—Pues… sí… supongo…
—Me alegro —dijo Albert, sin levantar la vista. La pala chocó con la carretilla.
—Solo que… ocurrió algo que seguramente no es muy habitual…
—Siento oír eso.
Albert empuñó los varales de la carretilla y empezó a llevarla hacia el jardín.
Susan sabía lo que se suponía que debía hacer. Se suponía que debía pedirle disculpas y al hacerlo resultaría que Albert, el viejo irritable, tenía un corazón de oro; y entonces se harían amigos después de todo, y él la ayudaría y le contaría cosas, y…
Y ella sería una jovencita estúpida que no sabía arreglárselas sola.
No.
Volvió a entrar en el establo, donde Binky estaba investigando el contenido de un cubo.
El Colegio de Quirm para Jóvenes Damas trataba de estimular la autoconfianza y el pensamiento lógico. Los padres de Susan la habían enviado allí por esa razón.
Habían pensado que aislarla de los contornos más borrosos del mundo era lo mejor que podían hacer. Dadas las circunstancias, aquello era como no hablarle a alguien de la autodefensa porque así nadie le atacaría jamás.
La Universidad Invisible estaba acostumbrada a la excentricidad entre los miembros del cuadro académico. Después de todo, los humanos extraen sus nociones de lo que significa ser un humano normal de la referencia continua a los humanos que tienen alrededor, y cuando esos humanos son otros magos entonces la espiral solo puede ir hacia abajo. El Bibliotecario era un orangután, y nadie pensaba que hubiera nada raro en eso. El catedrático de Estudios Esotéricos pasaba tanto tiempo leyendo en el lugar al que el tesorero se refería como «la habitación más pequeña»[12]
que generalmente los demás se referían a él llamándolo el catedrático del Lavabo, incluso en los documentos oficiales. En cualquier sociedad normal se consideraría que el propio tesorero estaba tan ido que debería escribir postales a casa. El decano había pasado diecisiete años escribiendo un tratado sobre El uso de la sílaba «ENK» en los hechizos de levitación del Primer Período Confuso. El archicanciller, que utilizaba con frecuencia la galería que discurría sobre la gran sala para practicar el tiro con arco y ya le había dado accidentalmente dos veces al tesorero, pensaba que todo el cuadro académico estaba como una regadera aun sin saber por qué estaban locas las regaderas. «Poco aire fresco —solía decir—. Demasiado tiempo sentados dentro de una habitación. Eso pudre el cerebro.» Aunque más a menudo solía decir: «¡Agáchese!».
Aparte de Ridcully y el Bibliotecario, ninguno de ellos acostumbraba a levantarse temprano. El desayuno, suponiendo que llegase a tener lugar, tenía lugar a media mañana. Los magos iban circulando alrededor del bufet, levantando las grandes tapaderas plateadas de las bandejas y torciendo el gesto ante cada tañido metálico. A Ridcully le gustaban los desayunos abundantes y grasientos, sobre todo si incluían esas salchichas ligeramente traslúcidas con puntitos verdes de los que solo cabe esperar que sean alguna clase de hierba. Como era prerrogativa del archicanciller escoger el menú, muchos de los magos más aprensivos habían dejado de desayunar y pasaban el día solo con el almuerzo, té con pastas, merienda, cena y algún que otro tentempié ocasional.
Por eso aquella mañana no había muchos magos en la Gran Sala. Además, había bastantes corrientes de aire. Los obreros trabajaban en algún lugar del techo.
Ridcully dejó su tenedor encima de la mesa.
—Muy bien, ¿quién lo está haciendo? —recriminó—. Que confiese ahora mismo.
—¿ Haciendo qué, archicanciller? —preguntó el prefecto mayor.
—Alguien está dando golpecitos en el suelo con el pie.
Las miradas de los magos recorrieron la mesa. El decano estaba contemplando la nada con expresión de felicidad.
—¿Decano? —dijo el prefecto mayor.
La mano izquierda del decano permanecía inmóvil no muy lejos de su boca. La otra estaba llevando a cabo movimientos rítmicos arriba y abajo en algún punto del área de sus riñones.
—No sé qué se pensará que está haciendo —dijo Ridcully—, pero a mí me parece antihigiénico.
—Creo que está tocando un banjo invisible, archicanciller —dijo el catedrático de Runas Recientes.
—Bueno, al menos no hace ruido —repuso Ridcully. Contempló el agujero que había en el techo, que dejaba entrar una claridad diurna desacostumbrada en la sala—. ¿Alguien ha visto al Bibliotecario?
El orangután estaba ocupado.
Se había encerrado en uno de los sótanos de la biblioteca, que actualmente utilizaba como taller general y hospital de libros. Había varias prensas y guillotinas, un banco de trabajo lleno de latas repletas de sustancias desagradables donde el Bibliotecario preparaba su propia cola, y todos los otros tediosos productos cosméticos de la musa de la literatura.
Se había traído consigo un libro. Incluso él había tardado varias horas en encontrarlo.
La biblioteca no solo contenía libros mágicos, encadenados a sus estantes y muy peligrosos. También contenía libros totalmente corrientes, impresos con tinta mundana sobre papel común. Sería un error pensar que esos libros no eran peligrosos por el mero hecho de que al leerlos no se encendiesen fuegos artificiales en el cielo. A veces leerlos surtía el efecto mucho más peligroso de encender fuegos artificiales en la intimidad del cerebro del lector.
Por ejemplo, el gran volumen abierto ante él contenía algunos de los dibujos reunidos de Leonardo de Quirm, artista de gran habilidad, genio homologado y dotado de una mente tan dada a viajar que volvía a casa con souvenirs.
Los libros de Leonardo estaban llenos de bocetos: de gatitos, de la manera en que fluye el agua, de las esposas de los mercaderes influyentes de Ankh-Morpork cuyos retratos le habían proporcionado su medio de ganarse el sustento. Pero Leonardo había sido un genio y era profundamente sensible a las maravillas del mundo, por lo que los márgenes estaban llenos de garabatos detallados de lo que quiera que le pasara por la cabeza en aquel momento: vastos artilugios accionados por el agua para derribar las murallas de la ciudad sobre las cabezas del enemigo, nuevos tipos de armas de asedio para bombear aceite en llamas sobre el enemigo, cohetes de pólvora que duchaban al enemigo con fósforo ardiente y otras manufacturas de la Era de la Razón.
Y había algo más. El Bibliotecario lo había visto de pasada hacía tiempo, y se había quedado ligeramente perplejo. Parecía fuera de lugar allí.[13]
Su mano peluda pasó las páginas. Ah… allí estaba…
Sí. Oh, Sí.
… le hablaba, en el lenguaje del Ritmo…
El archicanciller se acomodó detrás de su mesa de billar.
Ya hacía mucho tiempo que se había librado del escritorio oficial. Una mesa de billar era infinitamente preferible. Las cosas no se caían por el borde, había unas cuantas troneras muy útiles para guardar dulces y demás, y cuando estaba aburrido siempre podía barrer el papeleo de encima de la mesa y dedicarse a intentar tiros con efecto.[14]
Luego nunca se molestaba en volver a dejar el papeleo encima de la mesa. El archicanciller sabía por experiencia que cualquier cosa importante de verdad nunca se llegaba a poner por escrito, porque a esas alturas la gente ya estaba demasiado ocupada gritando.
Cogió su pluma y empezó a escribir.
Estaba componiendo sus memorias. Ya había conseguido llegar al título: A lo largo del Ankh con arco, caña de pescar y cayado con un nudo en la punta.
«Pocas personas son conscientes —escribió— de que el río Ankh cuenta con una numerosa y variada población piscatera…»[15]
Soltó la pluma y fue por el pasillo echando chispas hasta el despacho del decano.
—¿Qué cuernos es eso? —gritó.
El decano dio un salto.
—Es, es, es una guitarra, archicanciller —dijo después, apresurándose a retroceder ante el avance de Ridcully—. Acabo de comprarla.
—Ya lo veo, incluso la oigo, ¿qué era lo que estaba intentando hacer?
—Estaba practicando, ejem, nffs —explicó el decano, agitando defensivamente un grabado bastante mal impreso ante la cara de Ridcully.
El archicanciller lo cogió.
—«Manual para Guitarra de Blert Wheedown» —leyó—. «Interpreta tu Camino hacia el Éxito en Tres Lecsiones Fáciles y Dieciocho Lecsiones Difíciles.» ¿Y bien? No tengo nada contra las guitarras, las agradables melodías, rondar a las jóvenes doncellas una mañana de mayo y todo eso, pero lo suyo no era tocar. Era solo ruido. ¿Qué se supone que era exactamente?
—¿Un lick basado en la escala pentatónica de mi utilizando la séptima mayor como tono de paso? —dijo el decano.
El archicanciller contempló la página abierta.
—Pero aquí pone: «Primera Lección: Pasos de Hada» —dijo.
—Hum, hum, hum, estaba empezando a impacientarme un poco —dijo el decano.
—Usted nunca ha sido una persona musical, decano —observó Ridcully—. Esa es una de sus virtudes. ¿Por qué ese interés repentino… qué es eso que lleva en los pies?
El decano miró hacia abajo.
—Ya me parecía a mí que estaba usted un poquito más alto —dijo Ridcully—. ¿Se ha subido encima de un par de tablones o que?
—No son más que suelas gruesas —dijo el decano—. Solo es… algo que inventaron los enanos, supongo… no sé… las encontré en mi armario… Modo, el jardinero, dice que le parece que son de gorrión.
—Modo no suele usar un lenguaje tan fuerte, pero yo diría que ha dado en el blanco.
—No… es algo parecido al caucho… —explicó el decano, con un hilillo de voz.
—Ejem… disculpe, archicanciller…
Era el tesorero, hablando desde el hueco de la puerta. Había un hombretón de cara enrojecida detrás de él, estirando el cuello para ver por encima de su hombro.
—¿De qué se trata, tesorero?
—Ejem, este caballero tiene una…
—Es acerca de su mono —dijo el hombre.
El rostro de Ridcully se iluminó.
—¿Ah, sí?
—Al parecer, ejem, rob… quitó unas cuantas ruedas del carruaje de este caballero —dijo el tesorero, que se encontraba en la fase depresiva de su ciclo mental.
—¿Está seguro de que fue el Bibliotecario? —preguntó el archicanciller.
—¿Gordo, pelo rojizo, suelta muchos «ook»?
—Sí, es él. Oh, cielos. Me pregunto por qué haría eso —dijo Ridcully—. Con todo, ya sabe lo que se dice… un gorila de doscientos treinta kilos puede dormir donde le apetezca.
—Pero un mono de ciento treinta kilos puede devolverme mis jodidas ruedas —dijo el hombre sin inmutarse—. Si no recupero mis ruedas, va a haber jaleo.
—¿Jaleo? —se extrañó Ridcully.
—Sí. Y no piense que me asusta. Los magos no me dan miedo. Todo el mundo sabe que hay una regla que les prohibe utilizar la magia contra los civiles —dijo el hombre, acercando su cara a la de Ridcully y levantando un puño.
Ridcully chasqueó los dedos. Hubo una ráfaga de viento y entonces algo croó.
—Siempre he pensado que era más bien una pauta general —dijo el archicanciller apaciblemente—. Tesorero, vaya a dejar esta rana en el parterre de las flores y cuando vuelva a ser su antiguo yo dele diez dólares. Diez dólares serán suficientes, ¿verdad?
—Croac —se apresuró a decir la rana.
—Estupendo. Y ahora, ¿tendrá alguien la amabilidad de explicarme qué es lo que está ocurriendo?
Hubo una serie de estruendos procedentes del piso de abajo.
—¿Por qué pienso que esto no va a ser la respuesta? —se lamentó Ridcully, dirigiéndose al mundo en general.
Las sirvientas habían estado poniendo las mesas para el almuerzo. Generalmente aquello requería algún tiempo. Como los magos se tomaban muy en serio sus comidas y siempre dejaban un desorden considerable tras de sí, las mesas estaban siempre poniéndose, limpiándose u ocupadas. Solo la preparación de cada cubierto ya ocupaba muchísimo tiempo. Cada mago requería nueve cuchillos, trece tenedores, doce cucharas y un embutidor, aparte de todas las copas para el vino.
Los magos solían llegar con tiempo de sobra para la siguiente comida. De hecho, solían presentarse con la antelación suficiente para volver a servirse de la anterior.
En aquel momento había un mago sentado allí.
—Ese de ahí es Runas Recientes, ¿no? —dijo Ridcully.
Runas Recientes tenía un cuchillo en cada mano. También tenía los recipientes de la sal, la pimienta y la mostaza delante de él. Y el soporte para los pasteles. Y un par de tapas de sopera. Todo lo cual estaba golpeando vigorosamente con los cuchillos que empuñaba.
—¿Para qué está haciendo eso? —preguntó Ridcully—. Y usted, decano, ¿quiere hacer el favor de dejar de dar pataditas en el suelo?