—Eso es robar —repuso Cliff.
—No lo es —dijo el enano—. Dejaremos que vuelvan a llevárselo en cuanto terminemos de usarlo.
—Ah. Bueno, entonces vale.
Buddy no era un batería ni un troll y podía ver el fallo técnico que había en el argumento de Odro. Y, unas semanas antes, así lo hubiera dicho. Pero en aquel entonces era un buen chico de los valles que iba al círculo los domingos, no bebía, no decía palabrotas y tocaba el arpa en cada sacrificio druídico.
Ahora necesitaba de verdad ese piano. El sonido había sido casi perfecto.
Chasqueó los dedos al compás de sus pensamientos.
—Pero no tenemos a nadie para tocarlo —dijo Cliff.
—Vosotros conseguid el piano y yo conseguiré al pianista —dijo Odro.
Y durante todo el tiempo no habían dejado de echar miradas a la guitarra.
Los magos se dirigieron hacia el órgano como un solo hombre. El aire vibraba alrededor del instrumento como si estuviera superrecalentado.
—¡Qué ruido tan impío! —gritó el catedrático de Runas Recientes.
—¡Pues no sé qué decirle! —aulló el decano—. ¡Es más bien pegadizo!
Entre los tubos del órgano destellaban chispas azules. Apenas se entreveía al Bibliotecario en lo alto de la temblorosa estructura.
—¿Quién está manejando los fuelles? —gritó el prefecto mayor.
Ridcully se inclinó y miró a un lado. La palanca parecía estar subiendo y bajando por sí sola.
—No pienso consentir esto —musitó—. No en mi maldita universidad. Es peor que los estudiantes.
Alzó su ballesta y disparó, directamente contra los fuelles principales.
Hubo un gemido muy prolongado en tono de la y luego el órgano estalló.
La historia de los segundos subsiguientes fue recompuesta durante una discusión en la Sala No-Común donde los magos se reunieron poco después para tomarse una copa o, en el caso del tesorero, un vaso de leche caliente.
El catedrático de Runas Recientes juró que los catorce metros que medía el tubo de Gravissima del órgano habían salido disparados hacia el cielo encima de una columna de llamas.
El catedrático de Estudios Indefinidos y el prefecto mayor dijeron que cuando encontraron al Bibliotecario cabeza abajo en una de las fuentes de la plaza Sator, fuera de la Universidad, estaba murmurando «ook ook» y sonreía.
El tesorero dijo que había visto a una docena de jóvenes desnudas dando saltitos encima de su cama, pero de todas maneras el tesorero ya decía ese tipo de cosas de vez en cuando, sobre todo cuando llevaba mucho tiempo sin salir al aire libre.
El decano no dijo absolutamente nada.
Tenía los ojos vidriosos.
Había chispas crujiendo en sus cabellos.
Se preguntaba si se le permitiría pintar de negro su dormitorio…!
… el ritmo seguía…
El biómetro de Imp estaba en el centro del enorme escritorio. La Muerte de las Ratas iba caminando alrededor de él, dando grititos en voz baja.
Susan también lo miraba. No cabía duda de que toda la arena se hallaba en la cámara inferior. Pero alguna otra cosa había llenado la cámara de arriba y se estaba derramando a través de la boca. Era de un azul pálido y se enroscaba frenéticamente sobre sí mismo, como si fuese humo excitado.
—¿Habías visto alguna vez algo semejante? —preguntó.
IIIC.
—Yo tampoco.
Susan se levantó. Las sombras de las paredes, una vez que se hubo acostumbrado a ellas, parecían sombras de cosas; no exactamente maquinaria, pero tampoco exactamente muebles. Sobre el césped del colegio había habido un planetario mecánico. Aquellas formas lejanas se lo recordaban, aunque no hubiese podido decir qué estrellas medía en qué oscuros rumbos. Parecían ser proyecciones de cosas que eran demasiado extrañas incluso para aquella dimensión extraña.
Ella había querido salvar la vida del muchacho y eso estaba bien. Susan lo sabía. Tan pronto como vio su nombre, supo… bueno, supo que era importante. Susan había heredado una parte de la memoria de la Muerte. No podía haber conocido al muchacho, pero quizá él sí lo conocía. Susan sentía que el nombre y la cara ya se habían establecido tan profundamente en su mente que ahora los demás pensamientos se veían obligados a orbitar alrededor.
Alguna otra cosa lo había salvado primero.
Susan cogió el reloj de arena y volvió a llevárselo a la oreja.
Descubrió que estaba golpeando suavemente el suelo con el pie.
Entonces reparó en que las sombras lejanas se estaban moviendo.
Cruzó corriendo el suelo, el suelo real, el de fuera de los límites de la alfombra.
Las sombras se parecían al aspecto que tendrían las matemáticas si fueran sólidas. Había vastas curvas de… algo. Unos indicadores como manecillas de reloj pero más largos que un árbol se movían lentamente en el aire.
La Muerte de las Ratas se encaramó a su hombro.
—Supongo que no sabes qué es lo que está sucediendo, ¿verdad?
IIIC.
Susan asintió. Las ratas, supuso, morían cuando debían hacerlo. No intentaban hacer trampa o regresar de entre los muertos. Nadie había visto jamás una rata zombi. Las ratas sabían cuándo había que darse por vencido.
Volvió a contemplar el reloj. El chico —y Susan utilizaba el término de la manera en que las jovencitas se refieren a los varones jóvenes de unos pocos años más que ellas—, el chico había tocado un acorde en la guitarra o lo que fuese aquello, y la historia se había torcido. O había resbalado, o alguna cosa por el estilo.
Algo aparte de ella no quería ver muerto a aquel muchacho.
Eran las dos de la madrugada, y llovía.
El agente Detritus, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, estaba custodiando el Edificio de la Ópera. Era una actitud hacia el trabajo policial que Detritus había copiado del sargento Colon. Cuando te encuentres solo a altas horas de una noche lluviosa, ve a custodiar algo grande que tenga buenos aleros. Colon había seguido aquella política durante años, como resultado de lo cual ni un solo edificio emblemático había sido robado jamás.[11]
La noche iba transcurriendo sin incidentes dignos de mención. Cosa de una hora antes, un tubo de órgano de catorce metros había caído del cielo. Detritus había ido a inspeccionar el cráter, pero no estaba seguro de que aquello fuese una actividad criminal. Además, por lo que él sabía, era así como se obtenían los tubos de órgano.
Durante los últimos cinco minutos también había estado oyendo golpes sordos y algún que otro tintineo en el interior del Edificio de la Ópera. Detritus había tomado nota de ello. No quería parecer estúpido. Detritus nunca había estado dentro del Edificio de la Ópera. No sabía qué clase de sonidos producía normalmente a las dos de la madrugada.
Las puertas principales se abrieron y una caja plana que tenía una forma muy rara salió vacilantemente por ellas. Avanzaba de una manera curiosa: unos cuantos pasos hacia delante, un par de pasos hacia atrás. Y además hablaba consigo misma.
Detritus miró hacia abajo. Pudo ver… se paró a pensárselo un poco… al menos siete piernas de distintos tamaños, solo cuatro de las cuales tenían pies.
Fue hacia la caja y la palmeó en un costado.
—Vaya, vaya, vaya, ¿qué tenemos por… aquí? —dijo, concentrándose para que le saliera bien la frase.
La caja se detuvo.
Luego dijo:
—Somos un piano.
Detritus se lo pensó un poco. No estaba muy seguro de qué era exactamente un piano.
—¿Los pianos van de un lado a otro, entonces? —terminó diciendo.
—Tiene… tenemos piernas —declaró el piano.
Detritus admitió que aquello era cierto.
—Pero es de noche —dijo Detritus.
—Hasta los pianos han de tener sus ratos de descanso —dijo el piano.
Detritus se rascó la cabeza. Sí, aquello parecía explicarlo todo.
—Bueno… está bien —aceptó.
Vio cómo el piano bajaba con oscilaciones temblorosas por los escalones de mármol y doblaba la esquina.
El piano siguió hablando consigo mismo:
—¿Cuánto tiempo crees que tenemos?
—Deberíamos poder llegar hasta el puente. Ese no es lo bastante listo para ser un batería.
—Pero es un policía.
—¿Y?
—¿Cliff?
—¿Sí?
—Podrían cogernos.
—No podrán pescarnos. Estamos en una misión de dos.
—Claro.
El piano siguió avanzando a trompicones a través de los charcos durante un momento y entonces se preguntó:
—¿Buddy?
—¿Sí?
—¿Por qué he dicho eso?
—¿Por qué has dicho qué?
—Lo de que estábamos en una misión… ya sabes… de dos.
—Bueeeeno… el enano nos dijo que viniéramos y nos lleváramos el piano, y tú y yo somos dos, así que…
—Sí. Sí. Claro… pero… el caso es que podría habernos detenido. Vamos, que no hay nada de especial en una misión para dos personas…
—Quizá estabas un poco cansado.
—Quizá era eso, sí-dijo el piano con gratitud.
—Y en todo caso, estamos en una misión de dos.
—Aja.
Odro estaba sentado en sus alojamientos y contemplaba la guitarra.
El instrumento había dejado de tocar cuando Buddy salió de allí, aunque si acercaba la oreja a las cuerdas Odro podría jurar que continuaban zumbando muy suavemente.
Entonces extendió la mano con muchísimo cuidado y tocó las…
Llamar disonante al súbito chasqueo que se produjo sería quedarse muy corto. El sonido gruñía, tenía garras.
Odro volvió a su asiento. De acuerdo. De acuerdo. Era el instrumento de Buddy. Un instrumento tocado por la misma persona a lo largo de los años podía adaptarse mucho a esa persona, aunque en la experiencia de Odro nunca hasta el punto de morder a los demás. Todavía no hacía ni un día que Buddy tenía la guitarra, pero quizá el principio fuera el mismo.
Los enanos tenían una vieja leyenda acerca del famoso Cuerno de Furgle, que sonaba por sí solo cuando el peligro se acercaba y también, por alguna extraña razón, en presencia de rábanos picantes.
¿Y no había incluso una leyenda de Ankh-Morpork sobre un viejo tambor, en el Palacio o en algún otro sitio, que supuestamente se batía por sí mismo cuando una flota enemiga subiera por el río Ankh? La leyenda había ido muriendo durante los últimos siglos, en parte porque estábamos en la Era de la Razón y también porque ninguna flota enemiga podía subir por el Ankh sin que la precediera una cuadrilla de hombres con palas.
Y había una historia de trolls acerca de unas piedras que, durante las noches de escarcha…
Lo que estaba claro era que de vez en cuando aparecían instrumentos mágicos.
Odro volvió a extender la mano. CHUD-Adud-adud-du. —De acuerdo, de acuerdo…
Después de todo la vieja tienda de música estaba justo enfrente de la Universidad Invisible, y la magia se filtraba pese a que los magos dijeran siempre que las ratas parlantes y los árboles que caminaban no eran más que caprichos estadísticos. Pero aquello no parecía magia. La sensación era de algo mucho más viejo que eso. La sensación era de música.
Odro se preguntó si no debería convencer a Im… Buddy de que la devolviera a la tienda, consiguiera una guitarra normal y corriente y…
Por otra parte, seis dólares eran seis dólares. Como mínimo.
Algo aporreó la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Odro, levantando la vista.
La pausa que hubo al otro lado fue lo bastante larga como para que Odro pudiera adivinarlo. Decidió echar una mano.
—¿Cliff?-dijo.
—Aja. Traigo un piano.
—Éntralo.
—Tuve que romperle las patas y la tapa y unos cuantos trozos más, pero básicamente está bien.
—Bueno, pues entonces éntralo.
—La puerta es demasiado estrecha.
Buddy, que subía por la escalera detrás del troll, oyó el crujido de la madera.
—Vuelve a intentarlo.
—Encaja perfectamente.
Había un agujero con forma de piano alrededor de la puerta. Odro estaba esperando junto a él, empuñando su hacha. Buddy contempló los trozos de madera esparcidos por todo el rellano.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó—. ¡Esa pared no es tuya!
—¿Y bien? Este piano tampoco es mío.
—Ya, pero… no puedes ir por ahí haciendo agujeros en las paredes…
—¿Qué es más importante? ¿Una pared o dar con el sonido correcto? —preguntó Odro.
Buddy titubeó. Una parte de él pensó: «Todo esto es ridículo, no es más que música». Otra parte de él pensó, con bastante más claridad: «Todo esto es ridículo, no es más que una pared». Todo él dijo:
—Bueno, ya que lo planteas de esa manera… pero ¿qué pasa con el pianista?
—Ya os dije que sé dónde encontrar a uno —respondió Odro.
Una parte muy diminuta de él estaba asombrada: «¡Acabo de abrir un agujero en mi propia pared! Tardé días en empapelarla. Por no hablar de la cantidad de clavos que tuve que usar».
Albert estaba en los establos, con una pala y una carretilla.
—¿Todo bien? —preguntó en cuanto la sombra de Susan apareció sobre la portilla.