Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

IIIJ, IIIJ, IIIJ.

—Bueno, a ver si sales de una vez. Sé que estás en alguna parte —se quejó el cadáver. Se incorporó en la cama.

Susan estaba familiarizada con la idea de los fantasmas. Pero no había esperado que las cosas fueran de aquella manera. No había esperado que los fantasmas fueran a ser los vivos, pero ahora aquellos eran esbozos pálidos en el aire comparados con el anciano que acababa de sentarse en la cama. El muerto parecía sólido, pero ribeteado por un resplandor azul.

—Ciento siete años, ¿eh? —graznó—. Apuesto a que al final te empezabas a preocupar. ¿Dónde estás?

—Ejem, AQUÍ —dijo Susan.

—Una hembra, ¿eh? —dijo el anciano—. Bueno, bueno, bueno. Se levantó de la cama, con el camisón espectral aleteando a su alrededor, y de pronto se detuvo tan bruscamente como si acabara de llegar al final de una cadena. Más o menos se trataba de eso, porque una delgada línea de luz azulada seguía atándolo a su antiguo habitáculo.

La Muerte de las Ratas empezó a dar saltitos encima de la almohada, haciendo apremiantes movimientos de corte con la guadaña.

—Oh, lo siento —se excusó Susan, y cortó. La línea azul se partió con un agudo tañido cristalino.

Alrededor de ellos, atravesándolos a veces, estaban los deudos. Las lamentaciones parecían haber cesado una vez que el viejo murió. El hombre del rostro flaco había metido la mano debajo del colchón y estaba buscando a tientas.

—Míralos —dijo el anciano hoscamente—. Pobrecito abuelo, sollozo, sollozo, cómo lo echaremos de menos, no habrá nunca nadie como él, ¿dónde habrá dejado su testamento el viejo cabrón? Ese de ahí es mi hijo pequeño, eso suponiendo que puedas llamar hijo a una tarjeta de felicitación cada Noche de la Vigilia de los Puercos. ¿Ves a su esposa? Tiene una sonrisa como una ola en un cubo de agua sucia. Y no es la peor de todos. ¿La familia? Ya te la puedes quedar. Solo seguía vivo para fastidiarlos.

Un par de personas estaban rebuscando debajo de la cama. Hubo un humorístico estrépito de porcelana. El anciano empezó a dar cabriolas detrás de ellos mientras hacía muecas.

—¡No lo conseguiréis! —canturreó—. ¡Je, je, je! ¡Está en la cesta del gato! ¡Le dejé todo el dinero al gato!

Susan miró a su alrededor. El gato los estaba observando con ansiedad desde detrás del aguamanil.

Susan sintió que la situación le exigía alguna respuesta.

—Eso ha sido… muy considerado por su parte… —dijo.

—¡Ja! ¡Condenado saco de pulgas! ¿Trece años durmiendo, cagando y esperando a la siguiente comida? Nunca ha hecho ni media hora de ejercicio en toda su gorda vida. Hasta que todos estos encuentren el testamento, al menos. Entonces va a ser el gato más rico y más rápido del mundo…

La voz se desvaneció. Su propietario hizo lo mismo.

—Qué viejo tan horrible —se estremeció Susan.

Bajó la mirada hacia la Muerte de las Ratas, que estaba intentando hacerle muecas al gato.

—¿Qué le ocurrirá?

IIIC.

—Oh.

Un ex doliente vació un cajón en el suelo detrás de ellos. El gato estaba empezando a temblar.

Susan salió de allí atravesando la pared.

Las nubes se iban acumulando como una estela detrás de Binky.

—Bueno, no ha sido demasiado terrible. No ha habido sangre ni nada de eso. Y él era muy viejo y no demasiado agradable.

—Entonces todo perfecto, ¿verdad? —dijo el cuervo, posándose en el hombro de Susan.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—La Rata Muerte dijo que me podría acercar a donde voy. Tengo una cita.

IIIC.

La Muerte de las Ratas sacó el hocico de la alforja.

—¿Ahora nos dedicamos al transporte de pasajeros? —preguntó Susan fríamente.

La rata se encogió de hombros y le puso un biómetro en la mano.

Susan leyó el nombre tallado en el cristal.

—¿Volf Hijodehijodehijodehijodevolf? Eso me suena a las tierras del Eje.

IIIC.

La Muerte de las Ratas subió por las crines de Binky y se instaló entre las orejas del caballo, con su diminuta túnica aleteando al viento.

Binky iba a medio galope, a poca altura sobre un campo de batalla. No había sido una gran guerra, solo una refriega entre tribus. Tampoco saltaba a la vista ningún ejército: los combatientes parecían ser dos grupos de individuos, algunos a caballo, que se encontraban por casualidad en el mismo bando. Todo el mundo iba vestido con la misma clase de pieles y excitantes atuendos de cuero, y Susan fue incapaz de imaginar cómo podían distinguir al amigo del enemigo. Todos parecían limitarse a gritar mucho y blandir al azar enormes espadas y hachas de guerra. Por otra parte, cualquiera a quien consiguieras golpear se convertía instantáneamente en tu enemigo, así que probablemente todo terminaba saliendo bien a largo plazo. Lo importante era que allí había personas muriendo y que se estaban llevando a cabo actos de heroísmo increíblemente estúpidos.

IIIC.

La Muerte de las Ratas señaló apremiantemente hacia abajo.

—Arre… hacia abajo.

Binky se posó en una pequeña elevación del terreno.

—Ejem…, perfecto —dijo Susan. Sacó la guadaña de su funda y la hoja cobró vida súbitamente.

Las almas de los muertos eran fáciles de localizar. Salían del campo de batalla cogidas del brazo, sin distinguir amigo de antiguo enemigo, riendo y tambaleándose para ir directamente hacia Susan.

Susan desmontó. Y se concentró.

—Ejem —dijo—. ¿HAY ALGUIEN AQUÍ A QUIEN HAYAN DADO MUERTE Y SE LLAME VOLF?

Detrás de ella, la Muerte de las Ratas se llevó las patas a la cabeza.

—Ejem… ¿HOLA?

Nadie le prestó la menor atención. Los guerreros fueron pasando junto a ella. Iban formando una cola en el linde del campo de batalla y parecían estar esperando algo.

Susan no tenía que… hacerlos… todos. Albert había tratado de explicárselo, pero ya se había desdoblado un recuerdo de todas maneras. Susan solo tenía que hacer algunos, determinados por el momento o por la importancia histórica, y eso implicaba que todos los demás ocurrían por sí mismos. Lo único que debía hacer Susan era mantener el impulso en marcha.

—Tienes que imponerte más —le aconsejó el cuervo, que se había posado encima de una roca—. Ese es el problema que tienen las mujeres en las profesiones. No se imponen lo suficiente.

—¿Y tú para qué querías venir aquí? —preguntó Susan.

—Esto es un campo de batalla, ¿no? —dijo el cuervo pacientemente—. Tiene que haber cuervos cuando todo acaba.— Sus ojos, que siempre estaban dando volteretas, rodaron en su cabeza—. Ya sabes, cría cuervos y todo eso.

—¿Quieres decir que os coméis a todo el mundo?

—Es parte del milagro de la naturaleza —repuso el cuervo.

—Eso es horrible —dijo Susan. Ya había pájaros negros describiendo círculos en el cielo.

—No, en realidad no —replicó el cuervo—. Cuando hay hambre no hay caballo viejo, podría decirse.

Un bando, si realmente se le podía llamar así, estaba huyendo del campo de batalla con el otro a sus espaldas.

Los pájaros empezaron a posarse encima de lo que, comprendió Susan con horror, era un desayuno para madrugadores: porciones tiernas, caras sonrientes.

—Será mejor que vayas en busca de tu muchacho —aconsejó el cuervo—. De otra manera se perderá la cabalgata. —¿Qué cabalgata? Los ojos volvieron a orbitar.

—¿Nunca has aprendido mitología? —preguntó el cuervo.

—No. La señorita Trasero dice que no son más que historias inventadas con escaso contenido literario…

—Ah. Vaya, vaya. Y eso sí que no podemos consentirlo, ¿verdad? En fin. No tardarás en verlo. Debo darme prisa. —El cuervo emprendió el vuelo—. Generalmente intento conseguir un asiento cerca de la cabecera.

—¿Qué es lo que tengo que…?

Y entonces alguien empezó a cantar. La voz surgió del cielo como un vendaval repentino. Era una mezzosoprano bastante buena…

—¡Hi-jo-to! ¡Ho! ¡Hi-jo-to! ¡Ho!

Y siguiendo a la voz, montando un caballo casi tan magnífico como Binky, apareció una mujer. Decididamente. Un montón de mujer. Era tanta mujer como se podía tener en un sitio sin que fueran dos mujeres. Lucía una cota de malla, una reluciente coraza con dos copas de la talla cien y un casco con cuernos.

Los muertos que se habían congregado prorrumpieron en aclamaciones cuando el caballo redujo el galope para tomar tierra. Había otras seis cantantes montadas surgiendo del cielo por detrás de él.

—Siempre ocurre lo mismo, ¿verdad? —dijo el cuervo, alejándose con un rápido aleteo—. Puedes pasarte horas sin ver ninguna y de pronto te salen siete de golpe.

Susan contempló con asombro cómo cada amazona recogía del suelo a un guerrero muerto y volvía a galopar hacia el cielo. Luego desaparecían bruscamente tras ascender algunos cientos de metros y volvían a aparecer casi al instante para recoger a otro pasajero. No tardó en haber un ajetreado servicio de lanzaderas en funcionamiento.

Pasados unos minutos, una de las mujeres hizo que su caballo trotara hacia Susan y sacó un rollo de pergamino del interior de su coraza.

—¡Hey! Aquí pone Volf —exclamó, hablando con la brusquedad que utilizan las personas a caballo cuando se dirigen a meros peatones—. ¿Volf el Afortunado…?

—Ejem. No sé… QUIERO DECIR QUE NO SÉ CUÁL ES ÉL —dijo Susan a la desesperada.

La mujer del casco se inclinó hacia delante. Había algo un tanto familiar en ella.

—¿Eres nueva?

—Sí. Quiero decir, sí.

—Bueno, pues no te quedes plantada ahí como un pasmarote. Vete directamente a por él. Sí señor, buena chica.

Susan miró desesperadamente a su alrededor y por fin lo vio. No estaba muy lejos de allí. Un hombre de apariencia joven, ribeteado por un pálido resplandor azul, era visible entre los caídos.

Susan se apresuró hacia él con la guadaña preparada. Una línea azul unía al guerrero con su antiguo cuerpo.

¡IIIC!, gritó la Muerte de las Ratas, dando saltitos y haciendo movimientos indicativos.

—¡Mano izquierda con el pulgar hacia arriba, mano derecha doblada por la muñeca y dale un poco de filo! —gritó la mujer del casco con cuernos.

Susan blandió la guadaña. La línea se partió.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Volf. Miró hacia abajo—. Soy yo el que está ahí abajo, ¿verdad? —Se volvió lentamente—. Y ahí también. Y por allí. Y…

Miró a la guerrera del casco con cuernos y su rostro se iluminó.

—¡Por Ío! —exclamó—. Entonces, ¿es cierto? ¿Las valquirias me llevarán a la sala de Ío el Ciego, donde el banquete es perpetuo y nunca se termina de beber?

—A mí… quiero decir, A MÍ NO ME LO PREGUNTES —dijo Susan. La valquiria se inclinó hacia el guerrero y lo subió a su silla.

—Ahora sé bueno y procura estarte calladito —dijo. Contempló a Susan con expresión pensativa.

—¿Eres una soprano? —preguntó.

—¿Cómo dices?

—¿Sabes cantar, aunque sea un poco, muchacha? Porque no nos iría nada mal otra soprano. Hoy día hay demasiadas mezzosopranos sueltas por ahí.

—No soy una persona muy musical. Lo siento.

—Ah, bueno. Solo era una idea. Tengo que irme. —Echó la cabeza hacia atrás. La impresionante coraza, se irguió—. ¡Ho-jo-to! ¡Ho!

El caballo se puso de manos y galopó hacia el cielo. Antes de alcanzar las nubes se encogió hasta quedar convertido en un puntito reluciente, que titiló.

—¿Se puede saber de qué iba todo esto? —preguntó Susan.

Hubo una agitación nerviosa de alas y el cuervo se posó en la cabeza del recientemente fallecido Volf.

—Bueno, estos tipos creen que si mueres en batalla entonces unas cuantas cantantes grandotas y gordas con cuernos en los cascos te llevan a una especie de sala gigantesca de banquetes, donde te pasas el resto de la eternidad poniéndote morado —dijo el cuervo. Eructó delicadamente—. Una idea condenadamente estúpida, en realidad.

—¡Pero acaba de ocurrir!

—Sigue siendo una idea idiota. —El cuervo paseó la mirada por el campo de batalla, ya vacío salvo por los caídos y las bandadas de sus congéneres los cuervos—. Menudo desperdicio —añadió—. Me refiero a que, bueno, fíjate en todo esto. Qué despilfarro tan horrible.

—¡Sí!

—Quiero decir que yo ya estoy a punto de reventar, y quedan cientos de ellos sin tocar. Me parece que veré si puedo hacerme con una bolsa para las sobras.

—¡Son cadáveres!

—¡Exacto!

—¿Qué estás comiendo?

—Eh, tranquila —repuso el cuervo, retrocediendo—. Hay suficiente para todos.

—¡Eso es repugnante!

—Yo no los he matado —replicó el cuervo.

Susan se dio por vencida.

—Esa mujer se parecía mucho a Lirio de Hierro —comentó mientras volvían donde los esperaba el caballo—. Es nuestra profesora de gimnasia. Y también hablaba igual que ella.

Susan se imaginó a las valquirias cantarínas corriendo pesadamente a través del cielo. «Pillad bien ese guerrero, pandilla de tímidas florecitas…»

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