Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

Era, indudablemente, un arpa hermosa. Muy rara vez consigue un artesano que algo le salga tan bien que resulta imposible imaginar cómo mejorarlo. Esta vez ni se había molestado en añadir algún adorno. Habría sido como cometer un sacrilegio.

Y era nueva, algo muy poco habitual en Nellofselek. La mayoría de las arpas eran viejas. No es que se desgastasen. A veces necesitaban otro armazón, un cuello o cuerdas nuevas, pero el arpa en sí continuaba existiendo. Los bardos viejos decían que las arpas mejoraban con el tiempo, aunque los viejos siempre tienden a decir ese tipo de cosas a pesar de la experiencia cotidiana.

Imp tañó una cuerda. La nota flotó un tiempo en el aire y se extinguió. El arpa era nueva y reluciente y ya cantaba igual que una campana. Lo que podría llegar a ser dentro de cien años era inimaginable.

El padre de Imp había dicho que todo aquello eran sandeces, que el futuro estaba escrito en las piedras y no en las notas. Aquello solo había sido el inicio de la discusión.

Luego el padre de Imp había dicho cosas, y el joven Imp había dicho cosas, y de pronto el mundo pasó a ser un lugar nuevo y desagradable, porque uno no puede desdecirse de las cosas una vez han sido dichas.

—¡Tú no sabes nada! —había dicho Imp—. ¡No eres más que un viejo estúpido! ¡Pero yo le estoy dando mi vida a la música! ¡Pronto llegará el día en el que todos dirán que fui el músico más grande del mundo!

Palabras estúpidas. Como si a un bardo pudiera importarle cualquier opinión que no fuera la de otros bardos, que habían pasado una vida entera aprendiendo a escuchar la música.

Pero dichas, aun así. Y si son dichas con la pasión apropiada y en ese momento los dioses están aburridos, a veces el universo volverá a formarse alrededor de palabras como esas. Las palabras siempre han tenido el poder de cambiar el mundo.

Ten cuidado con lo que deseas. Nunca sabes quién estará escuchando.

O qué, ya puestos.

Porque, a lo mejor, algo podría estar flotando a la deriva entre los universos, y unas pocas palabras de la persona equivocada en el momento adecuado podrían hacerle variar el rumbo…

Muy lejos de allí, en la bulliciosa metrópolis de Ankh-Morpork, unas chispas corretearon por una pared desnuda, y luego…

… hubo una tienda. Una vieja tienda de instrumentos musicales. Nadie se dio cuenta de su llegada. Tan pronto como apareció, la tienda siempre había estado allí.

La Muerte estaba en su asiento contemplando la nada, con el hueso de la barbilla apoyado en las manos.

Albert se fue acercando con mucha cautela.

Una fuente de continuo desconcierto para la Muerte en sus momentos de mayor introspección, y estaba pasando por uno de ellos, era por qué su sirviente siempre pisaba el suelo por el mismo camino.

QUIERO DECIR QUE, pensó, TENIENDO EN CUENTA LAS DIMENSIONES DE LA HABITACIÓN…

… la cual se prolongaba hasta el infinito, o tan cerca de él como para que no hubiera diferencia. En realidad, medía cosa de un kilómetro y medio. Eso es grande para una habitación, pero sigue quedando lejos del infinito.

La Muerte se había dejado llevar por el entusiasmo cuando creó la casa. El tiempo y el espacio eran cosas para ser manipuladas, no obedecidas. Las dimensiones internas habían sido un poco demasiado generosas. Había olvidado que debía hacer el exterior más grande que el interior. Con el jardín había ocurrido lo mismo. Cuando empezó a interesarse algo más por aquellas cosas, reparó en el papel que las personas parecían atribuir al color en conceptos como, por ejemplo, las rosas. En cambio, la Muerte las había hecho negras. Le gustaba el negro. Iba bien con cualquier cosa. Tarde o temprano, el negro iba bien con todo.

Los humanos a los que había conocido —y eran unos cuantos— respondieron al tamaño imposible de las habitaciones de una manera extraña: no le hicieron el menor caso.

Por ejemplo, Albert. La gran puerta se había abierto, Albert había dado un paso, manteniendo en un cuidadoso equilibrio una taza y un platito…

… y al instante ya estaba muy adentro de la habitación, justo donde empezaba el cuadrado relativamente pequeño de alfombra que rodeaba el escritorio de la Muerte. La Muerte dejó de preguntarse cómo había recorrido Albert todo aquel espacio intermedio cuando cayó en la cuenta de que, para su sirviente, no existía absolutamente ningún espacio intermedio.

—Le he traído una infusión de manzanilla, amo —dijo Albert.

¿MMM?

—¿Amo?

DISCULPA. ESTABA PENSANDO. ¿QUÉ HAS DICHO?

—¿Manzanilla?

CREÍA QUE LA MANZANILLA ERA UN TIPO DE JABÓN.

—Se puede poner en el jabón o en una infusión, amo —aclaró Albert. Estaba preocupado. Siempre se preocupaba cuando la Muerte empezaba a pensar en cosas. Su trabajo no era el más apropiado para pensar en las cosas, y además la Muerte siempre pensaba en ellas de la peor manera posible.

ESO ES DE GRAN UTILIDAD. LIMPIA POR DENTRO Y TAMBIÉN POR FUERA.

La Muerte volvió a apoyar la barbilla en las manos.

—¿Amo? —dijo Albert pasado un rato.

¿MMM?

—Si lo deja ahí se va a enfriar.

ALBERT…

—¿Síseñor?

He ESTADO PREGUNTÁNDOME…

—¿Amo?

¿EN QUÉ CONSISTE TODO? ¿EN SERIO? ¿CUANDO LLEGAS AL FONDO DEL ASUNTO?

—Oh. Ejem. Pues no sabría decirle, amo.

YO NO QUERÍA HACERLO, ALBERT. TÚ LO SABES. AHORA SÉ A QUÉ SE REFERÍA ELLA. Y NO SOLO ACERCA DE LAS RODILLAS.

—¿Quién, amo?

No hubo ninguna respuesta.

Albert miró atrás en cuanto llegó a la puerta. La Muerte volvía a contemplar el vacío. Nadie sabía hacerlo como él.

No ser vista no era un gran problema. Lo que resultaba un poco más preocupante eran las cosas que ella veía a todas horas.

Estaban los sueños. No eran más que sueños, desde luego. Susan sabía que según la teoría moderna los sueños solo eran imágenes que iban saliendo mientras el cerebro archivaba los sucesos del día. Se habría sentido un poco más tranquila si los sucesos del día hubieran incluido en alguna ocasión caballos blancos voladores, enormes habitaciones oscuras y montones de calaveras.

Al menos no eran más que sueños. Susan había visto otras cosas. Por ejemplo, nunca había hablado de aquella mujer tan extraña que vio en el dormitorio la noche que Rebecca Snell puso un diente debajo de la almohada. Susan la había visto entrar por la ventana abierta y detenerse junto a la cama. Se parecía un poquito a las chicas que ordeñaban a las vacas y no daba ningún miedo, y eso que había caminado atravesando los muebles. Hubo un suave tintineo de monedas. A la mañana siguiente, el diente había desaparecido y Rebecca era cincuenta peniques más rica.

Susan odiaba esa clase de cosas. Sabía que las personas mentalmente inestables solían hablar a los niños de las Hadas de los Dientes, pero eso no era motivo para que existieran. Indicaba un esquema mental confuso. A Susan le desagradaban los esquemas mentales confusos que, en cualquier caso, siempre suponían una falta grave bajo el régimen de vida establecido por la señorita Trasero.

Que, por lo demás, no era particularmente malo. La señorita Eulalie Trasero y su colega, la señorita Delcross, habían fundado el colegio basándose en la asombrosa idea de que, dado que las jovencitas no tenían gran cosa que hacer hasta que alguien se casara con ellas, bien podían mantenerse ocupadas aprendiendo cosas.

Había montones de escuelas en el mundo, pero todas estaban dirigidas por las distintas Iglesias o por los gremios. La señorita Trasero estaba en contra de las Iglesias por razones lógicas, y deploraba el hecho de que los únicos gremios que consideraban a las muchachas merecedoras de ser educadas fuesen el de Ladrones y el de Costureras. Pero allí fuera había un mundo muy grande y peligroso, y a ninguna jovencita podía perjudicarle salir a enfrentarse a él armada con unos buenos conocimientos de geometría y astronomía debajo del corpiño. Y es que la señorita Trasero estaba sinceramente convencida de que no existía ninguna diferencia básica entre los chicos y las chicas.

Al menos, ninguna de la cual valiese la pena hablar.

Ninguna de la que la señorita Trasero estuviera dispuesta a hablar, en todo caso.

Como consecuencia de ello, la señorita Trasero creía en alentar el pensamiento lógico y una saludable mente inquisitiva entre las jóvenes a su cargo, un curso de acción que, en lo que concierne a la prudencia, corría a la par con ir a cazar cocodrilos en una balsa de cartón durante la temporada de lluvias.

Por ejemplo, cuando la señorita Trasero aleccionó al alumnado, con su puntiaguda barbilla temblando, sobre los peligros que encontrarían en la ciudad, trescientas mentes impulsadas por una sana curiosidad decidieron que: 1) dichos peligros debían ser catados a la menor oportunidad, mientras que el pensamiento lógico se preguntó: 2) cómo conocía exactamente la señorita Trasero aquellos peligros. Los altos muros erizados de pinchos que circundaban el recinto del colegio parecían cosa fácil a cualquier poseedora de una mente fresca y repleta de trigonometría y de un cuerpo puesto a punto por la sana práctica de la esgrima, los ejercicios calisténicos y las duchas frías. La señorita Trasero podía hacer que el peligro pareciera verdaderamente interesante.

En cualquier caso, ese fue el incidente de la visitante de medianoche. Pasado un tiempo, Susan empezó a pensar que se lo había imaginado. Aquella era la única explicación lógica. Y a Susan se le daban muy bien las explicaciones lógicas.

Dicen que todo el mundo anda buscando algo.

Imp estaba buscando algún sitio adonde ir.

La carreta de granja que lo había transportado durante el último trecho del viaje se alejaba traqueteante por los campos.

Miró el indicador. Un brazo señalaba a Quirm y el otro hacia Ankh-Morpork. Imp sabía justo lo suficiente del mundo como para saber que Ankh-Morpork era una gran ciudad, pero estaba edificada sobre terreno margoso y, por tanto, no tenía ningún interés para los druidas de su familia. Imp disponía de tres dólares de Ankh-Morpork y algo de calderilla, lo cual quizá no fuese gran cosa allí.

No sabía nada acerca de Quirm, excepto que se encontraba en la costa. El camino que llevaba a Quirm no parecía, muy desgastado por el uso, mientras que en el que conducía a Ankh-Morpork se veían marcas profundas de roderas.

Lo más sensato habría sido ir a Quirm para tomarle el pulso a la vida en la ciudad. Lo más sensato habría sido enterarse un poco de cómo pensaba la gente de ciudad antes de dirigirse a Ankh-Morpork, que, según decían, era la ciudad más grande del mundo. Lo más sensato habría sido encontrar alguna clase de trabajo en Quirm y reunir un poco de efectivo extra. Lo más sensato habría sido aprender a andar antes de echar a correr.

El sentido común le dijo todas esas cosas a Imp, así que se encaminó decididamente hacia Ankh-Morpork.

En lo que concernía al aspecto, Susan siempre hacía pensar a la gente en un diente de león después de que alguien pidiera un deseo. El colegio vestía a sus jovencitas con una holgada bata azul marino, que cubría desde el cuello hasta justo por encima del tobillo: práctica, higiénica y tan atractiva como una tabla. La cinturilla le quedaba aproximadamente al nivel de la rodilla. Susan estaba empezando a llenarla, no obstante, de acuerdo con las antiguas reglas a las que la señorita Delcross aludía de manera errática y vacilante en las clases de biología e higiene. Las jovencitas salían de clase de la señorita Delcross con la vaga impresión de que debían acabar casándose con un conejo. (Susan había salido con la impresión de que el esqueleto de cartón que colgaba de un gancho en el rincón se parecía mucho a alguien que ella había conocido…)

Lo que hacía que la gente se detuviera y se volviese a mirarla era su pelo. Era del blanco más puro, salvo por un mechón negro. Las normas de la escuela exigían llevarlo recogido en dos trenzas, pero el pelo de Susan tenía una extraña tendencia a soltarse por sí solo y volver rápidamente a su forma preferida, como las serpientes de Medusa. [2]

Y luego estaba la marca de nacimiento, si es que lo era. Solo se hacía visible cuando Susan se ruborizaba; entonces aparecían tres tenues líneas muy pálidas que le cruzaban la mejilla y le daban el aspecto de que acabaran de abofetearla. En las ocasiones en que Susan se ponía furiosa —y Susan se enfurecía bastante a menudo, ante la profunda estupidez del mundo—, aquellas tres líneas relucían.

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