Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

SOCORRO, SOCORRO. SOCORRO, SOCORRO, dijo.

El sargento se estremeció por el alivio.

¿ESTO AYUDA A LA GENTE A OLVIDAR, ENTONCES?

—¿Olvidar? La gente lo olvida todo cuando se les da el… ejem…

EL POZO.

—¡Sí! ¡Eso es!

AH. ¿LE IMPORTA QUE LE HAGA UNA PREGUNTA?

—¿Cuál?

¿SERÍA MUCHA MOLESTIA QUE ME QUEDARA OTRO DÍA?

El sargento abrió la boca para replicar, y entonces los h’eces atacaron surgiendo por encima de la duna más próxima.

—¿Música? —dijo el patricio—. Ah. Cuéntame más.

Se recostó en su asiento adoptando una actitud que indicaba una escucha atenta. Escuchar se le daba extremadamente bien. El patricio creaba una especie de succión mental. Las personas le decían cosas con tal de evitar el silencio.

Además, a lord Vetinari, el gobernante supremo de Ankh-Morpork, le gustaba bastante la música.

La gente se preguntaba qué clase de música atraería a semejante hombre. Música de cámara muy formalizada, posiblemente, o las óperas llenas de ímpetu y furia.

De hecho, la clase de música que realmente le gustaba al patricio era aquella que nunca se llegaba a interpretar. En su opinión, atormentar a la música relacionándola con pieles curadas, trozos de gato muerto y metales amartillados en forma de cables y tubos la echaba a perder. La música debería permanecer escrita, en la página, en hileras de puntitos y corcheas, pulcramente atrapada entre líneas. Solo allí era pura. Cuando las personas empezaban a hacer cosas con ella era cuando surgía la podredumbre. Era mucho mejor sentarse tranquilamente en una habitación y leer la partitura, sin nada más que un poquito de tinta entre la mente del compositor y tú. Que la tocaran gordos sudorosos y personas con pelos saliéndoles de las orejas y saliva goteando del extremo de su oboe… bueno, la mera idea lo hacía estremecer. Aunque no mucho, porque el patricio nunca hacía nada de manera extrema.

Así pues…

—¿Y entonces qué ocurrió? —preguntó.

—Y entonces él empezó a cantar, suseñoría —explicó Colmante Michael, mendigo con licencia e informador informal—. Se puso a cantar una canción que hablaba de Grandes Bolas Fogosas.

El patricio enarcó una ceja.

—¿Cómo has dicho?

—O algo así, no sé. En realidad no pude distinguir las palabras porque entonces el piano explotó.

—¿Ah? Supongo que eso debió de interrumpir un tanto los procedimientos.

—Qué va, el mono siguió tocando con lo que quedaba —dijo Colmante Michael—. La gente se puso de pie y empezó a aplaudir, a bailar y a dar patadas en el suelo como si hubiera una plaga de cucarachas.

—¿Y dices que los hombres del Gremio de Músicos salieron heridos?

—Fue rarísimo. Luego estaban blancos como sábanas. Al menos —añadió Colmante Michael, pensando en el estado de su propio lecho—, blancos como algunas sábanas…

El patricio echó una mirada a sus informes mientras el mendigo hablaba. Ciertamente había sido una velada extraña. Una bronca en el Tambor… bueno, eso era normal, aunque no sonaba exactamente como la típica bronca y el patricio nunca había oído hablar de magos bailando. Tuvo la impresión de que reconocía las señales… Solo había una cosa que pudiera empeorarlo.

—Dime una cosa —dijo—. ¿Cuál fue la reacción del señor Escurridizo a todo eso?

—¿Cómo dice, suseñoría?

—Me parece que es una pregunta bastante simple.

Colmante Michael se encontró con que las palabras «Pero ¿cómo sabía usted que el viejo Escurridizo estaba allí? Yo nunca dije que…» se ordenaban para ponerse a disposición de su laringe, y luego se pensó por segunda, tercera y cuarta vez si debía decirlas en voz alta.

—Lo único que hizo fue quedarse sentado y mirar, suseñoría. Con la boca abierta. Luego se fue corriendo.

—Ya veo. Oh, cielos. Gracias, Colmante Michael. Eres libre de marchar.

El mendigo titubeó.

—Viejo Apestoso Ron dijo que suseñoría a veces paga por la información —comentó.

—¿Lo dijo? ¿De veras? Con que dijo eso, ¿eh? Bueno, eso sí que es interesante. —Vetinari hizo una anotación en el margen de un informe—. Gracias.

—Ejem…

—No quiero entretenerte más.

—Ejem. No. Que los dioses bendigan a suseñoría —dijo Colmante Michael y salió a la carrera.

Cuando el sonido de las botas del mendigo se desvaneció en la lejanía, el patricio se acercó a la ventana, se quedó ante ella con las manos entrelazadas a la espalda y suspiró.

Probablemente había ciudades-estado, razonó, en las que los gobernantes solo tenían que preocuparse de las cosas pequeñas… invasiones bárbaras, la balanza de pagos, asesinatos, el volcán local que entraba en erupción. No había personas que se dedicaran a abrir la puerta de la realidad y decir metafóricamente: «Hola, adelante, encantado de verlo, qué hacha tan bonita tiene usted ahí, por cierto, ¿puedo sacarle algún dinero ya que está aquí?».

A veces lord Vetinari se preguntaba qué le había ocurrido de verdad al señor Hong. Todo el mundo estaba al tanto de la historia, por supuesto. En términos generales. Pero no sabían exactamente el qué.

Menuda ciudad. En primavera, el río se incendiaba. Aproximadamente una vez al mes, el Gremio de Alquimistas estallaba.

El patricio volvió a su escritorio e hizo otra breve anotación. Empezaba a temer que se vería obligado a hacer matar a alguien.

Después cogió el tercer movimiento del Preludio en Sol Mayor de Fondel y se sentó a leer.

Susan volvió al callejón donde había dejado a Binky. Había media docena de hombres que yacían sobre los adoquines, agarrándose partes de sí mismos y gimiendo. Susan no les prestó atención. Cualquiera que intentase robar el caballo de la Muerte no tardaba en comprender la expresión «todo el dolor del mundo». Binky tenía buena puntería. El mundo en cuestión sería muy pequeño y muy íntimo.

—La música lo estaba tocando a él, no al revés —dijo Susan—. Podía verse. Ni siquiera estoy segura de que sus dedos tocaron las cuerdas.

IIIC.

Susan se frotó la mano. Satchelmouth había resultado tener la cabeza bastante dura.

—¿Puedo matarla sin matarlo a él?

IIIC.

—No hay manera —tradujo el cuervo—. Es lo único que le mantiene con vida.

—Pero el abue… ¡pero él dijo que terminaría matándolo de todas maneras!

—Sí, desde luego el universo es un lugar enorme y maravilloso —repuso el cuervo.

IIIC.

—Pero… mira, si es un… un parásito, o algo por el estilo —dijo Susan, mientras Binky trotaba hacia el cielo—, ¿de qué le va a servir matar a su anfitrión?

IIIC.

—Dice que ahí sí que le has pillado —dijo el cuervo—. Déjame cerca de Quirm, ¿quieres?

—¿Para qué necesita a ese muchacho? —preguntó Susan—. Lo está utilizando, pero ¿para qué?

—¡Veintisiete dólares! —exclamó Ridcully—. ¡Veintisiete dólares para sacarlos a ustedes de allí! ¡Y el sargento no paró de sonreír durante todo el rato! ¡Magos arrestados! Recorrió la hilera de figuras cariacontecidas. —Lo que me gustaría saber es con qué frecuencia se avisa a la Guardia desde el Tambor —dijo Ridcully—. ¿Qué creían estar haciendo ustedes?

—farfullofarfullofarfullo —dijo el decano mirando al suelo.

—¿Cómo ha dicho?

—farfullofarfullobailarfarfullo.

—Bailar —dijo Ridcully sin inmutarse, volviendo sobre sus pasos a lo largo de la fila—. Así que eso es bailar, ¿verdad? ¿Chocar con la gente? ¿Lanzarse unos a otros por encima de los hombros? ¿Ir girando como una peonza por todo el lugar? Ni siquiera los trolls actúan así (y no es que yo tenga nada contra los trolls, cuidado, una gente maravillosa, una gente maravillosa) y se supone que ustedes son magos. Se supone que están por encima del resto, y no porque anden ustedes dando vueltas de campana, sobre sus cabezas, Runas, no crea que no reparé en esa pequeña exhibición, me sentí francamente disgustado. El pobre tesorero ha tenido que ir a acostarse un rato. Bailar es… moverse en círculo, ya saben, las fiestas de mayo y similares, un sano ejercicio, quizá un alegre baile de cuadrilla… y no voltear a la gente como hace un enano con su hacha de guerra (ojo, que los enanos son la sal de la tierra y yo siempre lo he dicho). ¿Me he explicado con suficiente claridad?

—farfullofarfullofarfulloesloquehacíatodoelmundofarfullo —respondió el decano, todavía mirando el suelo.

—¡Nunca pensé que le diría esto a ningún mago que tuviera más de dieciocho años, pero todos tienen prohibido salir hasta nuevo aviso! —gritó Ridcully.

Quedar confinado dentro del campus universitario no suponía un castigo muy severo. Los magos solían desconfiar de cualquier atmósfera que no hubiera pasado una buena temporada bajo techo, y básicamente vivían en una especie de surco entre sus habitaciones y la mesa del comedor. Pero se estaban sintiendo bastante raros.

—farfullofarfullonoentiendoporquéfarfullo —farfulló el decano.

Mucho más tarde, el día en que murió la música, el decano dijo que tenía que haber sido porque él nunca fue realmente joven, o por lo menos joven con el grado suficiente de vejez como para saber que lo era. Como la mayoría de los magos, el decano había iniciado su adiestramiento siendo todavía tan pequeño que el sombrero puntiagudo oficial le cubría las orejas. Después de eso solo había sido, bueno, un mago.

Tuvo la sensación, una vez más, de que se le había escapado algo en algún lugar. El decano no se había dado cuenta de ello hasta el último par de días. No sabía de qué se trataba. Él sólo quería hacer cosas. No sabía cuáles eran esas cosas. Pero quería hacerlas pronto. Quería… se sentía como alguien que llevara toda la vida morando en la tundra y de pronto se despertara una mañana con un profundo impulso de hacer esquí acuático. Lo cierto era que no pensaba quedarse entre cuatro paredes mientras había música en el aire…

—farfullofarfullofarfullonopiensoquedarmeaquídentrofarfullo…

Unos sentimientos desacostumbrados le recorrieron en oleadas. ¡Quería desobedecer! ¡Desobedecerlo todo, la ley de la gravedad incluida! No iba a doblar su ropa antes de ir a la cama. Ridcully diría. «Ah, eres un rebelde, ¿verdad? ¿Y se puede saber contra qué te rebelas?», y entonces él le diría… ¡le diría algo condenadamente memorable, eso era lo que haría! Iba a…

Pero el archicanciller ya se había ido.

—farfullofarfullofarfullo —dijo desafiantemente el decano, rebelde sin pausa.

Hubo una llamada a la puerta, apenas audible por encima del estrépito. Cliff la entreabrió una cautelosa rendija.

—Soy yo, Hibisco. Aquí están vuestras cervezas. ¡Bebedlas y largaos!

—¿Y cómo vamos a salir de aquí? —quiso saber Odro— ¡ Cada vez que nos ven, nos obligan a tocar un poco más!

Hibisco se encogió de hombros.

—Eso a mí me da igual —replicó—. Pero me debéis un dólar por la cerveza y veinticinco dólares por el mobiliario roto…

Cliff le cerró la puerta.

—Podría negociar con él —dijo Odro.

—No, no nos lo podemos permitir —intervino Buddy.

Se miraron el uno al otro.

—Bueno, el público ha quedado encantado con nosotros —dijo Buddy—. Creo que tuvimos un gran éxito. Ejem.

En el silencio que siguió a sus palabras, Cliff arrancó de un mordisco el extremo de una botella de cerveza y derramó el contenido sobre su cabeza.[19]

—Lo que todos queremos saber —dijo Odro— es qué creías que estabas haciendo ahí fuera.

—Oook.

—¿Y cómo es que todos sabíamos lo que había que tocar? —preguntó Cliff, masticando el resto de la botella.

—Oook.

—Y también lo que estabas cantando —añadió Odro.

—Ejem…

—¿«No pises mis nuevas botas azules»? —dijo Cliff.

—Oook.

—¿«La finoli señorita Polly»? —dijo Odro.

—Ejem…

—¿«Encaje de Sto Helit»? —dijo Cliff.

—¿Oook?

—Es un tipo de encaje muy fino que hacen en la ciudad de Sto Helit —explicó Odro.

Odro miró a Buddy de soslayo.

—Y ese momento en el que dijiste: «Hola, nena» —dijo después—. ¿Por qué lo hiciste?

—Ejem…

—Quiero decir que, bueno, en el Tambor ni siquiera dejan entrar a niñas pequeñas.

—No lo sé. Las palabras simplemente estaban ahí —dijo Buddy—. Era como si formaran parte de la música…

—Y te movías… de una manera muy rara. Como si tuvieras ciertos problemas con tus pantalones —dijo Odro—. No soy ningún experto en humanos, desde luego, pero vi cómo algunas señoras del público te miraban igual que un enano mira a una chica cuando sabe que su padre tiene una mina grande con buenas vetas.

—Sí-confirmó Cliff—, y como cuando un troll está pensando: «Eh, fijaos en los estratos que tiene esa de ahí…».

—Tú estás seguro de que no tienes ni una gota de sangre élfica, ¿verdad? —insistió Odro—. Porque en una o dos ocasiones me pareció que estabas actuando un poco como… elvish.

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