—Evolución convergente —dijo el cuervo—. Suele ocurrir. En una ocasión leí que al parecer el pulpo común tiene un ojo que es casi idéntico al globo ocular humano excepto por… ¡craj!
—Ibas a decir algo como que es casi idéntico excepto por el sabor, ¿verdad? —dijo Susan.
—Ni fe me había pafado por la cabefa —logró farfullar el cuervo.
—¿Seguro?
—¿Me fueltaf el pico? ¿Pof favof?
Susan lo dejó libre.
—Todo esto es espantoso —se lamentó—. ¿Y esto es lo que él solía hacer? ¿No hay ningún elemento de elección?
IIIC.
—Pero ¿qué pasa si no merecen morir?
IIIC.
La Muerte de las Ratas consiguió indicar, de modo bastante efectivo, que en ese caso podían comparecer ante el universo y señalar que no merecían morir. En cuyo caso le correspondería al universo decir: «Ah, ¿no merecías morir?, vale, está bien, entonces puedes seguir viviendo». Fue un gesto notablemente sucinto.
—¿Así que… mi abuelo era la Muerte, y se limitaba a dejar que la naturaleza siguiera su curso? ¿Pudiendo haber hecho algún bien? Menuda estupidez.
La Muerte de las Ratas sacudió el cráneo.
—¿El bando de Volf era el bueno? —dijo Susan.
—Es difícil saberlo —dijo el cuervo—. Volf era un vasungo. Los del otro bando eran bergundos. Parece que todo empezó con un bergundo llevándose a una mujer vasunga hace unos cuantos siglos. O puede que fuera a la inversa. Bueno, el caso es que el otro bando invadió su aldea. Hubo un poquito de carnicería. Luego los otros fueron a la otra aldea y hubo otra carnicería… Después de eso, podrías decir que quedó cierto enfado residual.
—Vale, pues muy bien —dijo Susan—. ¿Quién es el siguiente?
IIIC.
La Muerte de las Ratas aterrizó sobre la silla de montar. Luego se inclinó y, con cierto esfuerzo, sacó otro reloj de arena de la alforja. Susan leyó la etiqueta.
Decía: Imp y Celyn.
Susan tuvo la sensación de estar cayendo hacia atrás.
—Conozco ese nombre —declaró.
IIIC.
—Lo… recuerdo de alguna parte —dijo Susan—. Es importante. Él es… importante…
La luna colgaba sobre el desierto de Klatch como una enorme bola de roca.
Una luna muy impresionante para un desierto que no era gran cosa.
Solo formaba parte del cinturón de desiertos, progresivamente más cálidos y resecos, que rodeaba el Gran Nef y el océano Deshidratado. Y nadie habría perdido el tiempo pensando en él si personas muy parecidas al señor Clete del Gremio de Músicos no hubieran ido por allí y levantado mapas y trazado una inocente línea de puntitos, cruzando aquella parte del desierto, que indicaba la existencia de una frontera entre Klatch y Hershebia.
Hasta aquel momento los h’eces, un grupo de tribus nómadas alegremente guerreras, habían recorrido el desierto a su antojo. Desde que había una línea, a veces eran h’eces klatchianos y a veces h’eces hershebianos, con todos los derechos correspondientes a los ciudadanos de ambos estados, particularmente el derecho a pagar todos los impuestos que se les pudieran exprimir y el de ser reclutados para combatir contra gente de la que nunca habían oído hablar. Así que, como resultado de la línea de puntos, Klatch acababa de entrar en guerra con Hershebia y con los h’eces, Hershebia estaba en guerra con los h’eces y con Klatch, y los h’eces estaban en guerra con todo el mundo, incluso unos con otros, y pasándoselo la mar de bien porque la palabra h’ez para «extranjero» era la misma que usaban para decir «diana».
El fuerte era uno de los legados de la línea de puntos.
Ahora era un rectángulo oscuro encima de las abrasadoras arenas plateadas. De él salía lo que podría calificarse con exactitud como el sonido de un acordeón, dado que alguien parecía querer sacarle una melodía pero siempre tropezaba con dificultades a los pocos compases y volvía a empezar.
Alguien llamó al portón.
Pasado un rato se oyó un chirrido al otro lado y una pequeña mirilla se abrió.
—¿Sí, ofendi?
¿ESTO ES LA LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA?
La cara del hombrecillo que había al otro lado de la puerta se vació de toda expresión.
—Ah, pues ahí sí que me ha pillado. Espere un momento.
La mirilla se cerró. Hubo una rápida discusión en susurros al otro lado de la puerta. La mirilla volvió a abrirse.
—Sí, al parecer somos la… la… ¿cómo has dicho que se llamaba? Ah, vale, ya lo tengo… la Legión Extranjera klatchiana. Sí. ¿Qué desea?
DESEO ALISTARME.
—¿Alistarse? ¿Alistarse en qué?
EN LA LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA.
—¿Dónde está eso? Hubo unos cuantos susurros más.
—Ah. Claro. Disculpe. Sí. Somos nosotros. Las puertas se abrieron. El visitante entró. Un legionario con galones de cabo en el brazo fue hacia él.
—Tendrá que comparecer usted ante… —sus ojos se vidriaron un poquito—… ya sabe… un hombretón enorme, tres galones… hace un momento lo tenía en la punta de la lengua…
¿EL SARGENTO?
—Eso —dijo el cabo, con alivio—. ¿Cómo se llama, soldado?
EJEM…
—En realidad no tiene por qué decirlo. En eso consiste precisamente la… la…
¿LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA?
—Exacto. La gente se alista para… para… con la mente, ya sabe, cuando uno no puede… cosas que han ocurrido…
¿OLVIDAR?
—Eso. Yo soy… —El hombre se quedó en blanco—. Espere un momento, ¿quiere?
Se miró la manga.
—Soy el cabo… —anunció.
Titubeó, parecía preocupado. Entonces se le ocurrió una idea y tiró del cuello de su chaqueta y retorció el pescuezo hasta que, entornando los ojos y con una dificultad considerable, pudo leer la etiqueta.
—El cabo… ¿Talla Mediana? ¿Suena eso bien?
NO LO CREO.
—El cabo… ¿Lavar Siempre a Mano?
PROBABLEMENTE NO.
—El cabo… ¿Algodón?
ES UNA POSIBILIDAD.
—Eso. Bien, pues bienvenido a la… ejem…
LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA…
—Eso. La paga es tres dólares a la semana y toda la arena que pueda comer. Espero que le guste la arena.
YA VEO QUE PUEDE ACORDARSE DE LA ARENA.
—Nunca olvidará la arena, créame —dijo el cabo amargamente.
NUNCA LO HAGO.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
El desconocido guardó silencio.
—No es que eso importe —dijo el cabo Algodón—. En la…
¿LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA?
—… eso… le damos un nombre nuevo. Empieza partiendo de cero.
Llamó al otro hombre con un ademán.
—¿ Legionario…?
—Legionario… ejem… uf… ejem… Talla Cuarenta y Cinco, señor.
—De acuerdo. Llévese a este… hombre y dele… —chasqueó los dedos con irritación—… ya sabe… esa cosa… ropas, todo el mundo las lleva… del color de la arena…
¿EL UNIFORME?
El cabo parpadeó. Por alguna razón inexplicable la palabra «hueso» seguía abriéndose paso a codazos por el desastre derretido y caudaloso que era su consciencia.
—Eso —dijo—. Ejem. El servicio dura veinte años, legionario. Espero que sea lo bastante hombre para aguantarlo.
YA ME GUSTA, dijo la Muerte.
—Supongo que no será ilegal que yo entre en un local público donde sirven licores, ¿verdad? —preguntó Susan, mientras Ankh-Morpork volvía a aparecer en el horizonte.
IIIC.
La ciudad se deslizó de nuevo por debajo de ellos. Susan podía distinguir figuras individuales en las calles más anchas y las plazas. Buf, pensó… ¡si solo supieran que estoy aquí arriba! Y, a pesar de todo, no pudo evitar sentirse superior. Las personas que había allí abajo solo tenían que pensar en, bueno, en las cosas que ocurrían al nivel del suelo. Cosas mundanas. Era como contemplar hormigas desde lo alto.
Susan siempre había sabido que era diferente. Obviamente era mucho más consciente del mundo que la mayoría de la gente, que pasaba por él con los ojos cerrados y el cerebro puesto a fuego lento. En cierta manera, saber que de verdad era diferente resultaba muy reconfortante. La sensación se extendía, envolviéndola como un gabán.
Binky se posó sobre un embarcadero grasiento. El río lamía los pilares de madera a un lado.
Susan bajó del caballo, desató la guadaña y entró en el Tambor Remendado.
Allí había una bronca en marcha. Los clientes del Tambor tendían a ser democráticos a la hora de plantearse la agresividad.
Les gustaba que todo el mundo recibiera algo de ella. Por eso, y aunque la audiencia ya había alcanzado el consenso de que aquel trío era malísimo (y en consecuencia un blanco apropiado), habían estallado varias peleas porque la gente había recibido impactos de proyectiles mal apuntados, o llevaba todo el día sin pelearse, o solo intentaba llegar a la puerta.
Susan no tuvo ninguna dificultad para localizar a Imp y Celyn. Estaba en la parte delantera del escenario, con el rostro convertido en una máscara de terror. Detrás de él había un troll, con un enano tratando de esconderse detrás de él.
Susan echó una mirada al reloj de arena. Solo unos cuantos segundos más…
Con sus oscuros cabellos rizados, Imp resultaba bastante atractivo. Tenía cierto aspecto élfico.
Y le resultaba familiar.
Susan había lamentado lo de Volf, pero al menos él estaba en un campo de batalla. Imp estaba en un escenario. Nadie esperaba morir en el escenario.
«Estoy aquí de pie con una guadaña y un reloj de arena esperando a que alguien muera. No es mucho mayor que yo, y se supone que no debo hacer nada al respecto. Es una estupidez. Y además estoy segura de que lo he visto… antes…»
Lo cierto era que nadie intentaba matar músicos en el Tambor. Las hachas se lanzaban y las ballestas se disparaban con alegre despreocupación y sin mal humor. Nadie se molestaba en afinar la puntería, ni siquiera quienes eran capaces de hacerlo. Era más divertido ver esquivar a la gente.
Un hombretón de barba rojiza le sonrió a Lias y seleccionó de su bandolera un hacha pequeña para lanzar. No pasaba nada por lanzar hachas a los trolls. Tendían a rebotar.
Susan lo vio todo claro. El hacha rebotaría y le daría a Imp. Nadie tendría la culpa, en realidad. Peores cosas ocurrían en el mar. Peores cosas ocurrían en Ankh-Morpork a todas horas, a menudo continuamente.
«Ese hombre ni siquiera tiene intención de matarlo —pensó—. Es algo casual por completo. No es así como deberían ir las cosas. Alguien debería hacer algo al respecto.»
Extendió el brazo para agarrar el mango del hacha.
¡IIIC!
—¡Calla!
Uáaauuum.
Imp se quedó inmóvil en la postura de un lanzador de disco mientras el acorde llenaba aquel local ruidoso.
Resonó como una barra de hierro tirada al suelo de una biblioteca a medianoche.
Los ecos rebotaron de vuelta en los rincones del local. Cada uno transportaba su propia carga de armónicos.
El sonido hizo explosión del mismo modo en que explota un cohete de la Noche de la Vigilia de los Puercos, con cada chispa explotando de nuevo a su vez al caer…
Los dedos de Imp acariciaron las cuerdas, desgranando tres acordes más. El lanzador de hacha bajó su arma.
Aquello era música que no solo había escapado, sino que había atracado un banco mientras se fugaba. Era música con los brazos arremangados y el primer botón desabrochado, que saludaba con el sombrero, sonreía y robaba la plata.
Era música que bajaba hasta los pies pasando por la pelvis sin avisar de su llegada al señor Cerebro.
El troll recogió sus martillos, contempló sus piedras con expresión vacía y luego empezó a golpearlas creando un ritmo.
El enano inspiró profundamente y extrajo del cuerno un sonido ronco y palpitante.
La gente tabaleaba con los dedos en los bordes de las mesas. El orangután estaba sentado con una enorme sonrisa extasiada en su cara, como si se hubiera tragado un plátano de lado.
Susan bajó la mirada hacia el reloj de arena marcado Imp y Celyn.
La cavidad superior ya estaba vacía de arena, pero algo azul parpadeaba allí dentro.
Susan sintió subir por su espalda unas garritas afiladas como agujas que enseguida encontraron asidero en su hombro.
La Muerte de las Ratas bajó la mirada hacia el reloj de arena.
IIIC, dijo en voz baja.
A Susan todavía no se le daba muy bien el roedores, pero creía saber reconocer un «oh-oh» cuando lo oía.
Los dedos de Imp danzaban sobre las cuerdas, pero el sonido que salía de ellas no guardaba ningún parentesco con los tonos del arpa o el laúd. La guitarra aullaba igual que un ángel que acabara de descubrir por qué se encontraba en el bando equivocado. Tenues chispazos relucían sobre las cuerdas.
Imp tenía los ojos cerrados y sostenía el instrumento junto a su pecho, como un soldado empuña una lanza en un desfile. Costaba saber quién estaba tocando a quién.
Y la música seguía manando.
El pelaje del Bibliotecario se había erizado por todo su cuerpo. Las puntas de los pelos crujían.