Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

—Bueno, el cuero es un material muy práctico y funcional…

—No de la manera en que él lo está usando —replicó Ridcully sombríamente.

[…el decano retrocedió un poco. Había cogido prestado un maniquí de modista de la señora Panadizo, el ama de llaves.

Luego había introducido unos cuantos cambios en el diseño original que le había estado zumbando por el cerebro. Para empezar, el alma de cualquier mago encuentra aborrecible la mera idea de llevar cualquier prenda que no le llegue como mínimo hasta los tobillos, por lo que había una considerable cantidad de cuero. Eso dejaba montones de espacio para las tachas.

Había comenzado por: DECANO.

Aquello apenas sirvió para empezar a llenar el espacio. Pasado un rato había añadido: NACIDO PARA, y dejado un espacio en blanco porque no estaba demasiado seguro de para qué había nacido exactamente. NACIDO PARA TRAGAR GRANDES CENAS no resultaría apropiado.

Después de un rato de perpleja meditación, había seguido: VIVE DE PISAR Y MUERE JEVON. Enseguida se dio cuenta de que no estaba bien del todo, seguramente porque le había dado la vuelta al cuero mientras hacía los agujeros para los tachones y terminó perdiendo la pista a la dirección que seguía en un principio.

Naturalmente, la dirección que estuvieras siguiendo no importaba mientras continuaras siguiéndola. La música con rocas dentro consistía precisamente en eso…]

—… y ahora Runas Recientes está en su habitación tocando la batería, y todos los demás tienen guitarras, y lo que le ha hecho el tesorero al dobladillo de su túnica es realmente extraño —expuso Ridcully—. Y el Bibliotecario va por ahí llevándose cosas y nadie escucha ni una sola palabra de lo que digo.

Miró a los estudiantes. Era una visión bastante preocupante, y no solo por el aspecto natural de los estudiantes. Allí había unas cuantas personas que, mientras aquella maldita música hacía que todo el mundo siguiera el ritmo con los pies, se habían pasado toda la noche dentro de aquel edificio… trabajando.

—¿Qué estaban haciendo todos aquí dentro? —dijo—. Usted… ¿cómo se llama?

El estudiante de magia atrapado por el dedo con el que señalaba Ridcully se removió inquieto.

—Ejem. Hum. Gran Loco Drongo —respondió, estrujando el ala de su sombrero entre las manos.

—Gran. Loco. Drongo —dijo Ridcully—. Conque ese es su nombre, ¿verdad? ¿Eso es lo que lleva cosido en su chaqueta?

—Hum. No, archicanciller.

—¿Lo que lleva cosido es…?

—Adrián Turnipseed, archicanciller.

—¿Y entonces por qué lo llaman Gran Loco Drongo, señor Turnipseed? —quiso saber Ridcully.

—Hum… esto…

—En una ocasión se bebió una pinta entera de cerveza con limonada —explicó Stibbons, quien tuvo la decencia de mostrar cierto embarazo.

Ridcully le dirigió una mirada cuidadosamente neutra. Bueno en fin. Tendrían que servir.

—De acuerdo, pandilla —dijo—. ¿Qué pueden decirme acerca de esto?

Sacó de su túnica una jarra de cerveza del Tambor Remendado con un posavasos sujeto a la parte de arriba mediante un trozo de cordel.

—¿Qué es lo que tiene ahí dentro, archicanciller? —preguntó Ponder Stibbons.

—Un poquito de música, muchacho.

—¿Música? Pero la música no puede capturarse de esa manera.

—Ojalá fuera tan jodidamente listo como usted y lo supiera absolutamente todo —dijo Ridcully—. Ese frasco grande que hay ahí… Usted, Gran Loco Adrián, quítele la tapa y esté listo para volver a ponérsela en cuanto yo se lo diga. Preparado con esa tapa, Loco Adrián…, ¡ya!

Hubo un breve acorde rabioso cuando Ridcully sacó el posavasos de la jarra y vertió rápidamente su contenido en el frasco. Loco Drongo Adrián, que le tenía un pánico mortal al archicanciller, se apresuró a poner la tapa al frasco.

Entonces pudieron oírlo… un compás tenue y persistente que rebotaba dentro de las paredes del frasco de cristal.

Los estudiantes miraron el recipiente.

Había algo allí dentro. Una especie de movimiento en el aire…

—Lo capturé anoche en el Tambor.

—Eso no es posible —replicó Ponder—. No se puede capturar la música.

—Eso no es niebla klatchiana, muchacho.

—¿Y ha estado en esa jarra desde anoche? —preguntó Ponder.

—Sí.

—¡Pero eso no es posible!

Ponder parecía totalmente hundido. Algunas personas nacen con la sensación instintiva de que el universo puede resolverse.

Ridcully le dio unas palmaditas en el hombro.

—Nunca pensó que ser un mago iba a ser fácil, ¿verdad?

Ponder contempló el recipiente unos instantes, y entonces su boca se cerró de golpe formando una delgada línea de determinación.

—¡Bien! ¡Vamos a aclarar todo esto! ¡Tiene que ser algo relacionado con la frecuencia! ¡Eso es! ¡Tez el Terrible, vete a coger la bola de cristal! ¡Skazz, trae el rollo de cable de acero! ¡Tiene que ser la frecuencia!

La Banda Con Rocas Dentro pasó la noche en un albergue para hombres solteros que había en un callejón al lado de la calle Brillo, un hecho que hubiese interesado a los cuatro matones del Gremio de Músicos que esperaban sentados ante un agujero en forma de piano allá en el Camino de Fedre.

Susan andaba a zancadas por las habitaciones de la Muerte, hirviendo suavemente de ira y con apenas una sombra de miedo, que solo servía para empeorar la ira.

¿Cómo era posible que alguien pudiera pensar de aquella manera? ¿Cómo era posible que alguien se conformara con ser la mera personificación de una fuerza ciega? Bueno, iba a haber algunos cambios…

Susan sabía que su padre había intentado cambiar las cosas. Pero solo porque su padre era, bueno, siendo francos, un poco sensiblero.

La reina Keli de Sto Lat lo había hecho duque. Susan sabía lo que significaba el título: duque significaba «caudillo de guerra». Pero su padre nunca había luchado con nadie. Parecía pasar todo su tiempo yendo de una desdichada ciudad-estado a otra, por todas las llanuras Sto, sin hacer otra cosa que hablar con personas e intentar convencerlas de que hablaran con otras personas. Nunca había matado a nadie, al menos que Susan supiera, aunque tal vez hubiera aburrido a unos cuantos políticos hasta la muerte. Eso no parecía un trabajo muy importante para un caudillo de guerra. Había que admitir que en esos días ya no se declaraban tantas pequeñas guerras como solían, pero seguía sin ser… bueno… sin ser una clase de vida de la que sentirse orgulloso.

Susan cruzó la sala de los biómetros. Incluso los que estaban en los estantes más altos se agitaron levemente cuando pasó por debajo.

Ella salvaría vidas. Los buenos podrían seguir viviendo, y los malos morirían jóvenes. Le enseñaría a su abuelo cómo había que hacer las cosas. En cuanto a la responsabilidad, bueno… los humanos siempre introducían cambios. Ser humano consistía precisamente en eso.

Susan abrió otra puerta y entró en la biblioteca. Era una habitación todavía más grande que la sala de los biómetros. Las estanterías se elevaban como acantilados y una neblina oscurecía el techo.

Pero naturalmente sería de lo más infantil, se dijo Susan, pensar que podía ir al mundo agitando la guadaña como si fuera una varita mágica y convertirlo en un sitio mejor de la noche a la mañana. Le podría llevar algún tiempo, así que lo que debía hacer era empezar por algo pequeño y luego ir progresando poco a poco. Extendió una mano.

—No voy a hacer la voz —dijo—. Eso no es más que melodrama innecesario, y en realidad un poco estúpido. Solo quiero el libro de Imp y Celyn, muchísimas gracias.

El ajetreo de la biblioteca continuó a su alrededor. Los millones de libros continuaron escribiéndose a sí mismos calmadamente, con un tenue crujido parecido al que hacen las cucarachas.

Susan recordó haber estado sentada encima de una rodilla o, mejor dicho, haber estado sentada encima de un cojín colocado sobre una rodilla, porque sentarse en la rodilla en sí estaba totalmente descartado. Viendo cómo un dedo huesudo iba siguiendo las letras a medida que estas se formaban sobre la página. Había aprendido a leer su propia vida…

—Estoy esperando —dijo significativamente. Apretó los puños.

IMP Y CELYN, dijo.

El libro apareció ante ella. Susan apenas consiguió cogerlo antes de que cayera al suelo.

—Gracias —dijo.

Fue pasando las páginas de la vida de Imp y Celyn hasta que llegó a la última, y se la quedó mirando. Luego se apresuró a volver atrás hasta que encontró, escrita con una caligrafía impecable, su muerte en el Tambor. Todo estaba allí… y nada era cierto. Imp no había muerto. El libro estaba mintiendo. O —y Susan sabía que aquello era una forma mucho más certera de verlo—, el libro decía la verdad y la realidad estaba mintiendo.

Pero lo más significativo era que, desde el momento de la muerte de Imp, el libro estaba escribiendo música. Había páginas y más páginas cubiertas de pulcros pentagramas. Mientras Susan miraba, una clave se dibujó a sí misma en una serie de minuciosas curvas.

¿Qué quería la música? ¿Por qué tendría que salvarle la vida a Imp?

Era vitalmente importante que fuera Susan la que lo salvara. Susan sentía la certeza como un cojinete metálico en su mente. Era absolutamente imperativo. Ella no conocía de nada a Imp, nunca habían cruzado una sola palabra y él no era más que una persona, pero era a él a quien tenía que salvar.

El abuelo le había dicho que no debía hacer esa clase de cosas. ¿Qué sabía su abuelo acerca de nada? Él nunca había vivido.

Blert Wheedown hacía guitarras. Era un trabajo tranquilo y satisfactorio. Él y su aprendiz, Gibbsson, tardaban unos cinco días en hacer un instrumento decente, si la madera estaba disponible y bien envejecida. Blert era un hombre concienzudo que había dedicado muchos años a la perfección de un tipo de instrumento musical, del que él mismo era un excelente intérprete.

La experiencia le había enseñado que los guitarristas se repartían en tres categorías. Estaban aquellos en los que Blert pensaba como auténticos músicos, que trabajaban en el Edificio de la Ópera o para una de las pequeñas orquestas privadas. Estaban los cantantes tradicionales, que no sabían tocar pero no pasaba nada porque la mayoría de ellos tampoco sabía cantar. Luego estaban los —ejem, ejem— trovadores y demás tipos atezados que pensaban que una guitarra era, al igual que una rosa roja entre los dientes, una caja de bombones y un par de calcetines colocados estratégicamente, otra arma en la batalla de los sexos. Aquellos no tocaban en absoluto, salvo uno o dos acordes, pero eran clientes regulares. Cuando tiene que saltar por la ventana de un dormitorio llevándole muy poca ventaja a un marido furioso, lo que menos preocupa dejar atrás a un galante enamorado es su instrumento.

Blert creía haberlos visto a todos.

Cuidado, lo primero que había hecho aquella mañana fue venderles guitarras a unos cuantos magos. Eso no era habitual. Algunos de ellos incluso habían comprado el manual para guitarra que editaba Blert.

La campanilla sonó.

—¿Sí…? —Blert miró al cliente e hizo un enorme esfuerzo mental—. ¿Sí… señor?

No era solo el jubón de cuero. No eran solo las muñequeras con tachones. No era solo el espadón. No era solo el yelmo con sus pinchos. Era el cuero y los tachones y el espadón y el yelmo. Blert decidió que aquel cliente no podía pertenecer de ningún modo a las categorías uno o dos.

La figura se quedó inmóvil, con aspecto inseguro y las manos apretadas convulsivamente, claramente incómoda con las situaciones de diálogo.

—¿Esto es una tienda de guitarras? —preguntó.

Blert paseó la mirada por la mercancía que colgaba de las paredes y el techo.

—Ejem. ¿Sí? —dijo.

—Yo quiero una.

En cuanto a la categoría tres, aquel cliente no parecía alguien muy acostumbrado a tomarse la molestia de recurrir a bombones o rosas. O ni siquiera a un «hola».

—Ejem… —Blert cogió una guitarra al azar y la sostuvo ante él—. ¿Una como esta?

—Quiero una que haga blam-Blam-blama-BLAM-blammmm-uíiiiiiii. Ya sabe, ¿no?

Blert bajó la mirada hacia la guitarra.

—No estoy muy seguro de que esta haga eso —dijo.

Dos enormes manos de uñas negras se la quitaron de entre los dedos.

—Ejem, la está sosteniendo del rev…

—¿Tienes un espejo?

—Ejem, no…

Una mano peluda se alzó hacia el techo y luego se precipitó sobre las cuerdas.

Los diez segundos siguientes fueron algo que Blert nunca querría repetir. No debería estar permitido que la gente hiciera aquello a un instrumento musical indefenso. Era como criar un pequeño poni, darle de comer y cepillarlo como era debido, trenzarle cintas en la cola, proporcionarle un hermoso campo con conejitos y margaritas, y luego ver cómo el primer jinete se lo lleva con espuelas y un látigo.

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