Los magos se hallaban muy cerca del escenario. Los magos siempre tienden a conseguir buenos asientos. A Ridcully le pareció distinguir unos murmullos y ver algunas sombras moviéndose detrás de la sábana.
—Ha preguntado que cómo nos llamamos.
—Cliff, Buddy, Odro y el Bibliotecario. Creía que eso ya lo sabía.
—No, hemos de tener un nombre para todos nosotros.
—¿Están racionados, entonces?
—Algo así como Los Alegres Trovadores, quizá.
—¡Oook!
—¿Odro y las Odrettes?
—¿Ah, sí? ¿Qué tal Cliff y las Clifettes?
—¿Oook ook Oook-ook?
—No. Necesitamos un tipo de nombre diferente. Como la música.
—¿Qué os parece Oro? Es un buen nombre enano.
—No. Algo diferente a eso.
—Plata, entonces.
—¡Ook!
—Me parece que no deberíamos llamarnos igual que ninguna clase de metal pesado, Odro.
—¿Qué hay de especial en esto? Somos una banda de gente que toca música.
—Los nombres son importantes.
—La guitarra es especial. ¿Qué os parecería La Banda Con La Guitarra De Buddy Dentro De Ella?
—Oook.
—Algo un poquito más corto.
—Ejem…
El universo contuvo el aliento.
—¿La Banda Con Rocas Dentro?
—Me gusta. Corto y ligeramente sucio, igualito que yo.
—Oook.
—También deberíamos pensar un nombre para la música.
—Tiene que ocurrírsenos tarde o temprano.
Ridcully paseó la mirada por la barra.
En el extremo opuesto de la sala estaba Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, el hombre de negocios más espectacularmente fracasado de Ankh-Morpork. Escurridizo estaba intentando venderle a alguien uno de sus criminales perritos calientes, señal de que alguna aventura empresarial reciente de éxito garantizado se acababa de derrumbar. Escurridizo solo vendía sus salchichas calientes cuando todo lo demás fallaba.[18]
Envió a Ridcully un saludo gratis con la mano.
La siguiente mesa estaba ocupada por Satchelmouth Lemon, un encargado de reclutamiento del Gremio de Músicos, junto a un par de colaboradores cuyo conocimiento aparente de la música terminaba en la cantidad de percusión que ofrecía el cráneo humano. La expresión resuelta de Lemon indicaba que no se encontraba allí por placer, aunque el hecho de que los otros oficiales del Gremio tuvieran cara de malas pulgas más bien daba a entender que estaba allí por el placer de otras personas, básicamente a fin de despojarlas de él.
Ridcully empezó a animarse. La velada quizá pudiera ser más interesante de lo que había esperado.
Había otra mesa cerca del escenario. Ridcully casi la pasó de largo, pero de pronto su mirada volvió a aquella mesa por voluntad propia.
Había una joven sentada allí, completamente sola. Por supuesto, no era raro ver mujeres jóvenes en el Tambor. Ni siquiera cuando se trataba de mujeres jóvenes sin compañía. Generalmente se encontraban allí para conseguir esa compañía.
Lo extraño era que, si bien la clientela se amontonaba a lo largo de los bancos, aquella joven tenía espacio libre a su alrededor. Ridcully pensó que era bastante atractiva dentro del género delgadito. ¿Cuál era la palabra que utilizaban los jóvenes para referirse a ellas? Picareta, o algo por el estilo. Llevaba la clase de vestido de encaje negro que lucían las jóvenes sanas que querían parecer tísicas, y tenía un cuervo posado en el hombro.
La joven volvió la cabeza, vio que Ridcully la estaba mirando y se desvaneció. Más o menos.
Después de todo, Ridcully era un mago. El archicanciller sintió que le empezaban a llorar los ojos mientras la imagen de la joven parpadeaba en su visión.
Ah. Bueno, Ridcully había oído decir que las Hadas de los Dientes andaban por la ciudad. Aquella chica sería una de las habitantes de la noche. Probablemente tendrían días libres, igual que todo el mundo.
Un movimiento en la mesa hizo que bajara la vista. La Muerte de las Ratas pasó corriendo junto a él, llevando un cuenco de cacahuetes.
Se volvió hacia los magos. El decano todavía llevaba su sombrero puntiagudo. También había algo ligeramente reluciente en su rostro.
—Parece que tiene usted un poco de calor, decano —dijo Ridcully.
—Oh, le aseguro que estoy muy fresco y a gusto, archicanciller-declaró el decano.
Algo fluyó lentamente junto a su nariz.
El catedrático de Runas Recientes olisqueó el aire con suspicacia.
—¿Alguien está cocinando beicon? —preguntó.
—Quíteselo, decano. Se sentirá mucho mejor —aconsejó Ridcully.
—Pues a mí más bien me recuerda al olor de la Casa del Afecto Negociable de la señora Palma —dijo el prefecto mayor.
Todos lo miraron con sorpresa.
—Una vez pasé casualmente por delante —se apresuró a añadir.
—Runas, ¿querría hacer el favor de quitarle el sombrero al decano? —pidió Ridcully.
—Le aseguro que…
El sombrero salió. Algo largo, grasiento y casi con la misma forma puntiaguda del sombrero cayó pesadamente hacia delante.
—¿Qué le ha hecho a su pelo, decano? —terminó preguntando Ridcully—. Parece un pincho por delante y el culo de un pato, disculpe mi klatchiano, en la parte de atrás. Y todo él reluce.
—Manteca de cerdo. De ahí el olor a beicon —dijo el catedrático.
—Cierto —aceptó Ridcully—, pero ¿qué me dice del olor floral?
—… farfullofarfullofarfullolavandafarfullo… —dijo el decano hoscamente.
—¿Cómo ha dicho, decano?
—He dicho que es porque le añadí aceite de lavanda —respondió el decano alzando la voz—. Y da la casualidad de que algunos de nosotros pensamos que es un peinado de lo más elegante, muchísimas gracias. ¡Su problema, archicanciller, es que no entiende a la gente de nuestra edad!
—¿Qué…? ¿Se refiere a quienes tienen siete meses más que yo? —se escandalizó Ridcully.
Esta vez el decano titubeó.
—¿Qué acabo de decir? —dijo después.
—¿Ha estado tomando píldoras de extracto de rana, amigo? —preguntó Ridcully.
—¡Por supuesto que no! ¡Esas píldoras son para los que padecen inestabilidad mental! —declaró el decano.
—Ah. Ahí está el problema, entonces.
El telón subió o, más bien, fue apartado a trompicones hacia un lado.
La Banda Con Rocas Dentro parpadeó bajo el resplandor de las antorchas.
Nadie aplaudió. Por otra parte, tampoco nadie tiró nada. Para lo que se estilaba en el Tambor, aquello era una cálida bienvenida. Ridcully vio a un joven alto y de cabellos rizados que aferraba lo que parecía una guitarra desnutrida, o posiblemente un banjo que se hubiera utilizado en alguna pelea. Junto a él había un enano que empuñaba un cuerno de batalla. Detrás había un troll, con un martillo en cada manaza, sentado detrás de un montón de rocas. Y a un lado del escenario estaba el Bibliotecario, de pie ante… Ridcully se inclinó hacia delante… lo que parecía ser el esqueleto de un piano, colocado encima de unos barriles de cerveza. El muchacho parecía paralizado por la atención. Dijo:
—Hola… ejem… Ankh-Morpork.
Y, como si aquella cantidad de conversación lo hubiera agotado, empezó a tocar.
Era un ritmo muy simple, que podrías haber pasado por alto sin ninguna dificultad en caso de encontrarte con él en la calle. Le siguió una secuencia de estruendosos acordes y entonces Ridcully reparó en que de hecho los acordes no le siguieron, ya que el ritmo continuaba allí todo el tiempo. Lo cual era imposible. Ninguna guitarra se podía tocar de esa manera.
El enano sopló una secuencia de notas en el cuerno. El troll se unió al compás. El Bibliotecario dejó caer ambas manos sobre el teclado del piano, aparentemente al azar.
Ridcully nunca había oído semejante estrépito. Y de pronto…, de pronto…, ya no fue un estrépito. Era como todas aquellas insensateces acerca de la luz blanca de las que siempre hablaban los magos jóvenes del Edificio de Magia de Altas Energías. Decían que todos los colores unidos creaban el blanco, lo cual según Ridcully era una puta estupidez porque todo el mundo sabía que si mezclabas todos los colores a los que pudieras echar mano, se obtenía una especie de pasta marrón verdosa que ciertamente no era ninguna clase de blanco. Pero en esos momentos Ridcully tuvo una vaga idea de lo que querían decir.
El tupé del decano estaba temblando. Toda la multitud se estaba moviendo.
Ridcully se dio cuenta de que un pie suyo estaba golpeando el suelo rítmicamente. Se lo pisó con su otro pie.
Luego contempló cómo el troll acentuaba el ritmo y martilleaba las rocas hasta que temblaron las paredes. Las manos del Bibliotecario volaban sobre el teclado. Luego sus pies hicieron lo mismo. Y durante todo ese tiempo la guitarra aullaba y chillaba y cantaba con fuerza la melodía.
Los magos daban botes en sus asientos y hacían girar los dedos en el aire.
Ridcully se levantó, se inclinó sobre el tesorero y le habló a gritos.
—¿Qué? —gritó el tesorero.
—¡He dicho que todos se han vuelto locos excepto usted y yo!
—¿Qué?
—¡Es la música!
—¡Sí! ¡Es magnífica! —dijo el tesorero, agitando sus flacas manos en el aire.
—¡Y no estoy demasiado seguro acerca de usted!
Ridcully volvió a sentarse y sacó el taumómetro. Estaba vibrando frenéticamente, lo cual no era de ninguna ayuda. El instrumento no parecía ser capaz de decidir si aquello era magia o no.
Asestó un fuerte codazo al tesorero.
—¡Esto no es magia! ¡Esto es otra cosa!
—¡Ya lo creo!
Ridcully tuvo la sensación de que de pronto no estaba hablando el lenguaje correcto.
—¡Quiero decir que es demasiado!
—¡Sí!
Ridcully suspiró.
—¿No va siendo hora de que se tome su píldora de extracto de rana?
Brotaban nubes de humo del piano destrozado. Las manos del Bibliotecario se movían por las teclas como Casavieja en un convento de monjas.
Ridcully miró a su alrededor. Se sentía absolutamente solo.
Había alguien más que no se había rendido a la música. Sat-chelmouth acababa de levantarse, al igual que sus dos colaboradores.
Habían sacado de alguna parte varios garrotes nudosos. Ridcully conocía las leyes gremiales. Había que hacerlas cumplir, naturalmente. No se podía administrar una ciudad sin ellas. Estaba claro que aquella música no tenía licencia; si alguna vez hubo una música sin licencia, tenía que ser aquella. Aun así… Ridcully se subió la manga y preparó una bola de fuego rápida, solo por si acaso.
Uno de los hombres soltó su garrote y se cogió el pie. El otro dio media vuelta como si algo acabara de darle en la oreja. El sombrero de Satchelmouth se curvó hacia dentro, como si alguien acabara de atizarle en la cabeza.
Ridcully, con un ojo llorándole terriblemente, creyó entrever al Hada de los Dientes golpeando con el mango de la guadaña la cabeza de Satchelmouth.
El archicanciller era un hombre bastante inteligente, pero solía tener problemas para obligar a su tren de pensamientos a cambiar de vía. En esos momentos estaba teniendo serias dificultades con la idea de una guadaña, porque después de todo la hierba no tenía dientes… y entonces la bola de fuego le quemó los dedos y justo entonces, mientras el archicanciller se los chupaba frenéticamente, se dio cuenta de que había algo en el sonido. Algo extraordinario.
—Oh, no —dijo mientras la bola de fuego flotaba hacia el suelo e inflamaba la bota del tesorero—, está viva.
Cogió la jarra de cerveza, se terminó apresuradamente su contenido y, dándole la vuelta, la incrustó en el tablero de la mesa.
La luna brillaba sobre el desierto klatchiano, en la vecindad de la línea de puntos. Ambos lados de ella recibían exactamente la misma cantidad de luz lunar, aunque mentes como la del señor Clete deploraran esa situación.
El sargento paseaba por la arena compacta de la plaza de armas. Se detuvo, se sentó y sacó un purito de su bolsillo. Luego sacó una cerilla, se inclinó y la rascó en algo que sobresalía de la arena, lo cual dijo:
BUENAS NOCHES.
—Supongo que ya habrás tenido suficiente, ¿eh, soldado? —dijo el sargento.
¿SUFICIENTE DE QUÉ, SARGENTO?
—Dos días al sol, sin comida, sin agua… Supongo que estarás delirando de sed y suplicando que te saquen de la arena, ¿eh?
SÍ. CIERTAMENTE ESTO ES MUY ABURRIDO.
—¿Aburrido?
ME TEMO QUE SÍ.
—¿Aburrido? ¡No se pretende que sea aburrido! ¡Esto es el Pozo! ¡Se pretende que sea una horrible tortura física y mental! Después de un día en él se supone que eres un… —El sargento miró a hurtadillas algo que llevaba escrito en la muñeca—. ¡… Un loco rabioso! ¡Llevo todo el día observándote! ¡Ni siquiera has gemido! No puedo estar sentado en mi… cosa, te sientas allí, hay papeles y demás…
DESPACHO.
—¡… Trabajando, contigo fuera de esta manera! ¡No puedo soportarlo!
Veau Carcasse miró hacia arriba. Le pareció que iba siendo hora de tener un gesto amable.