Ahora se le estaba dando a entender que su otro abuelo era famoso por estar siempre ahí.
Era como tener un pariente en la profesión. Un dios, en cambio… un dios sí que habría sido algo. Lady Odile Flume, que estaba en el quinto curso, siempre andaba presumiendo de que su tatara-tatara-tatarabuela había sido seducida en una ocasión por el dios Ío el Ciego bajo la forma de un jarrón de margaritas, lo cual al parecer hacía de ella una demi-hemi-semidiosa. Decía que su madre lo encontraba muy útil a la hora de conseguir mesa en los restaurantes. Decir que eras pariente cercana de la Muerte probablemente no surtiría el mismo efecto. Probablemente ni siquiera conseguirías un asiento cerca de la cocina. Si todo era alguna clase de sueño, no parecía haber riesgo de despertar. Y en cualquier caso, ella no creía en aquella clase de cosas. Los sueños no eran así.
Del patio de los establos salía un camino que pasaba junto a un huerto y, descendiendo ligeramente, llegaba a un bosquecillo lleno de árboles de hojas negras. De sus ramas colgaban relucientes manzanas negras. Más allá, a un lado, había unas cuantas colmenas blancas.
Y Susan supo que había visto todo aquello antes.
Había un manzano que era muy, muy diferente a los demás.
Susan se quedó inmóvil delante de él y lo contempló mientras los recuerdos volvían a inundar su memoria.
Recordó tener justo la edad suficiente para ver cuan lógicamente estúpida era toda la idea, y que él había estado de pie allí, esperando nerviosamente para ver qué haría ella…
Las viejas certezas se fueron esfumando, para ser sustituidas por otras nuevas.
Ahora entendía de quién era nieta.
El Tambor Remendado se había decantado tradicionalmente por, bueno, juegos tradicionales de pub, como el dominó, los dardos y Apuñalar A Gente Por La Espalda Y Llevarse Todo Su Dinero. El nuevo propietario había decidido ampliar el mercado. Era la única opción posible.
Primero estuvo el Artilugio de las Preguntas, una monstruosidad hidráulica de tres toneladas, basada en un diseño de Leonardo de Quirm que se había descubierto recientemente. Había sido una mala idea. El capitán Zanahoria de la Guardia, que tenía una mente como una aguja bajo su rostro franco y sonriente, había sustituido a hurtadillas el rollo por otro nuevo con preguntas del estilo de «¿Estubiste cerca del Almacén de Diamantes de Vortin la Noche del 15?» y «¿Quién era el Tercer Ombre que Pegó el Palo en la Destilería de Abrazodeoso la semana Pasada?», y luego arrestó a tres clientes antes de que pudieran darse cuenta de lo que ocurría.
El propietario había prometido que el día menos pensado tendrían otra máquina. El Bibliotecario, uno de los habituales de la taberna, ya había empezado a hacer acopio de peniques.
Había un pequeño escenario a un extremo de la barra. El propietario había probado con una chica que bailara y se quitara la ropa durante la hora del almuerzo, pero lo hizo solo en una ocasión. La visión de un orangután enorme sentado en primera fila con una gran sonrisa inocente, una gran bolsa de peniques y un gran plátano había hecho huir a la pobre chica. Otro gremio más del entretenimiento que incluía al Tambor en su lista negra.
El nuevo propietario se llamaba Hibisco Negrolmo. Él no tenía la culpa. Quería hacer del Tambor, decía, un sitio divertido. Si alguien los quisiera, habría instalado parasoles a rayas enfrente del local. Hibisco bajó la mirada hacia Odro.
—¿Solo sois tres? —preguntó.
—Sí.
—Cuando accedí a pagar los cinco dólares, me dijiste que teníais un gran grupo.
—Lias, di hola.
—¡Caramba, pues sí que es grande! —exclamó Negrolmo, dando un paso atrás—. Yo había pensado que hicierais unos cuantos temas que conozca todo el mundo —añadió después—. Solo para dar un poco de ambiente, ya sabes.
—Ambiente —dijo Imp, paseando la mirada por el Tambor. Estaba familiarizado con la palabra. Pero, en un sitio como aquel, la palabra se encontraba totalmente sola y perdida. A aquella hora temprana de la noche solo había tres o cuatro clientes. No estaban prestando ninguna atención al escenario.
No cabía duda de que la pared de detrás del escenario había visto bastante acción. Imp la contempló mientras Lias iba apilando pacientemente sus piedras.
—Venga, solo es un poco de fruta y unos cuantos huevos pasados —dijo Odro—. La gente probablemente se descontroló un poquito. Yo no me preocuparía por eso.
—No estoy preocupado por eso —dijo Imp. —Ya me lo imaginaba.
—No, lio que me preocupa son las señales de hachazos y los agujeros de flecha. ¡Odro, ni siquiera hemos ensayado! ¡No como es debido!
—Tú sabes tocar tu guitarra, ¿verdad?
—Bueno, sí, supongo que…
Imp ya la había probado. Resultaba muy fácil de tocar. De hecho, era casi imposible tocarla mal. No parecía importar cómo tocara las cuerdas; hacían sonar siempre la melodía que Imp tuviera dentro de la cabeza. La guitarra era el sueño de cualquier intérprete primerizo, hecho sólido: aquel que se puede tocar sin aprender. Imp se acordó de la primera vez que había cogido un arpa y pulsado sus cuerdas, esperando confiadamente escuchar la clase de tonos suaves y delicados que los ancianos sabían arrancar de ellas. En vez de eso obtuvo una disonancia. Pero aquella guitarra era el instrumento con el cual había soñado…
—Nos ceñiremos a los temas que conoce todo el mundo —dijo el enano—. «El cayado del mago» y «Recogiendo ruibarbo», ese tipo de cosas. A la gente le gustan las canciones que puedan tararear entre risitas.
Imp bajó la mirada hacia la barra. Estaba empezando a llenarse un poco. Pero lo que atrajo su atención fue un orangután enorme que acababa de instalar su silla justo delante del escenario y sujetaba un saco lleno de fruta.
—Odro, hay un simio mirándonos.
—¿Y bien? —preguntó Odro, desplegando una malla de tiras.
—Qué es un simio.
—Esto es Ankh-Morpork. Aquí las cosas son así —explicó Odro, quitándose el casco y desdoblando algo que había en su interior.
—¿Por qué te has traído esa bolsa? —preguntó Imp.
—La fruta es fruta. A caballo regalado, no le mires el dentado. Si empiezan a tirar huevos, intenta cogerlos al vuelo.
Imp se pasó la correa de la guitarra por encima del hombro. Había intentado explicárselo al enano, pero ¿qué podía decirle? ¿Que aquella guitarra era demasiado fácil de tocar?
Esperaba que hubiera un dios de los músicos.
Y lo hay. Hay muchos, uno para casi cada tipo de música. Casi cada tipo. Pero el único al que le tocaba velar por Imp aquella noche era Reg, el dios de los músicos de club, quien no podía prestarle demasiada atención porque tenía que hacer otros tres bolos.
—¿Estamos preparados? —preguntó Lias, cogiendo sus martillos.
Los otros dos asintieron.
—Pues entonces empezaremos con «El cayado del mago» —dijo Odro—. Eso siempre rompe el hielo.
—Vale —convino el troll, y luego fue contando con los dedos—. Un, dos… un, dos, muchos, montones.
La primera manzana fue arrojada siete segundos después. Odro la cazó al vuelo sin saltarse ni una sola nota. Pero el primer plátano describió una curva malévola en el aire y se estrelló contra su oreja.
—¡Seguid tocando! —siseó Odro.
Imp obedeció, esquivando una salva de naranjas.
En la primera fila, el simio abrió su saco y extrajo de él un melón muy grande.
—¿Veis alguna pera? —preguntó Odro, tomando aire—. Me gustan las peras.
—¡Veo a un hombre con un hacha arrojadiza!
—¿Parece valiosa?
Una flecha vibró en la pared junto a la cabeza de Lias.
Eran las tres de la madrugada. El sargento Colon y el cabo Nobbs estaban llegando a la conclusión de que quienquiera que tuviese la intención de invadir Ankh-Morpork probablemente no iba a hacerlo en aquellos momentos. Y había un buen fuego ardiendo en la casa de la Guardia.
—Podríamos dejar una nota —dijo Nobby mientras se soplaba los dedos—. Ya sabes, ¿no? «Vuelva usted mañana», o algo como eso.
Alzó la mirada. Un caballo solitario estaba pasando por debajo del arco de la puerta. Un caballo blanco, con un sombrío jinete vestido de negro.
No hubo el menor intento de recurrir al «Alto, ¿quién va?». La guardia nocturna iba por las calles a horas extrañas y se había acostumbrado a ver cosas que generalmente no ven los mortales. El sargento Colon se llevó la mano al casco con respeto.
—Buenas noches, su señoría —dijo.
—Ejem… BUENAS NOCHES.
Los guardias contemplaron cómo el caballo se perdía de vista.
—Bueno, pues algún pobre mamón ha llegado al final de su camino —observó el sargento Colon.
—Se lo toma con mucha dedicación, eso hay que admitírselo —dijo Nobby—. Está disponible a todas horas y siempre tiene tiempo para la gente.
—Sí.
Los guardias contemplaron la aterciopelada oscuridad. «Hay algo que no está bien del todo», pensó el sargento Colon.
—¿Cómo se llama? —preguntó Nobby. Siguieron mirando un poco más. Entonces el sargento Colon, que todavía no había conseguido poner el dedo en la llaga, dijo:
—¿Qué quieres decir con lo de cómo se llama?
—Que cómo se llama.
—Es la Muerte —replicó el sargento—. La Muerte, ¿comprendes? Ese es su nombre completo ¿A qué venía esa pregunta? ¿Quieres decir que podría llamarse… Keith Muerte?
—Bueno, ¿por qué no?
—Es simplemente la Muerte, ¿no?
—No, eso solo es su trabajo. ¿Cómo le llaman sus amistades?
—¿Qué quieres decir con amistades?
—De acuerdo, de acuerdo. Como quieras.
—Vamos a tomarnos un ron caliente.
—Creo que tiene pinta de llamarse Leonard.
El sargento Colon se acordó de la voz. Sí, eso era. Aunque solo fuese por un instante, había habido…
—Debo de estar haciéndome viejo —dijo—. Por un momento me pareció que tenía pinta de llamarse Susan.
—Me parece que me han visto —susurró Susan, mientras el caballo doblaba una esquina.
La Muerte de las Ratas asomó la cabeza por el bolsillo de Susan.
IIIC.
—Creo que vamos a necesitar a ese cuervo —dijo Susan—. Quiero decir que… Mira, me parece que te entiendo, es solo que no sé lo que dices…
Binky se detuvo delante de una casa grande, un poco apartada del camino. Era una residencia ligeramente pretenciosa provista de muchos más gabletes y parteluces de los que en justicia debiera tener, y aquello daba una pista acerca de sus orígenes: era el tipo de casa que se construye un mercader rico cuando se vuelve respetable y necesita hacer algo con el botín.
—Esto no me gusta nada-dijo Susan—. No puede funcionar de ninguna manera. Yo soy humana. He de ir al lavabo y hacer cosas de ese estilo. ¡No puedo entrar en las casas de las personas como si tal cosa y matarlas!
IIIC.
—De acuerdo, no es matar. Pero lo mires como lo mires, no es de buena educación.
Un letrero que había encima de la puerta rezaba: «Repartidores por la puerta de atrás».
—¿Yo cuento como…?
¡IIIC!
Normalmente a Susan ni se le habría pasado por la cabeza preguntarlo. Siempre se había considerado una persona que entra por las puertas principales de la vida.
La Muerte de las Ratas corrió sendero arriba y atravesó la puerta.
—¡Eh, espera un momento! Yo no puedo…
Susan miró la madera. Sí podía. Por supuesto que podía. Cristalizaron más recuerdos delante de sus ojos. Después de todo, solo era madera. En unos cuantos centenares de años se pudriría. Tomando como escala el infinito, apenas si tenía existencia. Por regla general, consideradas sobre la duración del multiverso, la mayoría de cosas no la tenían.
Dio un paso adelante. La gruesa puerta de roble ofreció tanta resistencia como una sombra.
Los parientes afligidos estaban reunidos alrededor de la cama donde, casi perdido entre las almohadas, yacía un anciano lleno de arrugas. Al pie de la cama, impasible ante los llantos y gemidos que resonaban a su alrededor, había un gato enorme y muy gordo. IIIC.
Susan miró el reloj de arena. Los últimos granos cayeron a través de la boca.
Moviéndose con una cautela exagerada, la Muerte de las Ratas se colocó sigilosamente detrás del gato dormido y le dio una buena patada. El animal despertó, se volvió, pegó las orejas al cráneo sumido en el terror y saltó de la colcha.
La Muerte de las Ratas rió burlonamente.
IIIJ, IIIJ, IIIJ.
Uno de los deudos, un hombre de rostro muy flaco, alzó la vista y miró al durmiente.
—Ya está —dijo—. Se ha ido.
—Pensaba que íbamos a tener que estar aquí todo el día —repuso la mujer que estaba junto a él, poniéndose en pie—. ¿Viste cómo se movió ese maldito gato viejo? Los animales lo notan, te lo digo yo. Tienen un sexto sentido.