—Bueno, es pegadizo —repuso el decano. —Yo diría que es contagioso —dijo Ridcully. El catedrático de Runas Recientes tenía el ceño fruncido por la concentración. Los tenedores repiqueteaban encima de la madera. Una cuchara recibió un golpe desviado, voló por los aires y le dio en la oreja al tesorero.
—¿Qué cuernos se cree que está haciendo?
—¡Eso me ha dolido de verdad!
Los magos hicieron corro alrededor del catedrático de Runas Recientes. Este no les prestó la menor atención. El sudor le caía por la barba.
—Acaba de romper las vinagreras —dijo Ridcully.
—Me va a doler durante horas.
—Sí, es más ardiente que la guindilla —observó el decano.
—Pero tiene menos fe que un grano de mostaza —dijo el prefecto mayor.
Ridcully se irguió y levantó una mano.
—Y ahora alguien va a decir algo como «Acabará más molido que la pimienta» —dijo—. O «Menudo salero tiene», o apuesto a que todos están intentando pensar en algo estúpido que decir sobre la nuez moscada. Bien, pues a mí me gustaría saber qué diferencia hay entre esta institución académica y una pandilla de idiotas con el cerebro de un guisante.
—Jajajá —masculló nerviosamente el tesorero, que todavía se estaba frotando la oreja.
—No era una pregunta retórica.
Ridcully le quitó los cuchillos de las manos al catedrático. Este siguió golpeando el aire durante unos instantes y luego pareció despertar.
—Ah, hola, archicanciller. ¿Hay algún problema?
—¿Qué estaba haciendo?
Runas Recientes bajó la mirada hacia la mesa.
—Estaba sincopando —respondió el decano por él.
—¡Yo nunca he hecho eso!
Ridcully frunció el ceño. El archicanciller era un hombre rudo, resuelto, con el tacto de un martillo pilón y aproximadamente el mismo sentido del humor, pero no era idiota. Sabía que los magos eran como las veletas, o los canarios que utilizaban los mineros para detectar bolsas de gas. Estaban sintonizados por naturaleza con una frecuencia oculta. Si ocurría algo extraño, entonces tendía a ocurrirles a los magos. Por así decirlo, se giraban de cara a ello. O se caían de su percha.
—¿Por qué de repente todo el mundo se ha vuelto tan musical? —dijo—. Utilizando el término en su sentido más amplio, desde luego. —Contempló a los magos reunidos ante él. Y luego bajó la mirada hacia el suelo—. ¡Todos tienen gomón en los zapatos!
Los magos se miraron los pies con cierta sorpresa.
—Vaya, ya me parecía a mí que había crecido un poquito —comentó el prefecto mayor—. Yo lo había atribuido a la dieta del apio.[16]
—El calzado apropiado para un mago son los zapatos puntiagudos o unas buenas botas resistentes —dijo Ridcully—. Cuando el calzado de uno se engamona, es que algo va mal.
—Es gomón —aclaró el decano—. Con O, no con…
Ridcully respiró pesadamente.
—Cuando tus botas cambian por sí solas… —gruñó.
—¿Es que la magia anda suelta?
—Jajajá, muy buena, prefecto mayor —se regocijó el decano.
—Quiero saber qué es lo que está pasando —dijo Ridcully en voz baja y pausada—, y si no se callan todos ahora mismo va a haber problemas.
Metió la mano en los bolsillos de su túnica y, tras unos comienzos en falso, sacó un taumómetro de bolsillo. Lo alzó. En la Universidad Invisible siempre había un alto nivel de magia de fondo, pero la pequeña aguja se encontraba en la zona de «Normal». Como promedio, al menos. La cruzaba hacia atrás y hacia delante como un metrónomo.
Ridcully inclinó el taumómetro para que todos pudieran verlo.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¿Un compás de cuatro por cuatro? —dijo el decano.
—La música no es magia —dijo Ridcully—. No sea bobo, hombre. La música no es más que tañidos y golpes y…
Se calló.
—¿Alguien se está callando algo que debería contarme?
Los magos se miraron con nerviosismo los pies de gamuza azul.
—Bueno —dijo el prefecto mayor—, es cierto que anoche, ejem, yo, es decir, algunos de nosotros, nos pasamos casualmente por el Tambor Remendado…
—Viajeros Bona Fide —intervino Runas Recientes—. Los Viajeros Bona Fide tienen permitido Tomarse una Copa en los Establecimientos Autorizados a cualquier Hora del Día o de la Noche. Estatutos de la ciudad, ya sabe.
—¿Y desde dónde viajaban ustedes? —preguntó Ridcully.
—Desde el Puñado de Uvas.
—Eso queda justo al doblar la esquina.
—Sí, pero estábamos… cansados.
—De acuerdo, de acuerdo —aceptó Ridcully, con la voz de quien sabe que seguir tirando del hilo hará que se deshaga toda la chaqueta—. ¿Y el Bibliotecario estaba con ustedes?
—Ya lo creo.
—Sigan.
—Bueno, estaba esa música…
—Era como… elástica-dijo el prefecto mayor.
—Siguiendo a la melodía —dijo el decano.
—Era… —… algo así como…
—… en cierta manera hace…
—… es como si se te metiera bajo la piel y te hiciera sentir efervescente —dijo el decano—. Por cierto, ¿alguien tiene un poco de pintura negra? He mirado en todas partes.
—Bajo la piel —murmuró Ridcully. Se rascó la barbilla—. Oh, cielos. Una de esas cosas. Se está volviendo a filtrar algo dentro del universo, ¿eh? Influencias llegadas del Exterior, ¿no? ¿Recuerdan lo que sucedió cuando el señor Hong abrió su puesto de pescado para llevar en el solar del viejo templo en la calle Dagón? Y luego también pasó todo aquello de las imágenes en acción. Yo estuve en contra desde el primer momento. Y lo de aquellas cosas de alambre sobre ruedas. Este universo tiene más condenados agujeros que un queso de Quirm. Bueno, en…
—Queso de Lancre —dijo el prefecto mayor servicialmente—. El que tiene agujeros es el de Lancre. El de Quirm es el que tiene las hebras azules.
Ridcully lo miró fijamente.
—En realidad, la sensación no era de magia —observó el decano.
Suspiró. Tenía setenta y dos años. Aquella música le había hecho sentir que volvía a tener diecisiete. El decano no recordaba haber tenido diecisiete años; aquello era algo que debía de haberle ocurrido mientras estaba ocupado en otra cosa. Pero aquella música le había hecho sentir tal como se imaginaba que se sentía uno a los diecisiete años, que era como llevar siempre una chaqueta al rojo vivo bajo la piel.
Quería volver a oírla.
—Creo que esta noche volverán a tenerlos actuando —se atrevió a decir—. Podríamos, ejem, pasar por allí y escuchar. Para averiguar algo más acerca de ello, por si representase una amenaza para la sociedad —añadió virtuosamente.
—Exacto, decano —aplaudió Runas Recientes—. Es nuestro deber cívico. Somos la primera línea de defensa sobrenatural de la ciudad. Por ejemplo, supongamos que empezaran a salir horribles criaturas de la nada.
—¿Qué ocurriría entonces? —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.
—Bueno, que estaríamos allí.
—¿Ah, sí? ¿Y eso es bueno?
Ridcully miró a los magos. Dos de ellos estaban golpeando a hurtadillas el suelo con los pies. Y varios de ellos parecían estar crispándose, muy tenuemente. El tesorero siempre se estaba crispando tenuemente, claro está, pero eso era solo su manera de ser.
Como canarios, pensó. O como pararrayos.
—Muy bien —dijo de mala gana—. Iremos. Pero no llamaremos la atención.
—Ciertamente, archicanciller.
—Y cada uno se pagará su copa.
—Oh.
El cabo (posiblemente) Algodón saludó ante el sargento del fuerte, que estaba intentando afeitarse.
—Es el nuevo recluta, señor —dijo—. No quiere obedecer las órdenes.
El sargento asintió y luego contempló con expresión extrañada lo que sujetaba en su propia mano.
—Es una navaja, señor —aclaró el cabo en actitud servicial—. No para de decir cosas como TODAVÍA NO ESTÁ SUCEDIENDO.
—¿Ha probado a enterrarlo hasta el cuello en la arena? Por lo general da resultado.
—Eso es un poco… hummm… estooo… desagradable para la gente… hace un momento lo tenía en la punta de la lengua… —El cabo chasqueó los dedos—. Ah, sí. Cruel, eso es. Hoy día ya no le damos nunca el… Pozo… a la gente.
—Esto es la… —el sargento se miró la palma de la mano izquierda, donde había varias líneas de escritura—, la Legión Extranjera.
—Sí, señor. Tiene usted razón, señor. Es un tipo raro. Se sienta y luego ya no se mueve del sitio. Lo llamamos Veau Carcasse, señor.
El sargento contempló el espejo con ojos llenos de perplejidad.
—Es su cara, señor —dijo el cabo.
Susan se observó con mirada crítica.
Susan… no era un buen nombre, ¿verdad? Tampoco era que fuese un nombre espantoso como el de la pobre Betadina en el cuarto curso, o Ernestina, un nombre que significa «vaya, queríamos un chico». Pero era muy soso. Susan. Sue. La buena de Sue. Era un nombre que preparaba bocadillos, nunca perdía la cabeza en circunstancias difíciles y en el que se podía confiar para que cuidara a los hijos de otras personas.
No era el nombre de ninguna rema o diosa en ninguna parte.
Ni siquiera se podía hacer gran cosa con la manera de escribirlo. Podías convertirlo en Suzi, y entonces sonaba como si bailaras encima de las mesas para ganarte la vida. Podías añadirle una zeta y un par de enes y una e, pero seguía pareciendo un nombre con anexos. Tenía tan poco arreglo como Sara, un nombre que pedía a gritos una H prostética.
Bueno, al menos podía hacer algo acerca de su aspecto.
Era la túnica. La túnica podía ser todo lo tradicional que quisiera, pero… Susan no lo era. La alternativa era su uniforme de la escuela o una de las creaciones en rosa de su madre. El holgado vestido del Colegio de Quirm para Jóvenes Damas era un atuendo orgulloso y, al menos en la mente de la señorita Trasero, a prueba de todas las tentaciones de la carne; pero como vestimenta para la Realidad Final le faltaba cierta prestancia. Y el rosa estaba descartado del todo.
Por primera vez en la historia del universo, una Muerte se estaba preguntando qué debía ponerse.
—Espera un momento —le dijo Susan a su reflejo—. Aquí… yo puedo crear cosas, ¿verdad?
Extendió la mano y pensó: copa. Apareció una copa. Tenía un motivo de calavera y huesos alrededor del borde.
—Ah —dijo Susan—. Me figuro que un motivo de rosas está fuera de discusión, ¿no? Probablemente no casaría con el ambiente, supongo.
Dejó la copa en el tocador y la golpeó suavemente con la uña. La copa hizo «plink» de manera bastante sólida.
—Bueno, en ese caso no quiero nada sensiblero ni pretencioso —dijo Susan—. Nada de ridículos encajes negros ni cualquier cosa que lleven esas idiotas que escriben poesía en sus habitaciones y se visten como vampiras cuando en realidad son vegetarianas.
Las imágenes de prendas fueron flotando a través de su reflejo. Estaba claro que el negro era la única opción, pero Susan se decantó por algo práctico y sin adornos. Luego ladeó la cabeza para observarlo con ojos críticos.
—Bueno, quizá un poquito de encaje —dijo—. Y… quizá un poquito más de… corpiño.
Asintió hacia su reflejo en el espejo. No cabía duda de que era un vestido que ninguna Susan llevaría jamás, aunque ella se sospechaba en posesión de cierta susanidad básica que lo impregnaría pasado un tiempo.
—Es una suerte que estés aquí —declaró—, o si no me volvería totalmente loca. Jajajá.
Luego fue a ver a su abuel… a la Muerte.
Había un sitio en el que tenía que estar.
Odro entró en la biblioteca de la Universidad Invisible sin hacer ruido. Los enanos respetaban la instrucción académica, siempre que no tuvieran que experimentarla ellos.
Tiró de la túnica de un mago joven que pasaba por allí.
—Este sitio lo lleva un mono, ¿verdad? —dijo—. ¿Un mono grande, gordo y peludo con las manos de un par de octavas de ancho?
El mago, un posgraduado de cara pálida, bajó la mirada hacia Odro con el aire desdeñoso que cierto tipo de persona siempre reserva para los enanos.
Ser estudiante en la Universidad Invisible no era muy divertido. Tenías que encontrar tus placeres donde pudieras. Los labios del posgraduado se curvaron en una gran, ancha sonrisa inocente.
—Pues sí —respondió—. Creo que en este preciso instante se encuentra en su taller del sótano. Pero tienes que ir con mucho cuidado a la hora de dirigirte a él.
—¿Sí? —dijo Odro.
—Sí, tienes que asegurarte de que le dices: «¿Quiere usted un cacahuete, señor Mono?» —explicó el estudiante de magia mientras hacía una seña a un par de sus colegas—. Es así, ¿verdad? Tiene que decir señor Mono.
—Sí, desde luego —dijo un estudiante—. En realidad, si no quieres que se enfade, más vale que tomes la precaución de rascarte debajo de los brazos. Eso siempre lo tranquiliza.
—Y haz uh-uh-uh —intervino un tercer estudiante—. Le gusta que la gente haga eso.