edificios más. Era la clase de edificio con una docena de placas de latón junto a la puerta. La clase de edificio que daba a entender que tan solo limpiarte los pies en la esterilla te iba a costar muy caro.

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