Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

Hacía que quisieras tirar las paredes a patadas y ascender al cielo sobre escalones de fuego. Hacía que quisieras accionar todos los interruptores, tirar de todas las palancas y meter los dedos en el enchufe del Universo para ver qué ocurría a continuación. Hacía que quisieras pintar de negro la pared de tu dormitorio y cubrirla de pósters.

En el cuerpo del Bibliotecario varios músculos habían empezado a estremecerse, al ritmo mientras la música tomaba tierra a través de él.

Había un grupito de magos en el rincón. Estaban contemplando la actuación con la boca abierta.

El ritmo siguió su curso y fue chisporroteando de una mente a otra, chasqueando los dedos y frunciendo el labio.

Música viva. Música con rocas dentro, en estado salvaje…

¡ Al fin libre! La música saltó de una cabeza a otra, entrando por las orejas con un chisporroteo y poniendo rumbo al cerebelo. Algunos eran más susceptibles que otros… más cercanos al ritmo…

Había transcurrido una hora.

El Bibliotecario saltaba y se impulsaba con los nudillos a través de la llovizna de medianoche, mientras la cabeza le estallaba de música.

Tomó tierra en los jardines de la Universidad Invisible y entró corriendo en la Gran Sala, agitando las manos frenéticamente por encima de la cabeza para conservar el equilibrio.

Se detuvo.

La luz de la luna se filtraba a través de los ventanales, iluminando lo que el archicanciller siempre llamaba «nuestro poderoso órgano», para vergüenza general del resto de la institución universitaria.

Una pared completa estaba ocupada por hileras e hileras de tubos, que parecían columnas en la penumbra o que posiblemente recordaban a las estalagmitas de alguna caverna monstruosamente antigua. Casi perdido entre ellos se hallaba el púlpito del organista, con sus tres teclados gigantes y el centenar de botones para los efectos especiales de sonido.

No se utilizaba con frecuencia, salvo para la ocasional reunión cívica o el Disculpe de los Magos.[9]

Pero el Bibliotecario, accionando enérgicamente los fuelles y soltando ocasionalmente pequeños «ooks» emocionados, tenía la impresión de que podía llegar a hacer mucho más.

Un orangután macho adulto puede parecer un afable montón de alfombras viejas, pero tiene una fuerza que haría que un humano equivalente en peso comiera montones de alfombrilla. El Bibliotecario solo dejó de dar fuelle cuando la palanca estuvo demasiado caliente para asirla y los depósitos de aire empezaron a soltar ventosidades y silbidos alrededor de los remaches.

Entonces se instaló de un salto en el asiento del organista.

El edificio entero zumbaba suavemente bajo la enorme presión acumulada.

El Bibliotecario entrelazó las manos e hizo crujir los nudillos, algo que siempre resulta impresionante cuando se tienen tantos nudillos como un orangután.

Levantó las manos.

Titubeó.

Volvió a bajar las manos y tiró de la Vox Humana, la Vox Dei y la Vox Diabólica.

El gemido del órgano adquirió un tono más apremiante.

Levantó las manos.

Titubeó.

Luego bajó las manos y tiró del resto de los cierres, incluidos los doce botones marcados con «¿?» y los dos que llevaban etiquetas envejecidas donde se advertía en varios idiomas que no debían tocarse en modo alguno jamás, bajo ninguna circunstancia.

Levantó las manos.

También levantó los pies, colocándolos encima de algunos de los pedales más peligrosos.

Cerró los ojos.

Permaneció inmóvil durante unos instantes en un silencio contemplativo, un piloto de pruebas listo para rasgar el borde de la funda a bordo de la nave espacial Melodía.

Dejó que el vibrante recuerdo de la música llenara su cabeza y bajara fluyendo por sus brazos y llenara sus dedos.

Sus manos cayeron.

—¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho? —dijo Imp.

La emoción hacía carreras con los pies descalzos a lo largo de su columna vertebral.

Los tres estaban sentados en la diminuta habitación atestada que había detrás de la barra.

Odro se quitó el casco y limpió el interior.

—¿Me creerías si te dijera que hicimos un compás de dos por cuatro, con ritmo a corcheas, siguiendo la melodía, con el bajo adelantado? —murmuró después.

—¿Qué es todo eso? —preguntó Lias—. ¿Qué significan todas esas palabras?

—Eres músico, ¿no? —dijo Odro—. ¿Qué es lo que crees que haces?

—Yo les doy con los martillos —dijo Lias, batería nato.

—Pero esa parte que tocaste… —dijo Imp—. Ya sabes, hacia la mitad… ya sabes, bam-ba bam-ba bambamBA… ¿cómo supiste hacer esa parte?

—Solo era la parte que tenía que ir allí-dijo Lias.

Imp miró la guitarra. La había dejado encima de la mesa. Todavía estaba tocando suavemente para sí misma, como un gato que ronronea.

—Esa guitarra no es un instrumento normal —dijo, señalándola con un dedo tembloroso—. ¡Yo solo estaba de pie allí y entonces ella empezó a tocar por sí sola!

—Probablemente perteneció a un mago, tal como dije —repuso Odro.

—No —dijo Lias—. Nunca he conocido a ningún mago que fuera musical. La música no pega con la magia.

Los tres miraron la guitarra.

Imp nunca había oído hablar de un instrumento que se tocara solo, excepto la legendaria arpa de Owen Mwnyy, que cantaba cuando amenazaba el peligro. Y eso había sido en los tiempos en que había dragones. Las arpas que cantaban combinaban muy bien con los dragones, pero parecían fuera de lugar en una ciudad con gremios y todo lo demás.

La puerta se abrió.

—Ha sido… asombroso, muchachos —exclamó Hibisco Negrolmo—. ¡Nunca había oído nada semejante! ¿Podéis volver mañana por la noche? Aquí están vuestros cinco dólares.

Odro contó las monedas.

—Hemos hecho cuatro bises —dijo sombríamente.

—Si estuviera en tu lugar, yo me quejaría al Gremio —dijo Hibisco.

El trío contempló el dinero. Tenía un aspecto muy impresionante para unas personas cuya última comida había sido hacía veinticuatro horas. No era la tarifa del Gremio ni de lejos. Por otra parte, habían sido unas veinticuatro horas muy largas.

—Si volvéis mañana —repuso Hibisco—, subiré a… seis dólares. ¿Qué os parece?

—Vaya, uau —dijo Odro.

Mustrum Ridcully tuvo que incorporarse bruscamente en la cama, porque la propia cama estaba moviéndose con una ligera vibración a lo largo del suelo.

¡Con que por fin había ocurrido!

Querían quitarlo de en medio.

La tradición de ascender dentro de la Universidad Invisible ocupando los zapatos de los muertos, empezando a veces por asegurar la muerte del propietario de los zapatos, había cesado en los últimos tiempos. Eso se debía principalmente al propio Ridcully, que era robusto y se mantenía en forma y, como habían descubierto tres aspirantes nocturnos a la archicancillería, también tenía muy buen oído. Los aspirantes habían sido consecutivamente suspendidos de la ventana por los tobillos, dejados inconscientes con una pala y obsequiados con un brazo roto por dos sitios. Además, se sabía que Ridcully dormía con dos ballestas cargadas junto a la cama. El archicanciller era un buen hombre y probablemente no te dispararía en ambos oídos.

Esa clase de consideraciones tendían a favorecer una actitud más paciente entre los magos. Tarde o temprano, todo el mundo muere. Podían esperar.

Ridcully hizo inventario de la situación y descubrió que su primera impresión había estado equivocada. No parecía haber ninguna magia asesina en curso. Solo había sonido, atiborrando hasta el último rincón de la habitación.

Ridcully se puso las zapatillas y salió al pasillo, donde otros miembros del cuadro académico formaban corros y se preguntaban unos a otros con voz adormilada qué demonios estaba sucediendo. El yeso llovía sobre ellos desde el techo en una espesa neblina.

—¿Quién está armando todo ese jaleo? —gritó Ridcully.

Hubo un mudo coro de réplicas que no oyó y mucho encogimiento de hombros.

—Bueno, pues voy a averiguarlo —gruñó el archicanciller, y se dirigió hacia la escalera con los demás detrás de él.

Ridcully caminaba sin doblar mucho las rodillas o los codos, una clara señal de que un hombre enérgico se ha puesto de muy mal humor.

El trío no dijo nada mientras salía del Tambor. Tampoco dijeron nada durante todo el trayecto hasta la delicatessen de Tal’Adr.

No dijeron nada mientras esperaban en la cola, y entonces lo único que dijeron fue: «Bien… pues… serán una Cuatro Roedores con extra de tritones, quítale los pimientos picantes, una de Ardores Klatchianos con doble de salami y una Cuatro Estratos, sin pecblenda».

Se sentaron a esperar. La guitarra tocó un pequeño riff de cuatro notas. Intentaron no pensar en ello. Intentaron pensar en otras cosas.

—Creo que yo me cambio el nombre —le terminó diciendo Lias—. Es que… bueno… ¿Lias? No es buen nombre para el negocio de la música.

—¿Por qué nombre te lo vas a cambiar? —preguntó Odro.

—He pensado… no te rías… he pensado… ¿Cliff? —dijo Lias.

—¿Cliff?

—Buen nombre de troll. Significa «risco». Muy pétreo. Muy rocoso. No tiene nada de malo —repuso Cliff Lias, a la defensiva.

—Bueno… sí… pero, no sé, quiero decir que… bueno… ¿Cliff? Por mucho que lo intente, no me imagino a alguien con un nombre como Cliff durando mucho en este negocio.

—Pues es mejor que Odro.

—Me quedo con Odro —dijo Odro—. Y Imp se queda con Imp, ¿verdad?

Imp miró la guitarra. «Esto no es normal —pensó—. Apenas si la he tocado. Yo solo… Y estoy tan cansado… Yo…»

—No estoy seguro —dijo con voz abatida—. No estoy seguro de si Imp está bien para… esta música —añadió; luego se calló y bostezó.

—¿Imp? —dijo Odro al cabo de unos momentos.

—¿Hummmm? —murmuró Imp.

Había tenido la sensación de que alguien le observaba allá fuera. Lo cual era ridículo, por supuesto. No le podía decir a alguien: «En el escenario me pareció que alguien me observaba». Porque entonces le dirían: «¿En serio? Vaya, eso sí que es misterioso, ya lo creo…».

—¿Imp? —dijo Odro—. ¿Por qué estás chasqueando los dedos de esa manera?

Imp se miró las manos.

—¿Estaba chasqueando?

—Sí.

—Estaba pensando. Mi nombre… tampoco es apropiado para esta música.

—¿Qué significa en lenguaje de verdad? —quiso saber Odro.

—Bueno, toda mi familia son «y Cellyns» —explicó Imp, pasando por alto el insulto a una lengua antigua—. Significa «del acebo».[10] Porque verás, eso es lo único que crece en Nellofselek. Todo lo demás sencillamente se pudre.

—No iba a decirlo —dijo Cliff—, pero a mí «Imp» me suena un poco a elfo.

—Solo significa «pequeño brote» —aclaró Imp—. Ya sabes. Creo que aquí los llaman «budines», por esa forma tan rara que tienen.

—¿Budín Celyn? —dijo Odro—. ¿Buddy? Peor que Risco, en mi opinión.

—Yo… creo que suena bien —opinó Imp.

Odro se encogió de hombros y sacó un puñado de monedas de su bolsillo.

—Todavía nos quedan más de cuatro dólares —dijo—. Y ya sé lo que deberíamos hacer con ellos.

—Deberíamos guardarlos para la cuota del Gremio —propuso el nuevo Buddy.

Odro clavó los ojos en la nada.

—No —dijo—. El sonido no está bien trabajado. Me refiero a que sí, estuvo muy bien y era muy… nuevo —miró fijamente a Imp-más-Buddy—, pero todavía falta algo…

El enano dirigió otra mirada penetrante a Buddy Imp.

—¿Sabes que tiemblas por todas partes? —dijo después—. Te meneas en tu asiento como si tuvieras el pantalón lleno de hormigas.

—No puedo evitarlo —replicó Buddy. Tenía mucho sueño, pero había un ritmo rebotando dentro de su cabeza.

—Yo también lo vi —dijo Cliff—. Cuando andábamos hacia aquí, dabas saltitos. —Miró bajo la mesa—. Y ahora das pataditas al suelo.

—Y sigues chasqueando los dedos —dijo Odro.

—No puedo dejar de pensar en la música —dijo Buddy—. Sí, tienes razón. Necesitamos… —tabaleó con los dedos encima de la mesa—. Necesitamos un sonido como…pang-pang-pang-PANG-Pang…

—¿Te refieres a un teclado? —preguntó Odro.

—No lo sé.

—Justo al otro lado del río tienen uno de esos nuevos fortepianos en el Edificio de la Ópera —dijo Odro.

—Ya, pero esa clase de cosa no es para nuestro tipo de música —repuso Cliff—. Esa clase de cosa es para viejos gordos con pelucas empolvadas.

—Supongo —dijo Odro, dirigiendo otra mirada de soslayo a Buddy— que si lo ponemos un momento cerca de Im… cerca de Buddy, quiero decir, servirá para nuestra clase de música bien pronto. Así que id ahora mismo a por él.

—He oído que cuesta cuatrocientos dólares —dijo Cliff—. Nadie tiene tantos dientes.

—No me refería a comprarlo —dijo Odro—. Solo a… tomarlo prestado durante algún tiempo.

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